–Totalmente. De chico mi viejo me dijo: “Andá a estudiar teatro”. Tengo dos hermanos más grandes ingenieros y uno más chico trabajador social.
–¿Cómo era la vida en San Genaro?
–Se desarrollaba entre el barrio, la escuela y el club, que era una parte de mi familia. Mi vida se divide en tres partes: 18 años en San Genaro, 18 en Rosario y ahora 20 en Funes.
–¿Cuándo supiste que el teatro era lo tuyo?
–En San Genaro no había teatro, había sólo un grupo en la Sociedad Italiana que hacía algunos viajes los fines de semana con una obra, así que sabía que en el pueblo no iba a poder estudiar ni hacer teatro. En el 85, a los 18 años, me fui a estudiar teatro a Rosario. Fue un proceso: en cuarto año de la Escuela Nacional de Teatro, de Mitre y Córdoba, la tuvimos a Chiqui González con la obra “Bajo el ala del sombrero”, y a partir de ahí sabía que quería trabajar en esto como una profesión.
–¿Cómo fueron los comienzos en el teatro?
–Uno de los primeros trabajos fue con la Agrupación Filodramática “Te quisimos con locura”, con Luis Machín, Gachi Roldán y Cristian Marchesi. Eramos la primera generación de egresados la Escuela Nacional de Teatro y no podíamos creer que estábamos trabajando con actores que lo habían hecho con Alfredo Alcón. Era muy novedoso para nosotros. Vivimos una época en la que escribíamos la obra, hacíamos la gacetilla, la enviábamos a la prensa, la estrenábamos, venían los periodistas que hacían la crítica y salía publicada la nota en el diario. Recién ahí sentíamos que habíamos aprobado.
–¿Cómo era el teatro posdictadura?
–Seguíamos el camino de Los Macocos y del Centro Cultural Ricardo Rojas, en Buenos Aires. Acá estaban la Escuela Nacional de Teatro y Discepolín, (la obra) “Cómo te explico”, El Faro, Clide, Cacho Palma, Rudy Bertold y Néstor Zapata. Filmamos un documental y nos presentamos en el Concurso Federal “Nosotros”, del Instituto Nacional de Cine, y ganamos el primer premio. Era un trabajo muy interesante, sensible y necesario, porque en esa época no había referentes. La gente de Discepolín, que alquilaba un local en Sarmiento y Urquiza, se había fundido y se refugiaron en la Escuela Nacional de Teatro. Teníamos a los viejos actores y directores, pero nos faltaba la generación de entre 30 y 40 años, y yo tenía menos idea todavía porque salía de un pueblo. Empezó una carrera muy prolífica de una obra por año, con “Bip du bup”, del Ricardo Rojas. “Llenamos”, decíamos, pero hacíamos una obra en una salita para 18 personas. Queríamos llegar a hacer 50 o 60 funciones por año. Una el viernes y otra el sábado. En el 92 les pedimos los derechos y trajimos a Los Macocos, de la Escuela de Teatro de Buenos Aires, y empezamos en Berlín (Café). Eran espacios alternativos, donde actuábamos con el público muy cerca. Cuando actuábamos en El Círculo el público nos quedaba lejísimo. Era como jugar en una cancha muy grande.
–¿Cuál era la impronta del teatro en los 90?
–Con Marta Zubiela y Chiqui González tuvimos una apertura de cabeza. Era como tener toda la cancha por delante más un laburo muy fuerte de los volantes y las calcomanías, porque éramos unos gatos que andábamos todo el día en bondi, donde decíamos: “Tomá: 2 por 1”. Hicimos “Adiós y buena suerte”. En los 80 y 90 se dio la formación de nuevos públicos, porque había mucha gente que decía “no veo teatro rosarino”. Entonces hacíamos obras en los bares, donde la gente podía comer una pizza, tomar una cerveza y ver una obra.
–¿Qué pasó con tu documental sobre el pintor Gustavo Cochet?
–Cuando empezamos a hacer el documental sobre la obra y la vida de Gustavo Cochet me di cuenta de que es Miró con menos publicidad y con una lucha militante (en la Guerra Civil Española). Hicimos un avance para buscar financiamiento hasta en productoras francesas de Montpelier. Es impresionante, en la costa francesa hay obras de Cochet y del exilio de Cochet con los republicanos, que fue como el éxodo jujeño. Cochet volvió con una mano atrás y otra adelante y explotó en un pueblito (como era Funes entonces). Hay una obra de Cochet, que se llama “Esperando a Francisca” (su mujer), que tiene una vecina de su barrio en la cocina de su humilde casa. En Cochet tuvimos a nuestro Picasso, quien también tenía una idea anarquista y tenía prohibido hablar en catalán.
–¿Serrat conoció a Cochet?
–Casi. Cuando Serrat ganó el (Festival de) San Remo en los 80 habló en catalán para reivindicarlo. Serrat lo conoce a Cochet y lo esperaba en el Gigante (la cancha de Central) para ser nombrado padrino del futuro museo, pero hubo un malentendido y se desencontraron.
–¿Cómo surgió “La fiesta”?
