Hubo un tiempo en que ningún turista se hubiera atrevido a aventurarse en sus calles. Era un barrio bravo, abandonado a la buena de Dios. Por las noches era tierra de nadie, coto de caza de pandilleros, junkies y chicas de la calle. Los edificios, que tenían los mismos ladrillos vistos rojizos y las mismas escaleras de incendio en el frente que los de Manhattan estaban abandonados, con las puertas y ventanas tapadas con maderas y las paredes manchadas con hollín de los incendios provocados por los dueños para ahuyentar a los ocupantes indeseables. Era el lado oscuro de Nueva York, que estaba ahí nomás, a la vuelta de la esquina, o mejor, al otro lado del Central Park, pero era otro mundo, peligroso, salvaje, violento, un mundo de historias que se contaban en voz baja. Hoy no es así, nada que ver.
Después de la “tolerancia cero” del alcalde Rudolph Giuliani, Harlem es un vecindario amable, coqueto, donde se puede pasear sin preocuparse por la hora ni por los humos del vecino, se siente seguro. Fue un cambio brusco, al menos para los que lo conocieron antes y que hubieran pensado dos veces antes de ir de visita, cámara en mano, paso apurado y cara de turista. En aquellos tiempos, dar una vuelta en coche, aún con un neoyorquino al volante, metía miedo, era como zambullirse en “American Gangster”, la película de Ridley Scott que cuenta el ascenso y la caída del legendario Frank Lucas, un traficante de heroína que en los 70, en plena guerra de Vietnam, en plena ebullición hippie, se convirtió en el rey del barrio, a sangre y fuego. Históricamente hubo una barrera racial después de la calle 110, en el extremo norte de Central Park, ahí nacía “El Barrio”, el Harlem hispano, donde los latinos, en su gran mayoría inmigrantes ilegales llegados de Centro América y el Caribe, impusieron sus costumbres.
Más allá, la población afroamericana, el jazz, el swing, los cabarets, la vida nocturna y la muerte también. Eso cambió, dio un vuelco, cuando Bill Clinton instaló sus oficinas en el barrio, en el número 55 de la calle 125, en un edificio de 14 pisos con una extraordinaria vista de Manhattan, curiosa, porque revela, ante los ojos acostumbrados a ver la ciudad desde la cima de los rascacielos de Wall Street, una perspectiva nueva de la Gran Manzana. Una panorámica que, deliberadamente, muestra el otro lado del mundo. Tanto cambió que hoy en cualquiera de los hoteles de la ciudad, en los cinco estrellas desde los que por las noches se pueden ver las luces del Empire State a través de sus grandes ventanales, hasta los otros, donde se apilan los viajeros gasoleros, se pueden encontrar los folletos que invitan a la excursión “Harlem Gospels”, que incluyen un paseo por las principales atracciones del barrio y, claro está, una visita a una misa en una Iglesia Bautista.
Y ahí va uno, domingo a la mañana, a bordo de una combi que da un amplio rodeo antes de internarse en las calles donde surgieron los movimientos civiles en defensa de los derechos de la población afroamericana, con Marthin Luther King, que hoy le da el nombre a la emblemática calle 125, Malcom X y los Panteras Negras. Antes de llegar a Harlem, la combi se hunde en el túnel Holland, que une Manhattan con New Jersey por debajo del río Hudson y que ha alimentado las fantasías de los directores de cine desde “Infierno en el túnel”, con Silvester Stallone atrapado al estallar un camión cargado con explosivos, hasta “Hombres de negro”, donde Barry Sonnenfeld pone a Tommy Lee Jones a conducir su auto por el techo del túnel, ante la sorpresa de Will Smith. Una vez afuera, tras recorrer Weehawken, la ciudad dormitorio donde se apiña la clase trabajadora, se detiene en un parque con un mirador desde donde se pueden fotografiar los rascacielos de Manhattan desde un punto de vista muy distinto al que aparece en las postales que se venden en los puestos callejeros de la Quinta Avenida.
La entrada triunfal a Harlem se hace a través del puente George Washington, dos pisos, catorce carriles, hierro, remaches, un vértigo que desemboca justo detrás del mítico The Cotton Club. Está sobre Riverside Drive, que corre paralela al río, justo enfrente del Dinosaur Bar, un restaurante de poca monta donde paran a apurar un trago los obreros del puerto. Tiene las paredes exteriores blancas y un corazón enorme. En el escenario, que es tan pequeño que necesita espejos para que los músicos no sientan claustrofobia, tocaron los grandes, Duke Ellington, Count Basie, Louis Armstrong, Dizzi Gillespie, Billlie Holiday y cantó ella, la voz del jazz, Ella Fitzgerald. Entre sus mesas caminó también Richard Gere, como el saxofonista atormentado de la película de Francis Ford Coppola. The Cotton Club es la primera escala de la recorrida por la historia de la música negra de Nueva York; la segunda, inevitable, es en el teatro Apollo, “donde las estrellas nacen y las leyendas se hacen”, como reza el lema de la sala.
Bajo la marquesina se puede repasar la historia de los artistas que triunfaron en su escenario: Michael Jackson, Aretha Franklyn, Little Richard, Quincy Jones, James Brown y Whitney Houston, quien todavía es recordada por sus fans con ofrendas florales que dejan frente a las puertas del templo de la música. En la esquina, por el Federick Douglas Boulevard, está el mural de Louis Delsarte “El espíritu de Harlem” que, con un collage hecho con pequeños fragmentos de mosaicos de colores, recrea personajes, imágenes y situaciones típicas del barrio. No se puede abandonar Harlem sin visitar la Universidad de Columbia, que está en el “top five” de las mejores casas de estudios del país. En su amplio y soleado campus, que se abre detrás de sus edificios señoriales, se puede ver a los estudiantes leyendo tendidos sobre el césped. Barak Obama fue uno de sus alumnos dilectos y cuenta la leyenda que la primera noche en la universidad, no pudo dar con el compañero que tenía las llaves de su cuarto y tuvo que dormir a la intemperie. A los guías turísticos les gusta contar que a la mañana, antes de que se hiciera la hora de entrar a clases, se lavó los dientes en uno de los bebederos de los jardines. Una anécdota risueña con la que quieren mostrar a los visitantes el férreo espíritu que tuvo desde joven el presidente de los Estados Unidos.
Datos útiles
La excursión “Gospel in Harlem” sale los domingos, dura cuatro horas y recorre el barrio. La ofrece Ar-Col Travel, la empresa de Luis de la Colina, un cordobés radicado en Nueva York. Más información: [email protected]