Hace ya algunas semanas que el Consejo Federal de Educación comenzó a discutir una ampliación de la jornada extendida, para ampliar el tiempo que alumnas y alumnos de primaria pasan en las escuelas. El tema apareció y desapareció rápido de las portadas, y durante ese breve chaparrón, se salpicaron entre sí opiniones, estadísticas, debates, dichos y contradichos. Ahora que el tema parece haber sido relevado por otras noticias más frescas y resonantes, y ahora que he puesto a madurar un poco el asunto al solcito del pensamiento, se me han venido a la mente algunas reflexiones que quisiera compartir.
La cuestión del tiempo que se pasa en la escuela está por estos días en el centro del debate pedagógico. Pero no por la cuestión de la duración de la jornada, claro, sino porque se vienen escribiendo libros y más libros alrededor de la idea de scholé, esa forma de apreciar la razón de ser de la escuela como una institución que existe, básicamente, para dar tiempo a las personas. El tiempo que da la escuela, desde esta perspectiva, no es cualquier tiempo, sino un tiempo desligado de la lógica de la supervivencia, del consumo, del trabajo productivo. Maarten Simmons y Jan Masschelein, los autores de Defensa de la escuela, uno de los trabajos recientes que se refieren a esta cuestión, hablan de la escuela como el lugar en el que redistribuye el derecho al tiempo libre. Y si la escuela iguala y democratiza, agregan leyendo a Jacques Rancière, no es tanto por lo que enseña, sino porque ofrece ese tiempo a quienes, de otro modo, no lo tendrían.
Mientras el mundo nos impulsa al consumo voraz, a vivir anhelando la adhesión superficial de los “me gusta” en las redes sociales, a la banalidad repetida de los titulares en los medios de comunicación, a todo eso que, penosamente, marca el ritmo de casi todo, la escuela nos da tiempo para conversar, jugar y estudiar. En la escuela tenemos tiempo para hablar de cosas que no están de moda y para familiarizarnos con nuevos lenguajes, nuevas técnicas, nuevas estéticas y nuevas sensibilidades que nos hacen más libres para construir nuestros proyectos de vida. A mí me gusta pensar que el tiempo escolar es un tiempo de balbucear las lenguas del mundo. Y el balbuceo, ese abordaje lúdico y titubeante que requiere pausa, compañía y cuidado, sólo sucede en los tiempos largos de la convivencia, ya sea en la crianza del hogar o en la educación que brinda la escuela.
escuela primaria.jpg
Las escuelas públicas primarias prevén una extensión en el horario de clases.
Foto: La Capital / Archivo.
Ahora bien, si la escuela vale porque da tiempo, abrir el espectro de ese tiempo parece ser siempre una buena idea. Pero el tiempo es inseparable de los modos en los que ese tiempo se habite, de las maneras en las que se participe de ese tiempo. El tiempo del que se habla en las leyes es un tiempo abstracto, es tiempo cronos, que se mide en horas y minutos. Poco dicen esas mediciones de la potencia de ese tiempo para abrir la experiencia, para tender ante los alumnos caminos hacia la conversación, el juego y el estudio a propósito de las ciencias, el arte y la cultura. Es condición necesaria, pero no suficiente. La falta de ese tiempo es uno de los factores que atenta contra la scholé. Pero no es el único, y tal vez no sea el principal. Me atrevo a señalar al menos otros dos obstáculos que por estos días le quitan sentido al tiempo escolar.
