Amigos, aliados y cómplices -según la definición de Alberto Fernández-, el presidente argentino y su par chileno, Gabriel Boric, se ubican en momentos opuestos del vertiginoso e implacable ciclo político sudamericano. Además de pertenecer a generaciones políticas distintas, ambos se encuentran en una fase diferente del ejercicio del poder.
Con más de la mitad de su mandato a cuestas, Alberto Fernández llegó al encuentro con Boric con la aprobación social por el piso -18%, según el último informe de la Universidad de San Andrés-, con una inflación desbocada que castiga sobre todo a la base electoral del peronismo y un Frente de Todos que parece a punto de romperse por el acuerdo con el FMI y el rumbo del gobierno.
El ex dirigente estudiantil asumió hace menos de dos meses y surfea la fase ascendente de la ola. Consciente de que el capital político se licúa cada vez más rápido y de que es imposible satisfacer a todos los sectores, el presidente más votado en la historia de su país dosifica guiños de continuidad -hacia el establishment- y de cambio -hacia los protagonistas de las protestas de 2019- y trata de avanzar con reformas que comparten más ADN con la socialdemocracia escandinava que con la experiencia fallida del madurismo. Además, Boric defiende dos ideas incómodas para ciertos sectores de izquierda: elogia el equilibrio fiscal y plantea una defensa universal de los derechos humanos, por encima de las afinidades políticas.
Sin embargo, su camino está lejos de estar allanado. Boric Debe administrar expectativas altas con recursos modestos para satisfacerlas y la evolución de algunos frentes -como la asamblea constituyente, la cuestión mapuche, o la modificación de las cuestionadas administradoras de fondos de pensiones- presentan riesgos políticos altos.
Por eso, pese al posible triunfo de Gustavo Petro en Colombia y de Lula en Brasil, más que un giro a la izquierda América latina atraviesa lo que la politóloga María Esperanza Casullo llama una “era de oficialismos débiles”.
La región es un terreno fértil para el descontento. Castigada desde antes del Covid-19 por el fin del boom de las materias primas en los dorados y lejanos años 2000, América latina asoma a la pospandemia con un tejido social herido. Con más informalidad, más pobreza y más desigualdad.
Como reseñó en Twitter el politólogo Javier Cachés, entre 2009 y 2012, en pleno auge de las commodities, los oficialismos ganaron en 7 de 9 elecciones presidenciales (77,8%) en América Latina. Entre 2020 y 2022, el porcentaje de victoria del oficialismo es 0%: 0 de 7. Pero además, varias de estas elecciones trazan otro aspecto del escenario político de la región.
Anticipándose a la consigna “moderación o pueblo”, levantada por intelectuales alineados con Cristina Fernández de Kirchner en la disputa a cielo abierto en el Frente de Todos, el ex vicepresidente de Bolivia Alvaro García Linera advirtió que los nuevos gobiernos progresistas están encabezados por “por liderazgos administrativos que se han propuesto gestionar de mejor forma, en favor de los sectores populares, las vigentes instituciones del Estado o aquellas heredadas de la primera oleada; por tanto, no vienen a crear unas nuevas”.
En ese marco, quien fuera el cerebro intelectual del proceso conducido por Evo Morales observó en noviembre del año pasado, cuando recibió el doctorado Honoris Causa en la Universidad de La Rioja, que la región atravesará “un tiempo caótico de victorias y derrotas temporales”, hasta que la sociedad encuentre una salida. Sea por izquierda, o por derecha.
Cada país es un mundo. En algunos casos emergen outsiders -como el peruano Pedro Castillo- y, en otros, son los ex oficialismos -como Juntos por el Cambio- los que se preparan para volver al poder.
Después de permanecer en stand-by durante dos años, en algunos países vuelve la protesta a las calles. Tras zafar por segunda vez del juicio político en el Congreso, Castillo enfrenta protestas que dejaron hasta acá cuatro muertos. Las gatillaron el aumento del combustible y la disparada del precio de los alimentos. Dos variables que están en el corazón de la interna del Frente de Todos. Un detalle: el disparador de las grandes movilizaciones que azotaron la región antes de la pandemia fueron aumentos de los servicios públicos.
Acampe en el Ministerio de Desarrollo Social. Foto: Nicolás Parodi
En tanto, en la Argentina la calle se recalienta. Tras el acampe del Polo Obrero frente al ministerio de Desarrollo Social, en Buenos Aires, tanto el gobierno porteño como el nacional endurecieron su postura. Horacio Rodríguez Larreta pidió “sacar los planes sociales a quienes corten calles” y el ministro Juan Zabaleta -un albertista- equiparó las protestas con una extorsión.
Con las elecciones presidenciales ya en el horizonte, unos y otros se mueven en un nuevo entorno donde las derechas duras como las de Javier Milei marcan el pulso del debate público, y dan señales a las clases medias y bajas que piden orden. En el caso de la Casa Rosada se agregan dos factores. Uno es el corset financiero que impone el FMI. El otro, un aprendizaje de la experiencia de Cambiemos: no quieren engordar con recursos a rivales.
Mientras Fernández y Boric intercambian discos de Charly García y Violeta Parra, y el presidente argentino cita al Luis Alberto Spinetta optimista que cantaba “mañana es mejor”, Cristina cree lo contrario y usa el libro “Diario de una temporada en el quinto piso” de Juan Carlos Torre sobre la debacle del gobierno de Raúl Alfonsín como presagio de lo que vendrá. Para Cristina, la lluvia de piedras al Congreso el día que diputados dio media sanción al pacto con el Fondo es un nuevo ejemplo de que el tiempo le dará la razón.