Promediando mayo, y a dos meses de comenzada la cuarentena, una resolución del Ministerio de Educación resolvió que no haya calificaciones numéricas mientras dure esta situación de excepción. Más de una vez he formulado en mis clases de pedagogía un ejercicio destinado a analizar las tensiones alrededor de la evaluación certificante. El jueguito iba de lo siguiente: imaginemos (porque cuando lo pensé, esto era posible sólo en el más improbable de los mundos) que de pronto se deja de calificar en todos los niveles de enseñanza obligatorios. Hagamos el esfuerzo de imaginar que de pronto el ministerio dice: seguimos preocupándonos por ver si los alumnos aprendieron, pero sin calificaciones, sólo actividades formativas, pedagógicas, reflexivas. Si se hacen trabajos prácticos, o incluso exámenes, éstos no tendrán ningún impacto numérico, nada de reprobar, llevarse a marzo, y sobre todo, nada de notas: ni numéricas, ni ninguno de sus hipócritas equivalentes (como el “alcanzó los objetivos”, el "satisfactorio”, y todo eso). ¿Qué pasaría?
En esos ejercicios solían emerger tres hipótesis. La primera: que todas y todos seríamos un poco más felices, andaríamos un poco más livianos, deberíamos dejar atrás las obsesiones por el rendimiento, los estigmas y las clasificaciones de los alumnos como “burros” o “genios”. El lado B de esa felicidad es que, a la vez, los docentes sentiríamos que se nos ha quitado una herramienta de la mano (casi escribo “un arma” en lugar de “una herramienta”) ya que no podríamos estimular ni el estudio ni la buena conducta ofreciendo a cambio buenas calificaciones. Y probablemente, después de un tiempo de inanidad y desorientación, las fuerzas que mueven la vida escolar se irían acomodando alrededor de otros valores, menos materialistas que las notas.
La segunda hipótesis, menos luminosa, era que el carácter “obligatorio” de los contenidos escolares (que es un dato ineludible, más allá de toda curaduría voluntariosa e ingeniosa de los maestros) se terminaría regulando de alguna otra manera, aún sin calificaciones. Es decir, si se eliminaran las notas (según esta hipótesis) irremediablemente aparecería otro mercado negro de voluntades para sustituir al que existe hoy sobre la estructura de incentivos de las calificaciones. ¿Y cuál sería esa salida, ese plan B? ¿El prestigio individual, la competencia entre estudiantes, otros premios simbólicos? ¿O tal vez ocuparían ese lugar las promesas de éxito en la vida y en el trabajo, esa imagen de “sujeto exitoso” que impregna los discursos pedagógicos cuando piensan a la escuela como coaching de capacidades y competencias, como preparación para las demandas del mercado?
La tercera hipótesis, diferente de estas dos, es la que asume una mirada más sociológica: ¿Qué pasaría con las tasas de asistencia? ¿Seguirían yendo todos los chicos a clases? Hoy muchos chicos dejan la escuela secundaria cuando les va mal en los exámenes, cuando tienen varias “previas”, cuando han repetido (o van a repetir) el año. ¿Cambiaría esto, sin calificaciones? ¿Habría más, o menos chicos “cayéndose” de la escolaridad? ¿Serían los mismos que se caen hoy? ¿Las hordas de estudiantes liberados se repartirían entre los que deciden estudiar en casa (si no hay notas, no necesito ir a la escuela), los que aprovechan para eludir toda obligación (si no hay notas, no hagamos nada) y los que descubren que estudiar es maravilloso, aún sin notas, y lo hacen por el puro gusto de cultivarse? ¿Qué nos mostrarían las estadísticas al año siguiente? ¿Más, o menos estudiantes? ¿Más, o menos desigualdad, exclusión, deserción, desgranamiento?
A mí no me termina de convencer ninguna de estas hipótesis, aunque las tres dan que pensar. Sospecho que no se trata sólo de poner o sacar las calificaciones, sino de pensar en las diversas razones que los estudiantes tienen (o se les da) para ir a la escuela y sostenerse en ella. Sospecho que eliminando las calificaciones no se solucionan los problemas que traen, y que en cambio pueden aligerarse mucho esos problemas, resignificándolas, dándoles su justo lugar de cosa administrativa. La enseñanza existe sobre relaciones, acciones compartidas, encuentros. El alumno hace algo, el maestro mira y dice algo sobre lo que el alumno hizo, el alumno presta alguna atención a las observaciones del maestro y lo vuelve a hacer. Y toda esta secuencia no es de “evaluaciones”, sino de ejercicios, de tareas, de juegos. Si quisiéramos llamar “evaluación” (aunque no hace falta) a la atención que presta el profesor, a su compromiso con las huellas que deja, podríamos pensar que instala sobre el ambiente de la tarea una sensación de expectativa, un mandato que diría algo así como: “esto que estamos haciendo será luego interrogado, veremos cómo salió, quizás lo mejoraremos, lo volveremos a hacer, pensaremos a partir de eso y emprenderemos otras tareas. No da lo mismo como lo hagas”. Me parece que ese mandato merodeando la tarea es valioso, pues orienta la atención, el interés y el sentido de lo que se hace. La cuestión es, claro, que no siempre las evaluaciones dicen eso. Y las notas (que son algo distinto de las evaluaciones) en general ayudan poco a decir eso. A veces, dicen algo así como: “esto que estamos haciendo me exculpará o me condenará”, o “esto que estamos haciendo dirá de mí que soy exitoso o fracasado”.
En el contexto de la pandemia de Covid-19 el Ministerio de Educación de Argentina hizo realidad este ejercicio imaginativo: suspendió las calificaciones en todos los niveles obligatorios. Lo hizo con sólidos argumentos basados en los derechos y en clave igualitaria. Calificar a la distancia sería equivalente a sancionar la capacidad de cada familia de conectarse a internet y de tener tiempo para realizar tareas escolares en forma más o menos autónoma. Por otro lado, la suspensión de las calificaciones no se da en un contexto de búsqueda de libertad (la libertad que las notas impedían) ni de alternativas superadoras, ni de modos alternativos de orientar el interés, la atención y el estudio. Se da en un contexto en el que los docentes no se enfrentan a la mayoría de los “problemas” que las calificaciones (supuestamente) “resuelven”. Al no haber un día a día, un cuerpo a cuerpo comparable al de la vida escolar que conocíamos, el sentido de calificar deja de estar asociado a mandatos y expectativas concretas alrededor de la tarea compartida. Esas voces que merodean la tarea de las que hablábamos unos párrafos atrás ya no son escuchadas en la misma situación, ni dicen lo mismo. Por eso las calificaciones hacen bien en estar hoy lo más lejos posible de esta escuela en aislamiento. Aquí y ahora, sólo serían voces fantasmagóricas que no podrían decir más que: “Recuerda que estás faltando”, “fíjate cuánto pierdes”, “te estás endeudando cada vez más”. Lo que me gustaría (lo que me encantaría, lo que de veras me llenaría de esperanzas) es que cuando volvamos a la escuela real, al mismo tiempo que celebramos la insustituible presencia, volvamos a plantearnos en serio el lugar que otorgamos a las calificaciones en la educación obligatoria.