¿En qué razones se sustenta la ausencia? Mientras el género registra un notorio crecimiento de ejecutantes jóvenes, la carencia de ámbitos privados donde su talento podría expresarse preocupa.
Chivo
El querido "Chivo" González.
“Chivo” González: “Cuando hay conciertos gratis las salas se llenan”
Para Rubén “Chivo” González, el saxofonista que es una auténtica leyenda del jazz local, ese vacío resulta inexplicable. “Cuando hay conciertos gratis las salas se llenan”, dispara, e interroga: “¿Por qué no hay empresarios que inviertan para reproducir ese fenómeno en un espacio privado? Desconozco la respuesta, pero lo que puedo decir es que resultaría muy necesario que esa tendencia, de una vez, se revirtiera”.
Rocío Giménez López: “No hace falta mucho”
En un rango generacional muy diferente, la pianista Rocío Giménez López también expresa su estupor, bien lejano, por cierto, del desaliento. “En la ciudad hay tres escuelas de música –comenta, haciendo referencia a la de la Universidad, la provincial y la municipal–, de donde salen numerosos talentos. Sin embargo, salvo valiosas excepciones, cuando intentan encontrar lugares donde tocar se tropiezan con un desierto. Es como si los médicos rosarinos no tuvieran hospitales donde trabajar…”, subraya, apelando a un contundente parangón. “No hace falta mucho para plasmar el objetivo –insiste–: un piano, una batería, un bajo. Y ni siquiera es imprescindible pensar en instrumentos eléctricos. El jazz también puede ser acústico”.
Enfática, Rocío sugiere que hace falta “impulso”, y que eso implica despejar la “maraña burocrática” que muchas veces se interpone en el camino de quienes quieren abrir un espacio con música en vivo. “Los que hacemos jazz creemos en esto”, se planta con orgullo. “Y ninguno de nosotros pretende hacerse millonario”, asegura, antes de abrir el abanico de la reflexión: “En esta época, donde todo parece haberse vuelto virtual, es más importante que nunca que existan espacios donde se privilegie el contacto humano. A la ciudad le haría mucho bien que hubiera más sitios under, donde los más jóvenes pudieran juntarse y así dejar de lado las omnipresentes pantallas”.
Julio Kobryn: “Ayudar a los potenciales inversores”
Desde otra veteranía, el saxofonista y clarinetista Julio Kobryn remarca que el hecho tiene razones múltiples: “La situación económica sin dudas influye, la gente no tiene mucha plata en el bolsillo que digamos. Entonces, no sé si todos los que llenan una sala cuando el espectáculo es gratuito pueden pagar el valor de una entrada. Pero la decadencia comenzó a producirse aproximadamente una década atrás y se profundizó de manera notable con la pandemia. Sin embargo, no hay que quedarse en la queja: yo creo que sin pedirle al municipio que se haga cargo de manera directa, acaso resultaría necesario buscar un modo de brindar ayuda a los potenciales inversores”. Reflexivo y a la vez entusiasta, Kobryn recuerda la ley de mecenazgo provincial como un ejemplo de injerencia estatal positiva en el desarrollo de las actividades culturales.
“Se podría, qué sé yo, financiar la acustización del boliche, que es barata”, lanza. “O poner tres pianos verticales en tres bares, pensar en un comodato por publicidad. En fin, acaso se necesite cierto grado de planificación para brindar estímulo a los privados: hay ciudades donde el jazz surge espontáneamente, como surge espontáneamente una peña en Salta o Santiago del Estero –comenta, risueño–, pero aquí tal vez haga falta un mayor grado de involucramiento por parte del Estado. Que nos convoquen a los músicos, además, que en el caso puntual del jazz somos los más fáciles del mundo”, cierra, sonriente, antes de ponerse más serio para agregar: “No es que en Rosario falte movida, pero a veces pareciera que la gastronomía es la protagonista excluyente”.
Sin dudas, la coyuntura no contribuye: desde el gobierno nacional baja con extrema dureza la línea de un Estado que se va ausentando cada vez más, en algunos casos de manera absoluta, de espacios donde su presencia resulta imprescindible. “Ajuste” es, tristemente, la palabra de moda a la hora de administrar. Y la cultura es la primera en sufrir las consecuencias.
Marcos Huertas: “¿A quién pueden molestarle cien personas escuchando jazz?”
El joven guitarrista Marcos Huertas está decepcionado por lo que sucede y lo plantea sin pelos en la lengua. Carece de esperanzas en torno a una posible participación positiva de los entes estatales y se conformaría, según confiesa, con que simplemente “no se pongan obstáculos”. “No puede ser que cuando algún boliche comienza a transformarse en convocante, rápidamente se encuentren razones para cerrarlo. Hay que proteger a la música de la ciudad. ¿A quién pueden molestarle cien personas escuchando jazz?”, se lamenta. Y también pone el dedo en la llaga cuando asegura que “a los mismos músicos a quienes no se les brindaron espacios cuando vivían en Rosario, cuando dejan la ciudad son elogiados y contratados. Resulta difícil entenderlo”.
