Pareciera que todavía puedo verlo, con un cigarrillo eterno en la mano, sentado solo en una mesa de El Cairo. Son los años 80. Hugo se está tomando la tradicional media hora de descanso en su trabajo como corrector en La Capital. Moreyra ni siquiera tiene que mirarlo para llevarle el cortado. Llego, me siento, charlamos. Pero no mucho. Con él, a veces, valen más los silencios. De pronto, misterioso, lanza sobre la mesa unos papelitos, textos que escribe entre artículo y artículo que supervisa. Los fotocompone y entonces salen largas tiras de poemas de la máquina, ante la mirada resignada de los compañeros, que lo conocen bien. Así es Hugo. Un tipo querido. Un personaje. Pero, sobre todo, un poeta.
¿Cuántas noches anduvimos juntos en aquellos hermosos años? Uf. “Me voy a comprar cigarrillos”, decía, y eso significaba que ya no iba a volver. Hugo era un gato, le gustaba la soledad y perderse sin aviso donde nadie pudiera encontrarlo. Pero siempre reaparecía, fraterno a su modo, filoso, irónico e imprevisible. Lo acompañaba la magia. Y sobre todo, el tango.
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Ya no está, sin avisar dio las hurras, partió callado, como le gustaba. Nos deja tristes, lo vamos a extrañar. En los últimos tiempos había armado su refugio en un boliche de la zona de Pichincha, donde bebía extraños tragos mientras contemplaba, melancólico, el paisaje. Hugo y Rosario eran una sola y misma cosa. No sabía qué hacer cuando lo sacaban de la ciudad, de las calles del centro, de las librerías. Sembró amistad por todos lados.
Pronto llegará el tiempo del balance, de repensar y valorar su obra, que fue su gran trabajo y es su gran legado. Hugo buceó en aguas hondas: las del habla popular, las de la solidaridad, el amor y la lucha, y también las del repliegue final en la dictadura hacia la intimidad protectora. Fue uno de los grandes poetas rosarinos y su obra tiene proyección continental.
Aunque también cocinaba, y muy bien: sus locros eran legendarios. Y tenía pasión por las plantas: sensible y atento, las mimaba como a mujeres y ellas respondían a su gentileza, tendiendo ramas y hojas a lo largo de la casa. Las plantas también pertenecían al silencio que Hugo amaba (aunque cantara tan bien) y donde ahora nos espera, con una sonrisa de costado, sentado en el bar de siempre.