Selva, nube y montaña: de la yunga a la quebrada

Los dos sitios son como mundos paralelos que están unidos por un camino cuyo recorrido potencia los sentidos ante la majestuosidad de paisajes que resisten pocas comparaciones. Una experiencia apasionante, recomendable y digna de ser vivida  
6 de febrero 2022 · 05:00hs

Desde antes de la llegada de los incas, una extensa red vial surcaba ya parte de lo que hoy es territorio argentino y lo comunicaba con tierras y pueblos de Bolivia, Chile, Perú, Ecuador y Colombia. Se lo conoce como el Camino del Inca (en quechua, el Qhapaq Ñan), un total de 30 mil kilómetros cuyas diferentes arterias confluían en el Cusco, la increíble capital del Tahuantinsuyo. Los incas no crearon todos esos senderos, pero sí los consolidaron.

En lo que actualmente es Argentina esa red, con construcciones asociadas, cubría 119 kilómetros distribuidos en trece segmentos de camino. Uno de esos tramos conectaba dos ecorregiones muy próximas y a la vez muy diferentes de Jujuy: la Yunga y la Quebrada de Humahuaca.

Casi dos caras de una misma moneda: al oeste, la quebrada árida con sus rojos, anaranjados, amarillos y violetas desplegados como abanicos. Al este, las selvas verdes andinas y los bosques de montaña escondidos entre nubes.

La puerta. La ciudad del sudeste de la provincia norteña es el ingreso al Parque Nacional Calilegua, dentro de la Reserva de la Biósfera de las Yungas. También marca el comienzo de una aventura inolvidable.
La puerta. La ciudad del sudeste de la provincia norteña es el ingreso al Parque Nacional Calilegua, dentro de la Reserva de la Biósfera de las Yungas. También marca el comienzo de una aventura inolvidable.

La puerta. La ciudad del sudeste de la provincia norteña es el ingreso al Parque Nacional Calilegua, dentro de la Reserva de la Biósfera de las Yungas. También marca el comienzo de una aventura inolvidable.

De un lado, el viento milenario, la dureza, el ascetismo, los dioses inmutables de la piedra. Del otro los perfumes, el enigma de lo que se oye pero no se ve, los seres que acechan entre helechos y líquenes, el agua que gotea, la mayor biodiversidad del país.

Hasta hace un par de años, excepto para los lugareños y los aventureros que se atrevían a una travesía de horas por las alturas del Qhapaq Ñan, era imposible encontrar un puente entre esos dos mundos paralelos. Pero desde octubre del 2019 se los puede unir por ruta, incluso en auto. Con tiempo, con ganas, con precaución, conteniendo el aliento en cada vuelta de un camino que resiste pocas comparaciones.

Receptivos. Las comunidades de la región comprendidas en el Camino del Inca se abren al turismo y se preparan con propuestas de aventura en la naturaleza.
Receptivos. Las comunidades de la región comprendidas en el Camino del Inca se abren al turismo y se preparan con propuestas de aventura en la naturaleza.

Receptivos. Las comunidades de la región comprendidas en el Camino del Inca se abren al turismo y se preparan con propuestas de aventura en la naturaleza.

Anfitriona de lujo

Ya está cayendo el sol y el frío aprieta en la montaña. “Lo único que les puedo ofrecer es un guisito de pecho de pollo”, nos dice arrastrando la elle doña Martina Calapeña, parada en la puerta de su impecable casa de adobe en Valle Colorado, última posta de la ruta provincial 83 de Jujuy.

No dudamos, le decimos que sí, y aclaramos que el vino para poner sobre la mesa correrá por nuestra cuenta. Indispensable viajar con una cajita en el baúl. Adentro, sentado en la cocina, su esposo Gregorio Flores también espera la cena. Y aun que ya terminó su jornada en el campo, con los animales y los cultivos, todavía lleva puesto su gorro con orejeras de oveja.

Vamos a dormir ahí, en el hospedaje que bautizaron El Paraíso. Martina nos ofrece una pieza con cuchetas y una cama chica. Sábanas que parecen de yeso de tan blanqueadas al sol y unas mantas de lana de llama de colores vivos que pesan tanto como abrigan.

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Ella parece lista para salir de fiesta. Sombrero adornado con cintas y flores, rebozo bordado en colores intensos, pollera azul con vivos y cinturón con tulmas, broche, tupo y aros de alpaca repujada. No salgo de mi asombro. ¿Usted se está yendo a una fiesta o todos los días se viste así?, le preguntó. Martina sonríe orgullosa mostrando un par de dientes dorados. “Yo me levanto cada día con ropita como esta -aclara-. Ahora las chicas jóvenes cada vez usan más pantalones, pero el rebozo lo llevan igual”.

