Un grito de la madre los separó. Pinto aprisionó su fortuna, dió un gracias entrecortado, y corriendo, se metió en la casa.
—¡Cuántas veces te he dicho que no te quiero ver con ese viejo de m...! ¡Yo me mato trabajando para que no me pagués más que con desobediencias! ¿No sabés que a tu padre no le gusta el tipo ése? ¡Presumido y loco! Desprecia a todos y no tiene dónde caerse muerto! ¡Como te vuelva a ver con él te voy a romper el alma! ¡Andá a comer, mocoso!
Pinto apretaba las chapitas en su bolsillo. Sabía que era inútil intentar una defensa. Pasó delante de la madre comprimiendo el cuerpecito, y penetró en la cocina.
Pinto no entendía nada de todo aquello. Don Guillermo era el único que le regalaba chapitas. Cuando la madre volvió a entrar ya había cortado su rebanada de pan y la sopaba calmosamente en el café.
Don Guillermo echó a andar calle abajo. Las palabras de la mujer le bailaban alrededor del rostro como moscas. Después de todo, ¿no sería él eso nada más? ¿Cuántas veces había prometido dejar todo aquello y huir? Hacía memoria tratando de ubicar exactamente el momento de su llegada a aquel lugar pero le era imposible. De aquellos tiempos sólo recordaba a Ethel, su hija, la que lo había acompañado. Luego, nada más que una rabia sorda que oscurecía los recuerdos, un deseo pe- rentorio de huir, y un sentirse atrapado, ligado para siempre a todo aquello. Y entonces, el odio. Don Guillermo odiaba a toda la gente que lo rodeaba. Se sentía además por sobre ellas, porque él había tenido su educación, y había sido un hombre respetable. ¡No un viejo de m...!
Se había detenido en el centro de la calle, gesticulando, como si tratara de convencer a algún invisible interlocutor. Del boliche, salieron dos hombres riendo a carcajadas. Metió las manos en los bolsillos, avergonzado, como si quisiera ocultar algo, y apresuró su paso. No acertaba a comprender cómo permanecía allí tantos años después de la muerte de Ethel. Algo extraño lo dominaba, lo había clavado en esa calle, y hasta le había dado con qué disimular su esclavitud: Pinto, el hijo de García.
Llegó a su casa. Empujó con el pie la puerta de madera, y antes de entrar, echó una mirada hacia el fin de la calle. Esta terminaba de pronto frente a la mole oscura del paredón de la refinería; en realidad, se continuaba por el mezquino pasillo que llevaba a los obreros hasta el puerto. Detrás del paredón, estaban las oficinas y los grandes galpones, y más allá, el río, por donde escapaban los barcos; el río, que poblaba de brisas frescas las tardes chatas y aburridas del caserío. A un costado de la calle, en un espacio abierto, se levantaba la alta torre de hierro, que extendía hasta el edificio principal, los dedos largos y
numerosos de los cables eléctricos.
Durante años había visto todo aquello indiferentemente, pero hoy, le parecía sórdido. Las cosas eran más grises y sombrías que nunca. Imaginó los grupos de hombres y mujeres que caminarían por esa calle a la salida del trabajo, y pese a sentirlos cerca suyo, le parecieron alejados y pequeños, como se ven las multitudes a la distancia. Nada le representaban las palabras ni los gestos. Los hombres y las mujeres se movían como en las películas mudas, dándole la sensación de estar rodeado de gente que pasaba a su lado, sin comunicarle nada, sin mirarlo siquiera. Por primera vez estaba anonadado. El corazón le palpitaba velozmente, y una angustia sorda, casi llanto, quería atraparle la garganta.
Haciendo un esfurezo entró en la casa. De la vieja lata del tabaco extrajo unos pesos, todo lo que le quedaba, y volvió a salir. El paisaje seguía siendo el mismo, pero ahora, las cosas hablaban, se llegaban hasta él, rodeándolo como algas, le inundaban con un rumor incontenible y sin sentido, y todas tenían la voz desagradable y chillona de la madre de Pinto.
Hacia el oeste, la calle se ofrecía abierta y extendida hasta el horizonte. Casi echó a correr.
¿Qué podía importar Don Guillermo para aquel grupo de gente que vivía a su alrededor? Más de una vez les había gritado su desprecio, y su vergüenza de vivir entre ellos. Porque Don Guillermo despreciaba a aquellos estibadores y mecánicos, ni muy limpios ni muy habladores, tanto como a sus mujeres. Tal vez otra clase de gente hubiera comprendido que Don Guillermo era un hombre a quien había que compadecer. Un pobre hombre, en cuyo fondo vivía un tremendo problema desconocido e insoluble. Pero esta gente está muy ocupada; la faena es larga y agotadora, los hijos son muchos, y el hambre, una amenaza permanente. Sus días transcurren monótonamente, reglados hora a hora por el pito de la refinería.Y no tienen tiempo para problemas complicados. Los dramas de sus vidas se resuelven a grandes trazos, y cuando algo se presenta sin solución, duerme en un fondo oscuro e irreconocible, sumándose a una marea de sentimientos, que cuando estalla, encuentra su forma precisa de dolor sentido pero inexpresable, en la fuerte crudeza de un insulto.
