En la planta alta del Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino quedó habilitada el pasado viernes la muestra El espejo, donde se exhibe una serie de obras en las que el artista plástico Rodolfo Elizalde trabajó hasta poco antes de su desaparición, ocurrida en octubre de 2015.
Es de destacar que si bien Elizalde nació en Bahía Blanca, desde muy joven se radicó en Rosario, y luego de una decisiva frecuentación del taller de Juan Grela y de incursionar en movimientos de vanguardia, como Tucumán Arde y el Ciclo de Arte Experimental, desarrolló una infatigable labor en el campo de la producción pictórica, actividad que sostuvo hasta el final de su vida y que le valió constituirse en uno de los exponentes más calificados en el arte de la ciudad y su región.
Entre las varias temáticas que el artista abordó a lo largo de su prolongada carrera: el paisaje urbano y rural, los planteos geométricos o los motivos vegetales y florales de su último período, las pinturas que conforman esta muestra inauguran el registro intimista de trece interiores de su vivienda, con el enigmático agregado de un espejo reflejando su propia imagen.
El tema del espejo fue precisamente el que se adoptó como eje para diseñar el guión curatorial de la exposición, y es por eso que en el texto que prologa su catálogo se señala:
"El usar un espejo para poder autorretratarse ha sido un lugar común en la historia del arte: lo que no es común es incorporar en el cuadro el espejo utilizado, «revelando el truco» o, mejor dicho, empleando el truco como un aventurado recurso expresivo, tal como lo hace Federico Fellini en aquella película donde se da el lujo de ir alejando paulatinamente la cámara, hasta desplegar ante el espectador azorado la totalidad del plató de filmación. Tanto ese gesto de Fellini como el de Elizalde implican desmontar el artificio, para que sea el arte el encargado de hacer visible esa realidad más profunda que pareciera latir, con insistencia, bajo el velo de lo meramente aparencial".
En lo que hace a los aspectos estrictamente formales, cautiva la libertad con que Elizalde ha puesto aquí en entredicho los dictados de la perspectiva tradicional —ya sea adoptándolos a medias, desechándolos de plano, e inclusive suplantándolos por la perspectiva inversa de las culturas orientales—, sin que esa pluralidad de criterios suene nunca como una nota discordante, o lesione la coherencia del conjunto de las obras.
Y si a estas audacias les sumamos la supresión de todo modelado y de toda sombra arrojada, así como la desprejuiciada manipulación de las escalas reales y sus consiguientes correlaciones —por ejemplo en las plantas de un fabuloso jardín, cuya hipertrofia lo torna curiosamente amenazante—, el resultado será que todas las escenas transcurren en una suerte de primerísimo plano frontal, articulado solo en base a una exquisita gama cromática, distribuida con franca pincelada y combinada con esa infalible maestría que únicamente se adquiere tras la práctica ininterrumpida de un oficio largamente ejercitado.
Trece visiones de un entorno inmediato sobre el que Elizalde posó una inquisitiva mirada, más el ardid de legarnos, en lugar de su autorretrato, su reflejo, son razones más que suficientes para visitar esta muestra de pintura, que es de una calidad plástica superlativa, y sobre todo si a ello se suma el que se haya incorporado al montaje de la misma el verdadero espejo que sirvió de modelo al artista, como una forma de subrayar y de ahondar, desde el encuadre curatorial, el misterio que rodea su último y más sensible mensaje.