Así lucen las mujeres de Valle Colorado y también las de Santa Ana, el pueblo que queda a unos pocos kilómetros de aquí, pegando la vuelta hacia la quebrada y desde donde a mediados del siglo pasado llegaron las familias que hoy viven de este lado.

O sea, Valle Colorado es un desprendimiento poblacional de Santa Ana porque los cultivos venían mejor sobre esta ladera de la montaña, donde las nubes descargan antes de cruzar. Tan es así, que uno de los hijos de Martina y Gregorio aún se encarga de la cría de animales en el pueblo de origen. Las otras dos hijas emigraron: una es enfermera en San Salvador de Jujuy, la otra estudia Psicología en Tucumán.

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Pero llegar hasta Valle Colorado no fue soplar y hacer botellas, antes hubo un largo camino. Que no era el del Inca porque veníamos desde el sur, pero fue tanto o más increíble. Por la diferencia de nichos ecológicos y culturales. Y por cómo nos fue sorprendiendo el ascenso sin interrupciones desde Calilegua.

Bandadas de tucanes

A Valle Colorado, y antes, a la ruta 83 de Jujuy, se llega desde Libertador San Martín (más conocida como Ledesma, con su feroz historia de represión durante la última dictadura), al sudeste jujeño.

A sólo cinco kilómetros está Calilegua, casi un barrio oriental de Libertador y puerta de entrada al parque nacional del mismo nombre, dentro de la Reserva de la Biósfera de las Yungas. Tiene lugares donde alojarse y proveerse de agua y comida.

En una calle pueblerina donde da sombra la arboleda nos sorprende la llegada de una bandada de tucanes. Nunca los he visto así y quedo maravillada por ese arco iris volador hasta que la gente del lugar explica que por desgracia vienen desde la selva en busca de comida. O sea, de basura, con todo el daño que ello conlleva: en su ambiente natural, el tucán se alimenta básicamente de frutos y es uno de los grandes dispersores de semillas.

Pero es más grave todavía: las ciudades se vuelven también un riesgo de ataques contra su vida, aparte de los que ya le representan la deforestación y la caza furtiva. Pero verlos en vuelo es, sin saberlo aún, el anticipo de una larga serie de apariciones que la yunga y sus brumas nos tienen reservadas.

Impactante. En los valles transcurre la transición marcada del verde paisaje que muta desde la quebrada a la yunga.
Impactante. En los valles transcurre la transición marcada del verde paisaje que muta desde la quebrada a la yunga.

Impactante. En los valles transcurre la transición marcada del verde paisaje que muta desde la quebrada a la yunga.

Dormimos en un hospedaje familiar que también nos ofrece cena, y por la mañana, temprano, tomamos finalmente la ruta provincial 83 que conduce al parque nacional. Al parque lo atraviesa la ruta, que va ascendiendo y serpentea por distintos pisos y ecosistemas, con sus respectivas alturas y marcadas diferencias de temperatura y humedad.

Como es un área de intensa lluvia estival, se recomienda visitarlo entre noviembre y abril, pero está abierto el año entero y es cuestión de averiguar antes con los propios guardaparques o en la oficina central, que funciona en la propia ciudad de Calilegua. Y si no, para eso existe internet.

No llueve ese día, pero el sol se alterna con nubes bajas y espumosas. A medida que subimos van cambiando de manera ostensible la vegetación y el paisaje.

Partimos del llano chaqueño, donde se encuentra la entrada al parque, pasamos a la selva de transición, luego al bosque montano y a la nimbosilva (o nuboselva), hasta llegar a los prados altoandinos. En cada uno de esos pisos hay senderos que se pueden recorrer, de distintos niveles de duración y complejidad. En el primero se encuentra un camping y en el segundo, un área de recreación.

Nos detenemos a comer algo ahí sobre unas maderas que ofician de mesas y de bancos. No hay más humanos a la vista. En cambio, cerca, no demasiado, vemos pasar a un hurón, seguramente expectante de que compartamos nuestro sándwich. Pero ya sabemos que nunca hay que alimentar a los animales silvestres. Atrás del verde sospechamos otras miradas, aunque sólo escuchamos el canto de pájaros y vaya a saber de qué más, quizás de insectos o algunas ranas.