¡Viejo de m...!
Don Guillermo sabía bien que le pagaban con la misma moneda; sin embargo, nunca el insulto le había dolido así, haciéndole experimentar ese deseo de echar a correr hacia el fin la calle. A las tres cuadras entró a un boliche. Mientras le servían después de pagar por adelantado, trató de ordenar el torbellino de sus pensamientos. Comenzó a beber pausadamente.
¿Habría fallado su plan? ¿Significaba todo aquello que no se estaba liberando como supuso cuando tramó lo de los barcos? No, claro que no. Todo ocurriría, sin duda, como lo había planeado. Sólo tendría tiempo para contarle el secreto a Pinto. Volvió a llenar el vaso. Poco a poco, una dulce tranquilidad lo invadía. Tomó el contenido casi de un trago. Por tercera vez, llenó el vaso con la satisfacción del que hace una cosa bien hecha. Como ocurre a los que no beben habitualmente, comenzó a invadirlo un delicioso desfallecer, algo así como un largo desperezamiento de todo su cuerpo. Sonriendo, volvió a beber. ¿Cómo —se pregunta— había podido caer en la desesperación de unos momentos antes? Todo estaba bien. Miró con simpatía cuanto le rodeaba. Ahora sí sabía que era libre. No le molestaba nada de todo aquello; estaba en otra parte, y era feliz.
Se levantó para salir. ¡Qué círculo dulce y amable! Tenía ganas de tocar las cosas, una ansiedad por palpar el mundo físico a su alrededor. Tornó hacia el mostrador, y se encontró con la mirada del bolichero, a quien sonrió haciendo un gesto con la mano. Este hizo castañetear los dedos, y pronunció palabras incomprensibles:
—A casa, viejo, vos no querés más leche.
Asintió, y se volvió para salir. Algo tenía que hacer, urgentemente.
Afuera, el cielo se había poblado de nubarrones, y un viento fuerte campeaba en la calle desierta. Varios hombres entraron, tropezando con él.
—Se viene, ¿eh?
—Se viene.
Era necesario llegar rápidamente. Encorvándose contra el viento, fue al encuentro de Pinto. Tenía que estar donde siempre. Se llegó hasta la torre y lo encontró llorando junto al paredón. Alzando la vista, descubrió el barrilete atrapado por el viento y apresado en la torre.
Claro que no le habían pedido nada. No era necesario. ¿Había acaso algo más hermoso que esos dos ojos imploradores de Pinto? ¡Qué hondo y de qué manera le llegaban!
Pinto lo miraba asustado; el hombre se inclinó hasta hacerle sentir el aliento, como si quisiese escudriñar más allá de su pupila, luego se apartó, pareció medir un instante la torre, y comenzó a subir.
Una vieja felicidad, como sólo había sentido en otro tiempo, le embargaba el espíritu. Iba a hacer algo simple, pero hermoso. Era como pagar de una sola vez, una deuda de muchos años. Un torbellino de ideas se encontraban y chocaban en su interior, pero a través de todo, intuía la luz. La luz se dibujaba en la sonrisa clara de un niño.Cayeron unas gotas, y apresuró la ascensión. De pronto, por sobre el viento, el pito del expreso cortó la tarde. El mismo del tren de todos los días. Siguió con la mirada aquella fila veloz de vagones, que en la curva parecía un látigo, y la mirada se le fue con el último vagón, como queriendo atrapar en la retina una huida maravillosa. Entonces le pareció que algo partía de él, para siempre. Volvió el rostro, profundamente desconsolado, y fijó la vista en el suelo. Ya no le era posible continuar. Algo candente andaba por sus venas, le agarrotaba los dedos, pesaba en el estómago. Sintió necesidad de vomitar, y lo hizo. Insensiblemente, sobre el hierro mojado, los dedos resbalaron, y cayó. Una vez los pies dieron contra el hierro, después la cabeza chocó violentamente, y sintió en el rostro la caricia de la gramilla mojada. El mundo se redujo entonces a una idea obsesionante, como una serie de círculos concéntricos, penetrándolo hasta herirle: contarle el secreto a Pinto. Pero ni tiempo tuvo para eso. Había huido definitivamente.
Pinto también oyó el pito del expreso, y presuroso, corrió hasta un alambrado a través del cual podía verlo pasar. Y también su mirada se fue prendida del último vagón. Luego quedó muy serio, imprimió al brazo derecho un movimiento mecánico, y el índice enhiesto subía y bajaba, metiéndosele entre los cabellos. Emitió después un silbido agudo, y echó a correr.
¿Quién le hubiera dicho a Pinto, que no era él mismo una piafante y lustrosa locomotora?