El primero de esos obstáculos, y el más evidente, es la mercantilización de la vida escolar, por medio de su subordinación a las lógicas del mercado, el marketing, la gerencia y la utilidad. En los últimos años, los planes educativos, documentos curriculares y métodos de enseñanza se han vuelto prolíficos en términos y lógicas provenientes del mercado: la educación se piensa en términos de “calidad” (como los productos), el aprendizaje se presenta como “competencias” o “capacidades” aplicables, a ser medidas y seleccionadas según las exigencias del mercado, las actitudes y conductas de los alumnos se analizan en términos de eficiencia y productividad, llegando a extremos tan ridículos como pretender enseñarles a “autorregular sus emociones” para que no interfieran con la tarea. Hasta hace un tiempo, sólo compañías como Amazon o Google pensaban de esta manera. Hoy, cada vez más, el tiempo generoso de la escuela se va desplazando para dejar lugar a ese tiempo mezquino y utilitario, en el que no se tienden las lenguas del mundo para ser balbuceadas, sino que se recita el silabario violento del coaching, el “desarrollo de talento” y la búsqueda de analogías y puntos de contacto entre la escuela y la empresa. Las prácticas de evaluación escolar, que siempre fueron más o menos problemáticas, hoy se superponen tenebrosamente con el estilo de vida evaluador y despersonalizado de los rankings, las plataformas y las puntuaciones que invaden casi cualquier vínculo. Un primer modo de jerarquizar el tiempo escolar, entonces, podría consistir en pensar toda reforma educativa bajo la premisa de desligarlo de los mandatos del mercado.
Clases1.jpg
El horario en las escuelas primarias se extenderá una hora.
Foto: La Capital / Archivo.
La segunda cuestión tiene que ver con los efectos que ha tenido sobre el tiempo escolar la virtualidad, que de distintas formas se ha extendido tras la pandemia. Sucede que la virtualidad desdibuja la idea de tiempo, y también la de participación. El tiempo virtual es un tiempo disperso, en el que el sujeto está permanentemente tensionado entre distintas tareas, y en el que la atención no se presta (como en el aula) sino que se comercializa mediante publicidades injertadas en los resquicios más insospechados. La virtualidad, que vino a sustituir a la ausencia (porque hasta que irrumpió, lo contrario de “presente” era “ausente”, no “virtual”) conserva, por cierto, muchos rasgos de la ausencia. El tiempo virtual es disperso, superpone pestañas, mira sin ver, y da por hecho que la tarea es la tarea, y no el tiempo para hacerla juntos. Por eso tal vez el tiempo virtual, como dice Santiago Alba Rico, es “impermeable al recuerdo”, pues tenemos memoria de la costumbre y de la aventura, pero en cambio no guardamos memoria del tiempo tecnológico. Hay un punto en el que las cosas no suceden del todo cuando suceden por zoom o en plataformas educativas. Sin embargo, hoy se despliegan propuestas destinadas a una progresiva virtualización del tiempo escolar, especialmente en los niveles medio y superior. Un segundo modo de jerarquizar la jornada escolar podría enunciarse entonces de este modo: priorizar los modos de uso de las tecnologías digitales que refuerzan los vínculos escolares, en lugar de reemplazarlos.
Volviendo al comienzo, creo que la extensión de la jornada escolar puede ser una buena idea, desde ya, pero requiere ser pensada en paralelo con otras líneas de trabajo referidas al tiempo escolar, y con mucha sensibilidad territorial. Más horas en la escuela pueden salvarles la vida a muchos niños ampliando sus oportunidades, y pueden complicarles la vida a otros sobrecargando sus agendas ya exigentes y desinfantilizantes. Pueden dar más oportunidades de trabajo a algunos docentes en algunas escuelas, y ayudar a hacer mejor su trabajo a algunas instituciones, pero también pueden complicar la logística y los proyectos en marcha en otras. Puede aliviar las jornadas de algunas familias, y puede entorpecer la organización de otras. En suma, se trata de una medida que tiene la potencialidad de abrir posibilidades, pero que requiere (además de presupuesto, diálogo, consenso y todo lo que ya sabemos) implementarse de una manera versátil, flexible y con márgenes amplios de libertad por parte de cada comunidad educativa para adaptarla a sus necesidades.
(*) Doctor en educación, profesor investigador en Unipe y Flacso.