Ernesto Jodos: “Leyes claras y realistas, y subsidios que ayuden”
Desde Buenos Aires, el consagrado pianista Ernesto Jodos hace un lúcido aporte: “Yo vengo a tocar a Rosario desde fines de los años 90 –recuerda–. En esa época, y durante largos años, hubo muchos conciertos que eran pagados por el Estado. Conciertos con entrada libre y gratuita. Los espacios privados (clubes de jazz, bares), que son los lugares naturales de esta música, no tenían apoyo, ni una legislación clara acerca de la habilitación. Creo que eso hizo que los pocos que había desaparecieran (pòr ejemplo, La Chamuyera). Cuando el Estado dejó de apoyar la cultura, la ciudad se quedó con una gran carencia de espacios. Eso pasó también en Caba, pero aquí los lugares para tocar proliferan. Luego de la tragedia de Cromañón se cambió la legislación y todo se hizo muy complicado. Pero los dueños de los lugares donde se hace música se juntaron en una suerte de cámara, desde la cual pudieron conseguir que un lugar para sesenta personas no fuera considerado con las mismas condiciones que un lugar para tres mil, y además consiguieron subsidios para insonorizar, comprar equipos y mejorar los espacios. Yo creo que desde el punto de vista de los empresarios, eso es lo que hace falta. Que se junten y hagan los reclamos correspondientes al sector: leyes claras y realistas, y subsidios que ayuden. Músicos hay un montón y muy buenos, dispuestos a tocar en lugares lindos, donde haya buen sonido y se brinde buen trato”.
Camilo Salvatierra: “Hay un pasado que para mí es inimaginable”
El multiinstrumentista rosarino Camilo Salvatierra representa a los más jóvenes y desde su veintena de años lanza una mirada crítica: “Comencé a tocar jazz en Rosario con 16 años, en 2022, en el Club de Maltas –cuenta–. Era casi el único lugar que había, y hasta su reciente clausura siguió siendo el único que programaba jazz semanalmente y que además tenía jam session. Según me cuentan las generaciones anteriores, supo haber en otras épocas de la ciudad diferentes big bands, muchas jams y una variedad de conjuntos de jazz. Y todo al mismo tiempo. Estas descripciones del pasado me trasladan a un paisaje que para mí es inimaginable, que está muy lejos de la actual realidad. Siempre toqué en el mismo par de lugares, y jamás en grupos que superaran los cinco integrantes. Y los ámbitos culturales oficiales de la ciudad siempre se nos mostraron no sólo inocuos, sino incluso adversos”.
Las voces plurales coinciden: la ciudad está huérfana de barcitos donde suene jazz. Y esa ausencia entristece a Rosario. Acaso sea hora de barajar y dar de nuevo, todos juntos, para encontrar un camino que se pueda transitar en común. La música no es un lujo, sino una de las máximas expresiones del alma humana. Y el jazz, vivo como nunca, necesita y merece espacios donde los rosarinos puedan disfrutarlo sin trabas.
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Nueva York-Madrid-Tokio-Rosario
Por Horacio Vargas
La primera vez que pisé el santuario del jazz, me temblaron las piernas. Primero porque había llegado al club de jazz más importante del mundo: Village Vanguard. Datos para el viajero: los cambios van y vienen en el barrio West Village de Manhattan, pero el club ubicado en el 178 de la Séptima Avenida Sur desde 1935 sigue siendo un punto de referencia cultural turístico de la ciudad de Nueva York. Una escalera conduce al sótano más preciado de la ciudad. El templo donde tocaron (y grabaron) John Coltrane, Bill Evans, Sonny Rollins… El club que resistió que la tierra sagrada fuera usurpada para que se levantara una construcción de departamentos. También me temblaron las piernas porque debajo del piso del club corre la línea 1 del subte y su sonido atraviesa mesas, vasos e instrumentos. Y a ninguno de los aficionados que escuchan embelesados el sonido del swing les molesta ese ruido.
Nuestra sobrina vive en Madrid. Su pareja toca el saxo. Estamos con mi mujer alojados en Lavapiés, un barrio multicultural. Nos invita a escuchar jazz esa noche de primavera. Decidimos encontrarnos en la esquina del club de jazz más famoso de Madrid. Sus mesas son pequeñas, no tiene el clima del Vanguard, es una vieja casona adaptada y en un rincón –porque los músicos siempre tocan en una esquina del bar– hay un piano de cola, un contrabajo e instrumentos de viento. Las mozas levantan los pedidos de los clientes. Y nosotros cuatro, acompañados de tapas y pintas, esperamos que empiece la función en un costado del club, que está atiborrado de gente. Eso fue hace tiempo. Ahora leo que las dueñas han decidido cerrar sus puertas el próximo 12 de octubre. Y esperar –atentas– un comprador. No habrá más esquina del jazz y la plaza del Ángel, cuarenta años después, en el centro de Madrid, se llenará de silencios.
Me acordé tanto del joven Haruki Murakami, aquel que regenteaba algo parecido a un club de jazz cerca de la estación de Sendagaya, en Tokio. Ponía discos de su colección y atendía a la clientela junto a su compañera. Era un local que tenía espacio para un piano de cola. Durante la semana funcionaba como bar y los fines de semana se programaban actuaciones en vivo. Peter Cat se llamaba el club –en homenaje a su gato–, y fue también su primer lugar en el mundo para escribir, en una primera planta de una esquina de Japón.
Y un día, nosotros también tuvimos un piano (prestado por el querido Mariano Ruggieri), una disquería, un tiempo. Se cumplía un deseo: tener un club de jazz en Rosario. Se llamó Paraphernalia –en alusión a un disco vanguardista de Miles Davis-, estaba ubicado en calle Rioja casi Sarmiento. Lo dirigía mi hijo Sebastián, con pasión, profesionalismo y buen gusto y por él pasaron tantos músicos locales, nacionales e internacionales de jazz que no dudaban en recomendarlo a propios y extraños. Pero el sueño se acabó a los tres años de funcionamiento. La ambición comercial del propietario del local a la hora de renovarnos el alquiler nos obligó a partir. Ahora hay allí un cartel que anuncia “yoga y meditación”. Lo miro desde la vereda de enfrente, como tomando distancia para apaciguar tanta melancolía.