Recorremos a pie varios de los senderos, los de menor dificultad, porque la idea es llegar a un pueblo donde pasar la noche. Cada nicho del parque tiene su misterio porque la selva es así: hay árboles cubiertos de líquenes y barbas, plantas epífitas florecidas que cuelgan en la altura, vainas con frutos, hongos. Hasta la tierra cambia de color.

Vamos cruzando vados, arroyos, quebradas, tramos de cornisa que apenas logro soportar porque no alcanzo a ver el precipicio que se abre al otro lado, de tan adentro de las nubes que avanzamos. Paso de la fascinación al terror, ruego a mi compañero que toque la bocina para advertir a un eventual vehículo que venga en mano contraria.

Cuando por fin se disipa la nube, el rojo y el verde, esos dos tremendos complementarios, explotan el paisaje. Y el auto, que era blanco, ahora es una vasija de arcilla colorada.

Hacia nuestra izquierda se adivinan los macizos de la quebrada, con enormes hondonadas. Y entre vueltas y vueltas, como canta la zamba, vemos el camino largo que baja y se pierde. Ya volverá a trepar. El primer pueblo al que llegamos una vez fuera del parque nacional (pero siempre dentro de la reserva de Biósfera de las Yungas) es San Francisco, a 1.400 metros sobre el nivel del mar.

Tiene hospedajes, cabañas y comedores porque es el más promocionado de la zona, pero aún no es un turismo masivo, así que para quienes preferimos cierta soledad sigue estando muy bien. Desde ahí se abren senderos para caminatas, y la más promocionada es la que a 8 kilómetros lleva hasta las termas del río Jordán, en medio de una vegetación de selva montana exuberante.

Los ojos termales son unos pozones naturales con agua de color turquesa a 30 grados ideales para bañarse. Para llegar caminando hay que tener calzado adecuado para la montaña y claras indicaciones del camino o la compañía de un guía de la zona. Es importante saber que el lugar pertenece a una comunidad originaria y por eso se debe avisar la visita.

Más adelante, siguiendo por una ruta de paisajes cada vez más alucinantes y antes de llegar a Valle Grande, aparece una bifurcación que en 5 kilómetros lleva, a través de la Cuesta del Algarrobo, a otra localidad hermosa: Pampichuela, conocida como el Balcón del Valle.

Es un pueblo con verdísimas praderas de altura rodeado de montañas que me lleva de un tirón hasta la infancia, a las entonces para mí idílicas tierras de Heidi.

Con guía y condiciones físicas apropiadas, desde Pampichuela se puede llegar a pie a otros poblados, como Santa Bárbara y San Lucas, de una temprana ocupación humana que atestiguan grabados rupestres. Por desgracia, o por falta de tiempo, no llegué a conocerlos. Ojalá mi confesa frustración sirva para tentar a quienes lean esta nota y los anime a encarar esos caminos. Quienes saben dicen que cerca hay de todo: nacientes, cuevas, miradores, cascadas, sitios arqueológicos, pueblitos, un puente colgante, un antiguo molino.

Pero nosotros nos consolamos con menos y regresamos a la ruta 83 para seguir viaje a Valle Grande, otro pueblo de poco más de 500 habitantes y a 2.300 msnm, escondido entre cordones montañosos. También ofrece alojamiento y lugares donde comer. Como en todos esos poblados, la gente del lugar puede indicar por dónde hacer caminatas o qué recorrer a caballo.

Unos once kilómetros más al norte, llegamos a Valle Colorado, el pueblo donde vamos a pasar la noche, si es que hay lugar. Imaginamos que sí, o al menos no conozco pueblo donde falte una familia con una cama extra dispuesta a alojar a un viajero.

Como indica su nombre, Valle Colorado es un pueblo rojo. Es roja su tierra y por lo tanto el adobe de sus casas. Y es verde intensa la vegetación que cubre las laderas de unas altísimas montañas, también rojas. Y es aquí donde volvemos al comienzo de esta crónica, con doña Martina Calapeña ofreciéndonos su casa.

Como contaba, aceptamos el ofrecimiento y armamos rancho en la pieza que ella nos asigna. Al lado de la cocina, por la que hay que pasar para salir al patio donde está el baño. Es una terraza sin barandas el patio de Martina. O si se quiere un gran balcón, por los bruscos desniveles que tiene el pueblo.

Antes de la cena caminamos Valle Colorado un poco más y hasta logramos comunicarnos por WhatsApp en el único punto con conexión que tiene el pueblo, la escuela, super bien equipada. Larga charla con la profe de la secundaria rural 1, que tiene varias sedes y allí unos pocos alumnos. En la primaria son varios más. Ella muestra ganas de hablar con gente que llega de afuera del pueblo y nosotros no nos quedamos atrás, así que la conversación fluye hasta que nos rodea la noche.

