Toda fecha patria marca el instante célebre en que una identidad colectiva se constituye. Aparato enfático de homenajes y festividades que pretende arraigar la insoslayable densidad de un linaje. En esa dirección, cada nación busca detectar su irrupción natalicia, el grado cero de la historia en que se libera de ataduras y hace oír su voz hasta entonces soterrada.
En el caso argentino (que no desentona con situaciones similares en el resto de América Latina) ocurre una circunstancia llamativa, pues ese rapto de emergencia gloriosa adquiere un carácter bicéfalo. Tanto el 25 de mayo como el 9 de julio alojan la carga de emotividad que supone la autodeterminación de un nuevo pueblo. La doble fanfarria porta además dos palabras imponentes, “revolución” e “independencia”, que desde la perspectiva de largo plazo son mentadas enhebradamente pero en aquellos tiempos mantenían una relación entre distante e imprecisa.
Como bien sabemos, todos los díscolos movimientos de nuestros futuros próceres fueron disparados por un súbito acontecimiento exógeno (la invasión de Napoleón Bonaparte a España en el marco de su puja interimperial con Inglaterra). Viejos malestares se activaron, pero ninguno de ellos inicialmente planteaba la opción de romper el vínculo colonial, pues en realidad lo que se procuraba era reformular esa relación de sometimiento en condiciones de mayor equidad para los españoles americanos.
Por lo tanto, la noción de “revolución” no hacía alusión a la gestación de una inédita entidad política sino a una metamorfosis de índole, digamos, filosófica; pues incorpora una nueva categoría que efectivamente trastocaba el entero edificio institucional del Antiguo Régimen. Ese concepto es el de consentimiento, germen de desobediencia por el cual un mandatario no asienta su dominio en un principio jerárquico-natural (como afirmaba la tradición aristotélico-tomista) sino en el resultado de un pronunciamiento voluntario y ascendente de los gobernados. El poder ya no proviene de Dios sino del pueblo.
Como se verá, esta aseveración, siendo trascendente, podía convivir tanto con la permanencia del vínculo colonial (si el cautivo Rey de España aceptaba flexibilizar la verticalidad de su mando), como justamente con la propia forma monárquica de gobierno (tomando como emblemático modelo la, en apariencia virtuosa, monarquía constitucional británica).
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La primera, es la bandera de Argentina federal (con la banda roja en diagonal), y la segunda es la bandera Argentina de 1812.
Si tuviéramos que simplificar, diríamos que la revolución se entronca con la independencia cuando derrotado Napoleón y habiendo retornado al poder Fernando VII, este rechaza tajantemente cualquier mínima insurgencia liberal e intenta conservar un ejercicio despótico del poder que nuestros ahora enconados patriotas rechazan. El camino a seguir era por tanto la guerra, y España se convierte de madre patria en un despreciable imperio del que ya no se puede esperar nada halagüeño.
Ahora bien, esas incisivas mutaciones filosóficas presentan un gran problema, pues la idea de consentimiento supone establecer con claridad quienes conforman el pueblo, esto es quien está en condiciones de decidir sobre la morfología de la unidad política en proceso de paulatina y traumática formación.
En un contexto además donde rápidamente Buenos Aires intenta constituirse como centro regulador de la experiencia revolucionaria. Capital del Virreynato del Río de la Plata, puerto próspero, y con milicia propia luego de la resonante resistencia frente a las invasiones inglesas, se dispone a imponer una supremacía que ninguna otra ciudad está dispuesta a reconocerle.
Por lo tanto, el pueblo que debe consentir no es uno sino varios, los de cada uno de las más tarde provincias que en el mismo momento que procuran independizarse de España exigen liberarse de las pretensiones hegemónicas de la ambiciosa Buenos Aires. Ese es el origen de nuestro vigente ímpetu federal, pues por una parte urge edificar un nuevo orden poscolonial, pero por la otra no hay consenso alguno sobre quien tiene las justas atribuciones para dictaminar acerca de las características del tiempo fundacional que despunta.
Sin embargo, el denostado unitarismo que tanta pasiones negativas despierta conlleva un uso entre confuso y paradójico. Pues si habitualmente lo utilizamos para referirnos al acaparamiento indebido de poder en manos porteñas, perfectamente puede querer significar algo bastante distinto. Esto es, que en la estructuración de una nación aún larvaria el estado central debe acopiar atribuciones vertebrales en desmedro de las provincias, pues del horizontalismo radical no puede surgir ninguna entidad política medianamente viable.
Esto explica un componente potente de época muy habitualmente ignorado, y es que en ese contexto de lucha anticolonial, los luego próceres afincados en Buenos Aires preferían mantener una forma monárquica de gobierno y los caudillos del interior (que como cuesta rebatir a esta altura de bárbaros no tenían nada) se inclinan por las virtudes de un sistema republicano. No es que hubiesen leído a Montesquieu, sino que sospechaban que bajo el caparazón monárquico se escondía el centralismo porteño y su infundada pretensión de supremacía.
Belgrano y San Martín, es imprescindible recordarlo, simpatizaban nítidamente con la opción monárquica y eran adversarios de cualquier clase de federalismo, al que asociaban con la disgregación y el peligro anárquico. Y si ahondamos un poco observamos que el creador de la bandera termina siendo un hombre funcional a las arbitrariedades del Directorio.
Por otra parte, al genio militar que ejecuta el Cruce de Los Andes, al igual que el otro Libertador de América (Simón Bolívar) le preocupaba fundamentalmente la fortaleza de la gran nación americana (para lo cual el federalismo era un incordio), y jamás se hubiera imaginado apenas como prócer de una cosa que luego se denominará Argentina.
Paradojas de un país que se proclama federal, y donde sus figuras históricas más ilustres no lo fueron en absoluto. Seamos selectivos entonces. Federalismo sí, cuando se trata de que los destinos del país nos los digite con soberbia Buenos Aires, federalismo no, si con eso se debilita la musculatura del estado nacional a la hora de confrontar con intereses corporativos que pretenden mellar su dignidad soberana, y federalismo tampoco si esto obstaculiza la vitalidad de la Patria Grande Latinoamericana en la puja tan actual contra cualquier rostro del imperialismo.
(*) Juan Giani, filósofo, profesor de la Universidad de Rosario, ex Concejal de Rosario