De pronto, sin aviso, la peste golpeó a la ciudad. La muerte —inesperada— se llevó a muchos. Los sobrevivientes se encerraron: fue la época del miedo. Todos estaban separados, y recelaban los unos de los otros. Nadie hablaba con nadie.
De pronto, sin aviso, la peste golpeó a la ciudad. La muerte —inesperada— se llevó a muchos. Los sobrevivientes se encerraron: fue la época del miedo. Todos estaban separados, y recelaban los unos de los otros. Nadie hablaba con nadie.
Ellos eran dos: una mujer y un hombre. En su piel podían verse todos los colores y también todas las edades. Eran negros, blancos, rojos, amarillos. Y eran niños, viejos, jóvenes, adultos. También, adolescentes. En sus cuerpos, además, convivían todos los géneros, y brillaban todos los deseos.
Se miraron. Y por esa única vez, se quitaron el barbijo. Ningún virus extraño surgió de sus bocas, sino la misma palabra. Se miraron de nuevo, sorprendidos, y la repitieron. Después, ya sonriendo, la gritaron a coro. Fue así que, por fin, los escucharon.
Algunos se aferraron, temerosos, al dinero que ocultaban en los bolsillos. Otros, simplemente, les dieron la espalda. Y muchos más, aviesos, los insultaron en voz baja. Pero la mayoría, sin embargo, los siguió. Iban diciendo —todos a la vez— esa hermosa palabra, que habían olvidado durante tanto tiempo.
Hace ya siglos que la peste se fue. Pero la palabra aún sigue viva, y en la ciudad se la repite año tras año, el mismo día. Esa palabra los había salvado.
Existen varias y contradictorias versiones al respecto, aunque la más creíble asegura que la palabra era: “juntos”.