Caminamos rápido hasta la casa de Martina. Ahí, cansadísimos, nos servimos un whisky para entrar en calor. Atrás de la puerta se escucha el trajín de la dueña de casa. Su esposo, que trabajó todo el día en el campo, ahora sólo mira TV.

Al rato nos llaman a comer. Los cuatro nos sentamos a la mesa y charlamos un poco de nuestras vidas, tan diferentes y al mismo tiempo tan compartibles. Hablamos de trabajo, de hijos, de la historia del pueblo y también de Rosario. Y nos vamos tomando el vino, poquito a poco.

A la hora de dormir, Martina nos trae a cada uno una botella con agua bien caliente, cuidadosamente envuelta y encintada para bancar el frío. Las densas mantas de lana se ocupan del resto. Y por supuesto, el amanecer llega de un tirón después de esas jornadas que por su intensidad equivalen a una semana. ¿He dicho antes que el tiempo en los viajes dura mucho más?

Cuando la luz empieza a colarse por una ventana chiquita (como en la mayoría de las casas de adobe, porque ese sistema ayuda a la conservación térmica), nos animamos a sacar la nariz. En puntas de pie pasamos a la cocina y desde allí al patio.

Un cielo azul profundo, como suelen ser los cielos norteños en la estación seca, es el techo altísimo de esta otra “pieza” esencial para la casa, donde conviven gallinas, gato, perro, lavadero, baño, termotanque a leña, horno de barro, fogón, cacharros tiznados, sillas y mil cosas más.

El baño está dividido: un cubículo contiene la ducha y el otro lo que tradicionalmente se conoce como excusado. Ambos pulcrísimamente revestidos de cerámico esmaltado.

A esta hora hay cinco grados bajo cero en el Valle Colorado. Increíblemente, el excusado tiene una enorme ventana sin vidrios ni postigo que se abre a la montaña. No será templado, pero ofrece la mejor vista. Martina y Gregorio también se levantan temprano y ya arde la leña en el termotanque que provee agua bien caliente para una ducha.

La combinación de amanecer, paisaje y “baño escocés” nos dejan literalmente energizados. Estímulo puro antes de un desayuno básico con mate cocido y pan.

Ahora ya estamos listos para seguir viaje, previa recorrida por el pueblo que a esta hora sólo transitan con lentitud algunas pocas mujeres, la mayoría vestidas como Martina, con los increíbles rebozos que ellas mismas bordaron. Es el mismo atuendo que lucen pegando la vuelta a la Quebrada, en Santa Ana, el pueblo de origen de Valle Colorado, así como en la vecina Caspalá.

Durante este viaje no pudimos llegar hasta ellos porque el empalme de las rutas provinciales 83 (la que recorrimos) y la 73, que baja desde Humahuaca, todavía era un proyecto sometido a debate por el temor de las comunidades a que la obra vial afectara el patrimonio del Qhapaq Ñan.

Dos años más tarde esa unión se haría realidad. La comunicación entre las Yungas y la Quebrada, sobre todo con las vecinas Santa Ana y Caspalá, ya no se da sólo a pie o a lomo de mula. Desde octubre del 2019, familias del lugar y visitantes pueden pasar más fácilmente de un lado al otro. Sólo queda rogar para que ese ir y venir no degrade los ecosistemas y respete lo que siglos de intercambio entre pueblos originarios supieron mantener vivo.

Aldea distinguida

En diciembre último, Caspalá ganó el cuarto puesto sobre un total de 42 pueblos que la Organización Internacional del Turismo eligió como los mejores del mundo. La distinción recayó en la aldea, ubicada a 115 kilómetros de Humahuaca, por su diversidad, sus valores paisajísticos y culturales, y en especial por la singular tradición de bordados que comparte exclusivamente con sus vecinas Santa Ana y Valle Colorado. La organización, que depende de las Naciones Unidas, elabora el ránking para destacar los mejores ejemplos en materia de turismo sustentable y desarrollo para los propios pueblos.

Consejo

Hay que tener cuidado a la hora de elegir la fecha de viaje porque en verano las precipitaciones suelen ser muy intensas, tanto en las Yungas como en la Quebrada. No sólo pueden cortarse los caminos, sino también producirse aludes. El consejo, siempre, consultar con fuentes confiables antes de partir.

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