No lo conocía personalmente. Apenas de lejos, en algún acto literario, había entrevisto esa figura de tímido incurable, con sus eternos anteojos de marco grueso.
No lo conocía personalmente. Apenas de lejos, en algún acto literario, había entrevisto esa figura de tímido incurable, con sus eternos anteojos de marco grueso.
Un lejano domingo de hace treinta años, Gary Vila Ortiz tuvo un ataque de locura y abrió el suplemento literario de La Capital (antecesor, lector, del que usted tiene ahora entre sus manos) con tres poemas inéditos brotados de mi irreverente pluma juvenil, ilustrados por el Gaucho Beas. El diario, todavía, era tamaño sábana.
Y el lunes a la mañana, en la librería en que por entonces yo trabajaba —Lett, justo enfrente del diario, que manejaba el querido y ya también ido Pablo Manzanel— alguien dejó un extraño sobre en el que se leía mi nombre.
En su interior, dos hojitas de papel rosado cobijaban un fervoroso y fundamentado elogio de los poemas, escrito a mano. La firma al pie era la de Alberto Lagunas, el tímido.
A partir de ese generoso puntapié inicial, típico de la nobleza de Alberto, se creó entre nosotros una espaciada amistad, que en los últimos años se fue diluyendo entre los respectivos compromisos y la divergencia de nuestros rumbos.
Lagunas era poseedor de una refinada cultura literaria. Había leído todo lo que ya no se lee. Y era, esencialmente, un fanático de la belleza. Un ser fuera de época, sin dudas.
Le costaba horrores la convivencia con el universo práctico. En décadas anteriores, el país abrigaba de otra manera a los tipos como él, soñadores por antonomasia. Pero después de las grandes crisis económicas, la implacabilidad social fue creciendo. Y por ende, también el desamparo de los más puros.
Alberto recordaba siempre con nostalgia sus amistades literarias porteñas. Supo tutearse con varios de los más famosos, y tenía adoración por Silvina Ocampo. Allí, en los cenáculos exquisitos, se sentía comprendido y cobijado, algo que nunca pudo lograr en esta ciudad.
Su bondad personal no tenía fronteras, e iba en paralelo con su amor por la literatura. La poesía, especialmente, se había convertido en su refugio: era capaz de pasarse horas hablando de Baudelaire o García Lorca. Y terminó volcándose a ella, pese a que el reconocimiento que obtuvo como escritor había sido gracias a su prosa.
Otro de sus grandes amores era el cine. De poder, hubiera vivido dentro de uno.
Su solitario final tiene, acaso, correspondencia con la tendencia al aislamiento que signó toda su vida, rasgo que con el paso de los años se fue acentuando.
Lo recordaré, tal vez, con un sabor agridulce en la boca, pero con la certeza absoluta de que su talento y legitimidad perdurarán.
Te doy las gracias, Alberto. Vos también, ahora, estás entre las ausencias.