Actualmente es representante electo del público ante el Comité de negociación del Acuerdo de Escazú y docente de posgrado de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional del Litoral (U.N.L.), de la Universidad Torcuato Di Tella y del Centro de Estudios de la Actividad Regulatoria Energética (CEARE) de la UBA.
La crisis ecológica y climática que atraviesa nuestro planeta es cada vez más severa y produce consecuencias muy directas en muchos países del mundo. Ello no resulta ajeno a la Argentina, donde hace ya tiempo se producen fenómenos graves y recurrentes como las prolongadas olas de calor, las sequías cada vez más extendidas y los incendios voraces que azotan diversas provincias de nuestro territorio y generan grandes impactos económicos y sociales.
En este sentido, y más allá de la crisis climática, Argentina padece desde hace décadas problemas ambientales que le son propios, como el constante desmonte de los bosques nativos, la quema y el deterioro de los humedales, la contaminación de las aguas, la ausencia de sistemas de saneamiento, la deficiente gestión de los residuos. Todo eso sucede en un contexto de baja institucionalidad ambiental que trae como consecuencia un cumplimiento casi nulo de las normas ambientales y un deficiente nivel de control de las actividades que producen impactos sobre el ambiente.
Sin embargo, los temas que integran la agenda ambiental están muy lejos de ser prioritarios en las políticas públicas. El presupuesto nacional es un claro reflejo de ello y nos exime de cualquier opinión al respecto. Un informe publicado por ACIJ y FARN da cuenta de que el monto total presupuestado para el año 2023 se encuentra un 20% por debajo de la pauta inflacionaria prevista y que el mismo representa tan sólo un 3,5% del monto de los intereses que deben pagarse durante el año para hacer frente a la deuda externa. Por su parte, los subsidios a las empresas que producen combustibles fósiles son 485 veces más elevados que lo destinado a promover las energías renovables.
La ley cumple un papel fundamental en la formulación de las políticas públicas y mucho más en el área ambiental, en donde podemos afirmar que las escasas políticas o acciones ambientales que se han puesto en marcha han sido precedidas necesariamente por una ley. Así lo demuestran la sanción de la Ley de Protección de Bosques Nativos o la Ley de Glaciares que, más allá del alto grado de incumplimiento que presentan, lograron poner en marcha acciones tendientes a lograr la protección de los bienes ambientales.
Los avances en materia de legislación, sin embargo, no han sido sustantivos en los últimos años. Un ejemplo claro es el de la Ley de Humedales, que en 2022 quedó relegada nuevamente -tras perder estado parlamentario en tres ocasiones desde 2013- por el peso de los lobbies agrario e inmobiliario. Otro ejemplo es la falta de tratamiento de una ley que incorpore los delitos ambientales en el Código Penal, cuestión absolutamente imprescindible para poder castigar a quienes arrasan con los bosques, depredan los mares con la pesca ilegal, quienes cazan y comercian con especies silvestres amenazadas, y quienes producen incendios y destruyen ecosistemas que son fundamentales para la vida en la Tierra.
La protección del ambiente demanda un compromiso de la sociedad en su conjunto, pero son las autoridades políticas las que tienen que trazar por medio de las políticas públicas los caminos a seguir. El ambiente continúa como desde hace muchos años en la columna del “debe”. En el año que se inicia, donde volveremos a votar, podrá ser una buena oportunidad para votar también por la protección de nuestro planeta. Ojalá así sea.