De pulóver rojo algo gastado, camisa de jean y cabello engominado peinado para atrás y pasando el cuello de la camisa, Hernández Larguía responde todo lo que se le pregunta, en un contrapunto rítmico con la mejor armonía.
—Hace pocos días murió Estela Raval y la última palabra que pronunció fue "música". ¿Qué significa la música para usted?
—Para mí la música significa la vida, es obvio que me he dedicado a ella, para mí es lo principal.
—¿Por qué se dedicó a la música y no a otra actividad más convencional?
—Yo tuve la suerte de tener un padre y una madre, a quienes le gustaba mucho la música, y además mi abuelo tocaba la mandolina y la flauta. A mi padre le gustaba mucho la música, él era arquitecto y trabajaba en el estudio donde siempre había música. Uno de sus empleados tenía que ocuparse de que la vitrola estuviera en funcionamiento permanente. Yo era muy compañero de mi padre y él siempre tuvo el estudio en casa. Yo estaba todo el día en el estudio, me imagino que le habrá jorobado bastante, por decirlo de una manera elegante.
—¿Recuerda qué discos escuchaba en esos días?
—Mire, yo tenía mis discos preferidos, que después, con los años, descubrí que eran discos de coro. Y como a mí me gustaban tanto, mi padre me hizo una plataformita con escalerita para que yo pueda llegar a esa vitrola, que estaba alta, y le pueda dar cuerda. Yo era un chico, tenía cuatro años. Mi primer recuerdo de infancia es música. En este momento estoy viendo la etiqueta del disco, era un coro de cosacos rusos de Ural, y en la etiqueta estaba el alfabeto cirílico.
—¿Cuál era la música más habitual que se escuchaba en ese entonces?
—Se escuchaba tango, "Ladrillo está en la cárcel", "Madreselva", "El día que me quieras", no me acuerdo.
—¿Y cómo fue que a usted le interesó justo un coro de cosacos rusos?
—Y, sí, pero no se olvide que en mi casa mi padre escuchaba sinfonías de Beethoven, de Mozart, de Brahms. Y en casa cantaba mi madre, que era muy afinada, mi abuelo también tocaba, aunque no daba conciertos. Tuve una formación familiar y escolar, porque en el Colegio Alemán, donde iba, le daban mucha importancia al canto coral. Ahí cantábamos a tres y cuatro voces, ese coro fue tan bueno que cantó en el Teatro Colón.
—¿Qué recuerda de la Rosario de la década del 40 y 50?
—Hay que decir que en aquella época Rosario era un centro cultural, con el museo Castagnino, Amigos del Arte, el Colegio Libre de Estudios Superiores. Eran centros culturales muy importantes, había muchas conferencias, cosa que ahora no existe más. De acá al museo uno podría encontrarse con Julio Payró, Jorge Romero Brest, con la crema de la crema de la intelectualidad argentina.
—¿Y cómo hacía para mezclarse con esa gente?
—Es que hay un detalle bastante determinante: mi madre sufría de Parkinson y no podía salir. Entonces mi padre nunca comía afuera, y como era director del Museo Castagnino y era tesorero en todas las agrupaciones culturales de Rosario, él traía a esa gente a Rosario. Mire, yo he estado en esa mesa (señala la mesa de su comedor), que era la mesa de mi casa paterna, con el famoso pintor japonés (Tsuguharu) Fujita. Es más, yo he discutido en esa mesa con el pintor Julio Payró.
—¿Y sobre qué discutía?
—Bueno, es muy pintoresco. Yo era partidario, o digamos creyente, de que el hombre iba a ir a la Luna. Y Payró, que era bastante chinchudo, decía que era imposible. Pero se enojaba en serio y no lo podía tolerar. Y yo era un jovenzuelo insolente.
—¿Por qué usted afirmaba tan seguro algo que no sabía, aunque finalmente ocurrió?
—Ah, bueno, como si usted puede pensar que Central va a ganar.
—¿Es hincha canalla?
— Sí, aunque soy así de ojito y no me caliento mucho por el fútbol, prefiero que Central gane.
—¿Siempre fue muy tozudo para discutir?
—Sí, cuando tengo una idea la defiendo a muerte, soy muy polémico.
—¿Y cuando tiene que dirigir un coro, en el que hay que buscar una conjunción de voces que vaya en una sola dirección, también se enoja?
—Mire, algunos dicen que la dirección coral es un poco dictatorial, pero la gente tiene que ir hacia un lugar determinado, seguir una línea, pero sin perder la personalidad. Yo no toco a las voces, nunca. Yo creo que mi sonido coral preferido es el de la mezcla de las voces individuales de cada uno de los que integran el coro. Cada uno canta con la voz que tiene, hay voces más claras, más o menos potentes, más o menos agradables. O sea, vamos todos para allá, pero la individualidad no se toca. Así que no es dictadura, un coro bien llevado es un ejemplo de república.
—¿ A 50 años de la creación del Pro Música, a qué figuras locales recuerda que hayan surgido de esa agrupación?
—Bueno, José Luis El Gordo Bollea (autor de la música original de "La Forestal"), aunque creo que surgió de él mismo (risas), pero de cualquier manera fue uno de los nuestros. El otro es una persona muy conocida, que no se formó aquí pero estuvo en el conjunto, y es Carlos López Puccio, que está en Les Luthiers. El dirige el mejor coro de Latinoamérica, que es el Estudio Coral de Buenos Aires. Y otro chico que le va muy bien, que estuvo mucho tiempo en Pro Música, es Adrián van der Spoel, que sé que está haciendo carrera en Holanda.
—¿Cuál es su mirada sobre la música popular?
—Me gusta mucho Piazzolla, me gusta mucho el jazz, me gusta el tango, la milonga, no me gusta el cuartetazo, la cumbia, y no me gusta lo que llaman rock nacional, porque es una mentira.
—¿Por qué le parece una mentira?
—Porque si es nacional no es rock y si es rock no es nacional. A ningún alemán, que tocan rock más que acá, se le va a ocurrir que porque ellos cantan rock en alemán el rock es nacional. El rock es inglés y norteamericano, pero lo que pasa que como nosotros tenemos ese problema psicológico con los yanquis y con los yonnis no lo podemos tolerar, aunque también hay que admitir que hay razones para no tolerarlos.