—Todo comenzó como una anécdota de sobremesa en una cena familiar en la Navidad de 2018. Esa noche escuché por primera vez la historia de Miyamoto. El relato lo sostenían dos personas que habían convivido un tiempo con él: los hermanos Eduardo y Marily Oliva. Sus padres, Eduardo y Chicha, habían adoptado al viejo japonés luego de que sufriera un ataque de corazón. Se lo llevaron a vivir con ellos durante un año, hasta que Miyamoto decidió volver a Japón para reencontrarse con su familia. Miyamoto lo había bautizado “padrino” a Oliva padre por su carácter benefactor y protector. Esa noche me contaron lo de la mujer embalsamada por Katsusaburo, lo recordaban con mucho cariño. Quedé fascinado. Cuando volvimos a casa le dije a mi mujer que algún día iba a escribir un libro con esa historia. Todo cambió cuando recibí un llamado telefónico mucho tiempo después de la nieta de Oliva y sobrina directa de mi mujer. “Tío, tengo algo para vos”, me dijo, intrigante y sonriente. Su abuela Chicha le había dado un tesoro que guardó durante mucho tiempo en su casa. En plena renovación de su casa, Romina encontró lo que le había dado su abuela: una vieja maleta de inmigrante, pero no era cualquier valija porque en su interior estaba… ¡el archivo de Miyamoto! Fotos, documentos de identidad, medallas, cartas y anotaciones en japonés, un cuaderno de tapa negra, una suerte de diario con textos en español sobre temas de ciencia. “Los estoy leyendo, era un filósofo”, me dijo Romina. Un día ella llegó a casa con la valija y me la dio a modo de donación. Ahora sí tenía material para empezar el libro. Cuando llegó la pandemia a nuestras vidas, mi normalidad pasó por estar muchas horas por día sentado frente a la computadora escribiendo, borrando, editando, reporteando, soñando con Miyamoto, imaginando su tono de voz, desechando. El libro es, también, fruto de esa cuarentena.
—Imagino que la escritura de Mi obra maestra implicó un arduo trabajo de investigación. ¿Cuáles fueron las estaciones de ese camino?
—Ya te conté la primera y sorprendente parada, a veces pienso que esas coincidencias, familiares en este caso, solo pueden pasar en esta ciudad de cercanías. La segunda estación fue dar con una muchacha japonesa que se encargó de las traducciones al español, realmente ella hizo un trabajo maravilloso. Me contacté con diversas fuentes –en Rosario, en Buenos Aires, en Tokio— y con todo el material reunido decidí el tono del relato. Sería una biografía con elementos de la No Ficción. Es un género en el que me siento cómodo. También me iluminó una frase atribuida a David Viñas, que dice “no hay historia sin contexto”. Por eso están en los capítulos del libro la Buenos Aires del Instituto Bacteriológico, donde trabajó Miyamoto apenas llegó a la Argentina de Yrigoyen, la Rosario de la Década Infame y su desempeño como veterinario en el frigorífico Swift, las momias rusas y las otras, la muerte de Evita, el golpe del 55 y el pino de San Lorenzo, la Fundación Rockefeller detrás de la fórmula con la que Miyamoto embalsamó a Teresa, su mujer rosarina, el museo de anatomía y las cartas que cruzaba con su discípula de bonsái… El libro además pone las cosas en su lugar en cuanto a errores históricos que viejas y nuevas crónicas sobre Miyamoto se encargaron de reproducir sin demasiado rigor periodístico.
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El doctor japonés junto al cuerpo de su querida esposa. (Colección Chiavazza. Archivo de Fotografía de la Escuela Superior de Museología).
—Contame algo sobre el episodio que involucra a Perón y el cuerpo de Evita.
—Uno de los datos reveladores que contiene el libro tiene que ver con ese asunto. Tras la muerte de Eva, Teresa de Miyamoto le escribe una carta a Perón donde ofrece los servicios de su marido, específicamente ofrece el preparado de Miyamoto para conservar el cuerpo. Perón responde la carta y agradece la propuesta, pero le aclara que el servicio estaba ya encomendado al doctor Ara, quien también tenía su método propio. Pero cuando Perón se preocupó por el estado del cuerpo de su mujer, recordó aquella carta desde Rosario y mandó a dos hombres a convencerlo a Miyamoto para que viajara a Buenos Aires… El resto está en el libro, jaja.
—El libro, justamente, se lee como si fuera una novela…
—Me encanta que digas eso. La historia de Miyamoto es interesante y poderosa. Si es una biografía novelada, ¿es literatura, entonces? Para mí lo más importante es el estilo, cómo narrar. Como diría Cortázar, la escritura debe mantener un swing, un tiempo, un interés para que el lector se aferre al libro y no lo suelte.
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Horacio Vargas: Rosario como búsqueda permanente.
—Pero, sin embargo, tu formación es periodística.