–Vivi (su pareja, la actriz Viviana Trasierra) daba clases de teatro en Casa Zulú y me llevó a dar actuación frente a las cámaras. En julio del 2023 empezamos a filmar escenas y en un momento teníamos entre 10 y 15 escenas y dijimos: “Acá tenemos una historia. Estos que eran hermanos ahora son una pareja, esto no es un matrimonio maduro sino una madre y una hija”. Variábamos una escena y nos gustaba. ¿Por qué no los metemos en una casa, en una fiesta, que puede ser la de fin de año? Entonces nos juntamos un sábado y domingo, 14 horas, con el Dipy Martínez con una cámara, el director Hernán Castagno y un sonidista. ¿Cuánto nos sale hacer dos días de rodaje? Empezamos a juntar préstamos para devolverlos el día del estreno. Pero después teníamos que sumar la comida de los dos días de rodaje: empanadas y sanguchitos para 25 personas, y después la comida para el estreno más el musicalizador.
–¿La película salió de la galera?
–Volví a creer. Estuvimos 10 años buscando el apoyo de productores para hacer el documental de Cochet y en ocho meses hicimos esta película. De un día para el otro nos encontramos con que teníamos esta película, entonces dijimos: “Vamos a rodarla con el apoyo de sponsors y amigos”. Lo hicimos entre septiembre y diciembre de 2023. Venía (el corralón de materiales) Messineo y nos decía: “Pongo tanto”. Y con eso teníamos la matriz para un largometraje. Arranca en la pileta con una confesión adolescente de un novio y una novia, un suicidio y con el primer porro.
–¿Cómo fue hacer la primera película rodada en Funes?
–Es muy loco porque hicimos una película en una ciudad que no tiene cine y es la primera película rodada en Santa Fe en mucho tiempo. Empezamos a rodar desde una Renoleta verde que nos prestó un amigo, el animador y musicalizador digital Pablo Cirilli, para hacer dos escenas en medio de un culebrón policial. “Por fin en este pueblo de mierda pasa algo”, dice Cruz Ferrari, una frase que nos resultó graciosa y la dejamos. Empezamos a rodar mostrando los sponsors y me hizo acordar de las películas filmadas en Mar del Plata, fue una cosa memorable.
–¿Cómo siguieron?
–Nos explotó una bomba por la cantidad de gente. Conozco al dueño de (el salón de eventos) La Arboleda, quien nos dio una mano para el avant premiere, pero para eso y para la presentación tuvimos que hacer todo nosotros: hay que darle de comer a la gente después del evento con un bar, hay que hacer una fiesta y musicalizar. Y la presentamos en marzo, en medio de una crisis histórica, presentamos una película en el peor momento del Incaa (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales), que es una película autogestionada, inclusiva y que es de los actores y de las actrices, que cuando se vieron dijeron: “Ya no soy más la cocinera”.
–¿Cómo estuvieron los actores y las actrices?
–La actuación es primordial, porque la película es muy de ellos, más allá de la parafernalia cinematográfica. El capital eran ellos y se lucieron. Sin quererlo formamos un grupo heterogéneo, que funcionó muy bien. Y tuvimos el apoyo de mucha gente, empezamos a pasar la gorra y nos ayudaron desde el que ponía 500 mil hasta el que ponía 10 mil, que nos servía para comprar las pilas.
–¿Qué respuesta tuvo?
–Es una película que nos llenó de alegría. Después de la presentación hicimos otras dos a sala llena, la llevamos a Roldán también a sala llena, tenemos una invitación para presentarla el 17 de agosto en General Baldisera, un pueblo de Córdoba de dos mil habitantes que tiene un cine para dos mil personas, y en noviembre en (el Cine) El Cairo, donde vamos a verla en un cine de verdad. Muchas películas que iban al (Cine) Goumount ahora quieren venir a El Cairo. Lo que nos pasó es extraordinario.
–¿Cómo llegaste a vivir en Funes?
–La hermana de Vivi y mi hermano vivían acá y siempre nos gustó mucho desde cuando era un pueblo. Un amigo de mi hermano tenía una casa a medio terminar y ese verano se la alquilamos un mes, y después otro y otro. Me gustaba el pasto y tenía media hora de colectivo igual que para ir en Rosario al trabajo. Cuando ella estaba embarazada vivíamos en Rosario en un departamento de 25 metros donde no entrábamos. Un día Vivi me dice: “Una compañera de trabajo tiene al marido dueño de la casa que nos gusta”. Vinimos a verla en 2003, a una cuadra de donde alquilábamos, y fue una jugada. ¿Vamos a ver a los amigos? No conocíamos a nadie, pero hoy hay una comunidad en Funes. Hay propuestas de cine, de teatro, estudios de grabación. Tocaron músicos como Jimmy Rip, quien fue guitarrista de Jerry Lee Lewis en los Rolling Stones, con Ike Parodi y el Zorrito en Casa Ríos. Vivi (Trasierra) hace teatro en el Cochet para 18 personas y Silvia Cochet hace música, hay obras en el (Museo) Murray.
–¿Qué opinás del premio que ganó la escritora y librera María Eugenia Pons?
–Es extraordinario. Recibió uno de los premios literarios más grandes, con su Librería Ponsatti.
–¿Qué le falta a la cultura de Funes?
–Que el Estado se ponga al frente de la gestión cultural y que apoye permanentemente la promoción de los artistas. Le falta ese empujón cultural para convertirse en un faro para que la gente pueda ir los fines de semana a ver cine, teatro, museos, a escuchar música. Le hace falta explotar culturalmente. Funes tiene 60 mil habitantes y no tiene un cine.