Ella dice que necesita la presión de un editor para escribir. Para sentir que escribe, podría decirse. Ella dice que no existe el periodismo narrativo, que decir eso es caer en una tautología. No cree que sólo ocurran los hechos y luego se construya una la crónica. Para ella, los libros, la lectura, son una mediación necesaria para poder llegar al ansiado relato. Ella escribe y publica en diarios, revistas, libros. "Para mí escribir es inevitable", señala María Moreno, la periodista, escritora, narradora. Alguien que esquiva las definiciones pero acepta llamarse cronista porque la inscribe en una tradición plebeya, la de la escritura en contaminación.
En una conversación con el periodista Cristian Alarcón, Moreno aceptó ubicarse en el sitio de la entrevistada. El diálogo integró el ciclo Pensamiento Contemporáneo que se desarrolla a instancias del gobierno provincial, las facultades de Humanidades y Artes y Ciencia Política y el teatro El Círculo. Y disfrutó, o algo así, ese cambio de roles porque ella es quien acostumbra a preguntar. Sus entrevistas son memorables. De eso da cuenta gran parte de su obra, de su capacidad para lograr climas particulares y puntos de vista ocurrentes en cada reportaje.
Sobre ese género dijo que le interesa más darle lugar a la escritura, a la tarea de montaje, que al momento de la entrevista. "No creo en las preguntas esculpidas, que son exhibicionistas, y que en vez de preguntar hacen gala de un supuesto saber. No me gusta la entrevista torneo, donde un muñeco intenta voltear a otro", afirmó sin dudar.
Moreno publicó la novela El affair Skeffington (1992) y los libros de no ficción El petiso orejudo (1994), A tontas y a locas (2001), El fin del sexo y otras mentiras (2002), Vida de vivos (2005), Banco a la sombra (2007), Teoría de la noche (2011), Subrayados (2013), Black out (2016) y Oración. Carta a Vicki y otras elegías políticas (2018), texto sobre la muerte de la militante montonera Vicki Walsh, hija de Rodolfo. También escribió en La Opinión, en el diario Sur, Babel y Fin de Siglo, entre otros medios gráficos. Actualmente publica en Página/12 y dirige la colección de crónicas Nuestra América de la editorial Eterna Cadencia.
María Moreno es un seudónimo, su nombre es otro. Porque ella apuesta a las palabras, a su uso y abuso. Descree de la necesidad de utilizarlas al mínimo como garantía de un relato preciso. Y a ella recurre en entrevista con La Capital.
—Narradora, periodista, feminista ¿Cómo te definirías?
—En todas esas prácticas suelo correrme de cualquier idea de identidad aunque es inevitable que sea el lector el que me reconozca en cualquiera de ellas. Cuando Ricardo Piglia, una voz podría decirse que autorizada, me definió como cronista me hizo un gran favor al proponer cómo leer un periodismo que informaba poco y nada, gozaba de los excesos de la retórica hasta el manierismo y bastante lacanés para algunos. Escribí un libro, El affair Skeffington, que es un chiste largo sobre la identidad. Digamos que Dolly Skeffington, cronista inventada de los años locos en París, es uno de mis heterónimos. Alberto Giordano me lee menos como cronista que como uno de sus objetos del "giro autobiográfico". Había una paciente histérica del Dr. Charcot que usaba una tarjeta de visita que decía "Blanche Wittman, sujeto del Dr. Charcot". Yo podría llevar una que dijera "María Moreno, sujeto del Dr. Giordano". La identidad cuando no es una autoadscripción política es una soga al cuello. Es como si para definir a ciertos disidentes sexuales se concluyera que una travesti es una novela y una mujer biológica, una no ficción.
—¿Te considerás cronista, qué es ser cronista?
—Me considero cronista para inscribirme en una posición plebeya, la de la escritura en contaminación, de los saberes laicos y frente al realismo derecho vejo que se adjudica al periodismo. Me interesa mantener la divisa de la crónica como laboratorio de escritura.
— En tu trabajo sobre el periodista Enrique Raab hablás de cronistas populares que son populistas. ¿Qué implica ser un cronista popular? ¿La crónica es un género popular?
—El cronista, lo afirma Carlos Monsiváis, es siempre alguien de las minorías de vanguardia que habla en nombre de las mayorías astrosas. Raab era un cronista todo terreno que podía cubrir desde las ofertas de verano en Raviolandia de Mar del Plata hasta un informe de la corrupción en Interpol pasando por un recital de Palito Ortega. Pero no tenía esa imagen beatífica del pueblo común al cronista que se va armando en los medios hasta el punto de que los proyectos de Jacobo Timerman de los años setenta incluían redacciones que eran de derecha en política y economía y de izquierda en vida cotidiana y cultura. Cuando digo que no era populista quiero decir que era un gorila moderado, un marxista en diálogo con Montoneros, militante del PRT y nada dispuesto a deificar a Leonardo Favio. La crónica fue un género popular.
—¿Existen los cronistas de culto?
—Walsh es sin duda un cronista de culto, Raab debería serlo pero pertenecía a una orga que no era "La orga", con mayúscula. Era vienés, no escribió novelas y era puto: no se qué pensaría hoy de un grupo militante autobautizado "putos peronistas". ¿Hubiera militado en Trotskoputos? En sus tiempos y en la izquierda el deseo no alineado era pensado como una tara burguesa o una cuestión privada cuando no, en el caso de la homosexualidad, una amenaza para la seguridad interna.
—¿Qué lugar ocupa la escritura en tu vida? Escribir para vos, ¿es una necesidad, un deseo, una pulsión?
—Escribir me es inevitable pero siempre bajo presión. Para odio de mis editores, uso los diarios donde escribo como borradores.
—¿Te da temor publicar y que un libro tuyo, Black Out, fuera tan leído y finalmente elegido como el libro del año?
—Escribir en periodismo te hace olvidar lo escrito una vez que lo entregaste. Que salga en formato libro, a pesar de haber sido mi decisión, provoca un efecto de extrañamiento, de ajenidad: estoy pautada para que lo que hago dure 24 horas o un fin de semana, que es lo que muchos lectores dedican a leer los textos más literarios de los diarios.
—¿De qué nos salvan los seudónimos?
—No nos salvan nada los seudónimos. Parafraseando a Groucho Marx te puedo decir: "Si no te gusta este tengo otros: Rosita Falcón, Irene Motocicleta, Juan González Carballo, Susy Kawasaki...".
—Sos feminista, ¿que es ser feminista ayer y hoy?
—En el pasado y en el presente es apostar por una revolución sin pasado y sin fracaso y que se entrama siempre en oposición a las políticas dominantes y con la utopía de transformar los términos mismos de hacer política.
—¿Cómo fue la experiencia en Alfonsina? ¿Cómo se gestó la idea de que Caparrós, Fogwill y Laiseca escribieran con seudónimos de mujer? ¿Crees que es posible construir sexualidades desde la escritura?
—Fue la experiencia de quitar a los cuerpos de su rasero biológico y ver qué pasaba con machos alfa de la escritura cuando, a menudo con el nombre de la madre o de la hermana y renunciando al propio, escribieran desde una posición feminista. María de la Cruz Estévez (Fogwill) hizo una derechista tan exagerada y antiaborto legal que terminó por beneficiar los argumentos a sus adversarias.