—Sí, mi formación es periodística, soy de la generación que se formó en las redacciones, en las lecturas obligadas y en las charlas luminosas en los bares. Llevo casi cuarenta años trabajando en la prensa gráfica. Me hice periodista porque me gusta el oficio de ver, oír y narrar, aún tengo curiosidad por el mundo nuestro de cada día.
—¿Evaluás la posibilidad de ingresar en la ficción?
—Supongo que se podría dar naturalmente si encuentro una gran historia. Pequeño detalle. Hasta ahora he escrito varios libros biográficos (Fito Páez, Carlos Reutemann, el Negro Fontanarrosa), uno de historia local (el día que incendiaron el Rosario en 1819), uno de crónicas publicadas en Página/12 y Rosario/12, y he recopilado dos libros con textos de jazz de numerosos autores. Salvo alguna excepción, los libros fueron bien recibidos por la prensa y el público.
—Me gustaría que echaras una mirada sobre Rosario: que intentaras, si se puede decirlo de esa manera, atrapar su esencia en un par de frases.
—Rosario es mi ciudad, mi lugar de vida, cuando tuve el ofrecimiento de ir a trabajar en Buenos Aires dije que no. Me quedé para oler el río marrón, tomar sangría en La Florida con los atorrantes del barrio, gritar, putear, llorar y amar por Central, por la mujer de todos los días y los hijos que llegaron y volaron, por la gente querida. Es la ciudad que narro continuamente.
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Así escribe. Adelanto exclusivo de “Mi obra maestra”
El recienvenido
Por Horacio Vargas
El frigorífico River Plate Fresh Meat de Campana, en el norte de la provincia de Buenos Aires, fue su nuevo destino en 1926 como inspector veterinario del Ministerio de Agricultura de la Nación. Fue una breve experiencia. Su destino final era Rosario. Compró su boleto de tren y esperó la hora señalada para abordar el vagón de Ferrocarriles Central Argentino.
Un murmullo sacude el andén y al recién llegado, al recienvenido. Los pasajeros contemplan La Emperatriz, la locomotora que venía de marcar un récord de velocidad en un viaje a Rosario: salió de Retiro a las 3.39 y a las 7 en punto de la mañana entró a la estación Rosario Norte. Al bajar del tren con su valija raída, Miyamoto mira a su alrededor, gente en tránsito —árabes, polacos, rusos, alemanes, franceses— en busca de reencuentros y abrazos familiares, mientras un barullo constante proviene desde las calles aledañas a la estación. No sabría hasta un tiempo después que ese barrio, conocido como Pichincha, era la expresión de la “mala vida”, con los farolitos rojos en las puertas de ingreso al paraíso prostibulario de Madame France, El Gato Negro, Moulin Rouge, Internacional, El Elegante, Petit Trianon, Mina de Oro, Madame Safó, donde conviven clientes burgueses, políticos e impasibles jefes de policía que supervisan el negocio junto a guapos como el Paisano Díaz.
Nadie lo espera en el andén. Sin embargo, un desconocido se le acerca y le pregunta si busca habitación. Desconfía de él, que además habla un español atravesado por costumbrismos inentendibles.
—Tengo una aquí cerca. Es un conventillo donde hay gente de su nacionalidad —abunda en detalles el hombre.
Lo ignora y se interna en las oficinas de la estación de trenes. Recuerda entonces las sugerencias de sus excompañeros del Instituto Bromato- lógico de Buenos Aires: lo primordial es conseguir una pensión barata y cercana al nuevo lugar de trabajo. Se instala en una precaria habitación de calle Corrientes 1964 con los pocos bártulos que arrastra. Su habitación es pequeña, húmeda. Ha pagado una renta acorde con el dinero disponible, que le permitirá vivir allí hasta encontrar otra habitación.
Cuatrocientos mil habitantes tiene El Rosario en 1926, el cuarenta por ciento es nativo; el resto es una suma amplia de inmigrantes, como Giovanni Piermattei, nacido en Parma, Italia, el primer veterinario de la ciudad. La flamante Oficina de Higiene Pública tenía bajo su control la inspección de los establecimientos insalubres en el siglo XIX que dio lugar a mayores controles higiénicos de mataderos a partir de la fundación de la Asistencia Pública y las oficinas especializadas: Laboratorio Bacteriológico, Oficina Química, Inspección Veterinaria de Mataderos y Tambos. El 30 de mayo de 1884, el Concejo Deliberante nombró a Piermattei encargado de la inspección de carnes destinadas a la alimentación pública. Su trabajo consistía en revisar la hacienda del matadero del mercado sur, aprobar las matanzas para consumo de carne de la población y advertir sobre los riesgos que implicaba para la sociedad la ausencia de controles.
