Las balas que la violencia urbana de Rosario deja talladas en la puerta de una casa, una beba acribillada, el llanto de una madre que la acuna en brazos, el rezo de una abuela, el vacío que deja un cuerpo abatido, el dolor de la desaparición de un familiar, los despojos de la ausencia son la factura sangrienta que Evelyn elige para narrar. Sin sensacionalismo y a contrapelo de la rapidez de un noticiero, la cronista se abre ante el dolor de los demás para escucharlo y hacerlo latir en su escritura.
El libro busca detenerse en cada historia y sobre todo en lo que pasó después. Por eso es importante el devenir, el regreso al territorio, volver a escuchar, escribir y a veces llorar lo que no se lloró ante la cámara.
La crónica es una versión de lo real y muchas veces es la manera de encontrar lo luminoso en medio de la oscuridad. Por eso Evelyn narra la recuperación de una beba que sobrevivió a ocho impactos de bala y luego del alta no pudo salir del Hospital de Niños por orden de una fiscal que resguardaba su vida. Cuenta del viaje a Kurdistán de la reportera gráfica Virginia Benedetto –autora de la imagen de tapa del libro, y que trabaja en este diario– con quién termina cuerpo a tierra esquivando las balas de un tiroteo en Rosario como si acaso estuviesen en la guerra de Medio Oriente. Sigue a Gimena Corral, la médica agredida sexualmente en la calle que hizo público el video de las cámaras de seguridad para que la Justicia encuentre al abusador.
“Las vidas de las personas siguen cuando dejan de ser noticia. Y en el oficio de contar a veces saltamos de un tema a otro sin detenernos lo suficiente”, dice Evelyn. ¿Qué historia personal hay detrás de cada información? ¿Qué búsqueda colectiva se cifra en esas vidas?
Evelyn también se detiene en la única mujer maestra carpintera, Liliana Dip, que fue la primera alumna en recibirse en una escuela técnica en la ciudad y fue corrida de una treintena de instituciones que entendían que no era bueno que una mujer enseñara el oficio. Y a su vez les da una vuelta más a ciertas coberturas que ya son tradicionales como la del Día de los Enamorados. “Son situaciones que me hacen ruido y en las que decido hacer un alto en la vorágine y escribir para repensarlo. La crónica como un ejercicio permanente de reflexión”, dice.
A diferencia de su anterior libro de relatos, donde prefirió centrarse en narrar cómo vivía el oficio de contar historias mínimas en medio de la violencia urbana para evitar que los protagonistas de carne y hueso quedaran despersonalizados detrás de una estadística, en Fuera de cámara quiso tomarse su tiempo para contar. “Entrevisté una, dos, tres veces a la misma persona para escuchar con atención y cuidado. Fue un trabajo menos visceral que el anterior, más lento. Más cuidadoso”, dice.
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Virginia Benedetto.
La mayoría de estas crónicas está centrada en las historias que encarnan las mujeres. La mirada se detuvo en esas protagonistas femeninas que muchas veces quedan descolgadas de la agenda mediática, en los bordes de la noticia, nunca en el centro. ¿Por qué?
Evelyn se agarra de una frase de la periodista y escritora Rosa Montero para responder: “Hay una historia que no está en la historia y que solo se puede rescatar aguzando el oído y escuchando los susurros de las mujeres”.
Entre crónica y crónica periodística intercala un relato que va al rescate de las voces familiares de ese linaje femenino que marcó su biografía.
“La verdad es que fui escribiendo textos y cuando los compilé me di cuenta de que tenía la necesidad de darles peso a las mujeres que atravesaron mi vida. Mi abuela, dueña de una fortaleza física y mental asombrosa, siempre valiéndose por sí misma, digna y lúcida pero llena de postergaciones y carencias. Mi tía y su militancia política. ¿Cómo es que una chica de veinte años de origen pobre y del interior logra abrirse paso en el Congreso nacional, en Buenos Aires contra viento y marea? O mi mamá, de la que describo el dolor con el que atravesó períodos de depresión muy profunda. Me atrevo a decir humildemente que heredé de ellas la sangre proletaria y también la fortaleza”, cuenta.
El tiempo de la televisión es veloz, el de la escritura lento. El formato de un noticiero es una vidriera pública, el del oficio de las letras más bien solitario. ¿Cómo poner pausa a esa maquinaria muchas veces impiadosa para escuchar esas historias desde una mirada oblicua y humanitaria?
“Valoro la difusión y repercusión que puede generar una historia en la tele. El noticiero es un espacio de trabajo en equipo y tiene una masividad que en lo inmediato impacta de lleno en la vida de una persona: alguien que encuentra ayuda para reconstruir su casa incendiada, o logra hacer visible su necesidad. O sale a la luz un caso que incomoda al poder. La tele es la inmediatez. Pero tengo claro que nuestro oficio consiste sobre todo en escuchar. Y muchas veces me voy de un sitio, sintiendo que no tuve tiempo de escuchar lo suficiente. Qué hay un detrás de esa historia de la que solo tengo una foto y necesito volver para entender, para conocer el contexto”, explica.
