Cristina es una dirigente inteligente y preparada, dueña de una excelente oratoria y una memoria privilegiada. Pero sus discursos no entusiasman, no emocionan. Quienes la escuchan no entran en éxtasis como acontecía con Eva Perón. Por el contrario, su voz y su gesticulación configuran la imagen de una mujer petulante y soberbia para amplios sectores del pueblo. Además, llegó a la presidencia sin esforzarse demasiado. La buena administración de su antecesor y, fundamentalmente, la fragmentación de la oposición no hicieron más que allanarle el camino a la Casa Rosada. Una vez en el poder Cristina tuvo dos opciones: por un lado, ejercer la presidencia bajo el paraguas protector de Néstor Kirchner; por el otro, ser la genuina primera mandataria, ser la mujer a quien eligieron millones de argentinos para que manejara el timón de la República. En mi opinión, Cristina ha sido desde el 10 de diciembre de 2007 hasta la fecha una presidenta "Kirchner-dependiente", una presidenta que se ha limitado a viajar al exterior y salir en televisión para inaugurar obras públicas o criticar al campo. Pero en estos momentos tan delicados que nos obligan a vivir necesitamos imperiosamente a una Cristina que imponga su autoridad, que gobierne en compañía de ministros elegidos por ella, que tenga la fuerza necesaria para denunciar con nombre y apellido a los supuestos desestabilizadores y golpistas y para reconocer la existencia de la inflación, la inseguridad y la pobreza. En definitiva, necesitamos imperiosamente a una Cristina que sea presidenta de verdad.