—Hay carne contaminada con carbunclo que va a ser destinada a presos y soldados —advierte a los que quieren escucharlo. Se trata de una bacteria grave en los animales, contagiosa para los hombres y que en el futuro sería conocida como ántrax.
—Usted nos ha hecho comprender la magnitud del problema de la sanidad animal —respondían para congraciarse con el doctor Piermattei.
—Soy un simple servidor público.
Siete meses después de su nombramiento, luego de rechazar el pedido de los abastecedores de faenar cien animales, el joven Giovanni aparece muerto al lado de su caballo, a pocos metros del matadero público. Eso informa el comisario a la prensa. ¿Un experimentado hombre de a caballo se cae del alazán? El intendente evita iniciar un sumario interno. No pregunta por la identidad de los que estaban ese día en el lugar ni quiere saber los nombres a los que Giovanni les había rechazado el ganado. Un juez ordena la autopsia que nunca se realizó. El diario La Capital sostiene la hipótesis del homicidio. “Lo mataron, así de corta”, me remarca el doctor en Ciencias Veterinarias Ricardo Vecchio, quien se propuso hacer un aporte a la historia de la veterinaria argentina sobre el primer mártir de la profesión. Encontró el nicho (destruido) del joven doctor italiano en el cementerio La Piedad, tuvo el apoyo necesario para pedir su reconstrucción y la exhumación de los restos. Entonces se confirmó que Piermattei había muerto por un golpe en el cráneo. Hoy su nombre es parte de la memorabilia, un espacio diferente dentro del cementerio, un escenario con valor y sentido de pertenencia concebido desde y para la memoria: una placa recordatoria en el muro del Paseo de los Ilustres del cementerio rosarino, el nombre que identifica al Instituto Municipal de Salud Animal, y también un título para la historia local: Ciudadano Distinguido Post Mortem.
***
Un pequeño cartel advierte que está por ingresar a la oficina de la Dirección General de Ganadería. Un burócrata lo recibe con frialdad y lo invita a sentarse. Miyamoto extiende sobre el escritorio una carpeta con sus antecedentes. El empleado jerárquico lee: título de veterinario en Japón, experiencia en Instituto Bacteriológico Argentino, cartas de recomendación de sus directores…
El jefe cierra la carpeta.
—Muy bien. Su cargo será Ayudante Veterinario del Ministerio de Ganadería de la Nación, deberá examinar a todos los animales que lleguen con vida al frigorífico Swift y también después de la matanza. La higiene sanitaria estará bajo su responsabilidad —le anuncia y le extiende un pequeño carné oficial de la Dirección de Inspección de
Carnes y Derivados con la impresión de su nombre y apellido, una foto de frente, su firma, un número (el 250) de empleado público. Y una cita legal del director de la oficina al pie: “Lo que hago constar a fin de que sea reconocido en el carácter expresado y que las autoridades se sirvan prestarle su concurso”.
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Miyamoto junto a sus bonsai. (Archivo familia Miyamoto).
Todas las mañanas aborda el tranvía que lentamente inicia el largo trayecto hasta la puerta de la fábrica. Centenares de trabajadores y trabajadoras se agolpan para ingresar y cumplir con su rutina. Otros, los desocupados, esperan que llegue el capataz al punto de ingreso y con una señal convoque a algunos de ellos para trabajar un par de días. En el guardarropa de hombres se viste de blanco, como todos, se coloca el guardapolvo, se acomoda la gorra y se calza las botas. En su marcha hasta la oficina de control sanitario de los animales donde se realiza la faena diaria, observa los corrales, la playa de matanza, los lavaderos de carnes, el departamento de grasas, la cancha de golf para los “gringos”, el muelle, observa el lento caminar de los que vienen del frío europeo —polacos, rusos y búlgaros— hacia las cámaras frigoríficas, entre los mil operarios que se encargan del faenamiento, escucha idiomas y dialectos que le resultan extraños. Le costará poco tiempo darse cuenta de que él también es un extraño.
Sueña con los animales colocados sobre mesones donde son noqueados con una maza, sueña que sacan las lenguas de las bocas, inconscientes, sangran, patalean… Observa al cuereador que se encarga de garrear patas y manos con sus cuchillos afilados, desprender el cuero de la panza, los cuartos, la grupa, quitar la cola; al bajador que toma la res y saca cueros, extrae las menudencias y corta cabezas; a los lavadores que supervisan que estén limpios los carneados antes de que el clasificador los pese en las balanzas y amarre cordeles en los garrones delanteros. ¿Cuánto dura el proceso de matanza? ¿Cuánto dura este sueño? La matanza no ha terminado. El estómago y las tripas van a parar a unas mesas por medio de canaletas, una noria que da vueltas continuamente devuelve los animales a operarios que separan riñones y grasa. Un animal está colocado en un gancho pero antes de que sea introducido en la cámara de congelación, el inspector Miyamoto despierta y se sobresalta en la cama de una habitación de un hotel sin nombre.