Correrse de la pantalla y abrirse camino en la escritura le permitió encontrar su espacio (cuarto, diría Virginia Woolf) propio. Y aunque sabe que no hay manual para encauzar la emoción de estas historias, también es consciente de que no está sola. La rodea una constelación amorosa (Sonia Tessa, encargada de prologar el libro, Laura Rossi y Caro Musa, editoras de Brumana) que le ayudó a encontrar el tono y el ritmo para narrar como propio el dolor ajeno.
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Virginia Benedetto.
Un texto del libro: "Fugitiva"
por Evelyn Arach
Ella lloraba a gritos y yo podía oírlos desde mi habitación. Era un aullido desgarrador y hubiera dado todo por correr a abrazarla. Pero no podía. Cruzar la puerta de su habitación estaba prohibido. “Andá a dormir la siesta vos”, mandaba mi viejo, sin dar derecho a réplica. Siestas eternas, como inagotables relojes de arena. Pasaron muchos años hasta que pude entender que ella estallaba en llanto por un dolor propio, un río que se le desbocaba cuerpo adentro y que poco tenía que ver conmigo.
Pero por entonces atinaba a hundir mi cara en el colchón hasta olvidarme. Hasta que el grito se transformaba en música y podía encontrar otros pensamientos. Y por si fallaban los míos, en los estantes había libros que me llevaban lejos. Un fugitivo no siempre elige la ruta por donde escapa, simplemente huye.
A veces había sol y ella salía al patio. Entonces era una madre que se reía a carcajadas estruendosas. Sí, todo en ella era ruido. Pero yo prefería, obvio, el sonido de su felicidad fugaz. Mi hermano lograba ese milagro, y también que abriera la ventana para que entrara luz a una pieza oscura durante días, que cocinara algo...
Ella no podía permitirse que él sufriera más. Así que le daba el gusto. El resto del mundo le pasaba desapercibido. Tenía una herida abierta que nunca sanaba y yo abrigaba un único sentimiento hacia eso: impotencia.
A veces, cuando ella confundía mi distancia con indiferencia o desamor, volteaba hacia mí y profetizaba, inmutable: “Las hijas heredan”. Las hijas heredan, las hijas heredan, las hijas heredan. Casi todo lo que hice o dejé de hacer en mi vida estuvo atravesado por esa frase. Se la había dicho un psiquiatra peruano de cuerpo pequeño y ojos de elefante. El mismo que me explicó que ella “tenía enferma la voluntad”.
Y eso dónde está pregunté.
En todas sus partes.
A los once años empecé a esconder un cuchillo bajo la almohada. Debía protegerme de la locura, debía protegerme con un cuchillo tramontina robado del cajón de los cubiertos. Lo pienso y me río. Creo que el que me protegía en realidad era el pobre David Copperfield, cuya historia releí impetuosamente una y otra vez. Al fin y al cabo, yo no era tan desdichada como ese niño. Me lo repetía despacito hasta estar segura. La vida era un drama universal y mi historia recién empezaba a escribirse con una sentencia: las hijas heredan.
Por entonces, su dolor podía irrumpir en cualquier momento. A veces estábamos en un lugar y mi mamá rompía en llanto. Cuando le preguntábamos por qué, quién te hizo algo, qué pasó, en qué te ayudo, no tenía una respuesta para darnos. Pero no podía calmarse. La gente la miraba raro, y yo también. Un día me dijo que hubiera preferido tener cáncer, solo para que al menos sintieran pena por ella y dejaran de juzgarla. Sentí un dolor recalcitrante en esas palabras que gravitaban oscuras frente a la mirada lacerante de los otros. Que la tildaban de loca, enferma, trastornada. Sufriente.
Esa sentencia marcó su vida entera. Cuando se recuperó tuvo tantas y tan incontables enfermedades que ni siquiera puedo recordarlas a todas. Pero cada tanto recaía en el llanto y la oscuridad. Nos acostumbramos a ese recorrido de su cuerpo y de su espíritu, la acompañamos menos de lo que merecía. Simplemente seguimos con nuestras vidas. Por momentos ella resucitaba y llegaba con regalos y consejos. Generosa como pocas, no hay nada que le hayamos pedido y no nos haya dado.
Aunque sigo sin ponerme a salvo de la crueldad de esas tres palabras capaces de colarse en los rincones más oscuros, en los momentos más felices o en la turbulencia feroz. Las hijas heredan, las hijas heredan, las hijas...
Todas las veces que fui al trabajo con fiebre, todas las veces que decidí emprender proyectos nuevos, cada vez que viví con intensidad, estaba simplemente revocando ese mandato, rebelándome y revelándome frente al oscurantismo de una profecía hereje. El miedo no me paralizó, al contrario. A veces la gente cree que en la vorágine abrupta de montañas rusas que delineo busco el éxito, o que leo incansablemente solo por placer. O que escribo porque tengo algo que contar. Pero no. La verdad es que solo sigo huyendo.
(Este texto fue publicado en Rosario/12 el 23 de diciembre de 2019).