El pedido que recibí, cuando me encargaron este texto, fue que eligiera “las mejores letras” de la Trova y las analizara. Ahora bien, ¿letras, solamente? La canción, se sabe, es un género híbrido por excelencia, donde la melodía y las palabras se unen para dar forma a un nuevo ser: la ausencia de cualquiera de ambas implica una literal amputación. ¿O acaso se puede prescindir de las palabras de Homero Manzi en Sur sin perder gran parte de la belleza de ese tango que el poeta compuso con su amigo Aníbal Troilo? La obvia respuesta es una negativa, y se trata de un ejemplo que se puede multiplicar hasta el infinito. Dicho esto, queda claro que lo que voy a intentar analizar son canciones, es decir maridajes, auténticos blends.
Otra pregunta clave es: ¿cuándo empieza y termina la Trova, si es que se puede apelar a cortes temporales drásticos? Mi respuesta, y en ella se basa el criterio utilizado para elegir los temas, es que la Trova implica la reunión de los nombres mencionados en el marco de la primera etapa de la carrera solista de Baglietto. Es decir, Del 63, el disco debut de Páez, ya funcionaría en un registro extra-Trova, aunque contenga canciones como la hermosa Viejo mundo (donde pone la voz, magníficamente, Rubén Goldín) que merecen ser incluidas dentro de los parámetros troveros. En cambio, el disco solista de Abonizio y los dos primeros de Fandermole son, al menos para mí, partícipes indudables de esa maravillosa etapa.
Ahí va la arbitraria lista, entonces, que tanta belleza deja afuera.
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Abonizio, siempre a un paso del humor.
Mirta, de regreso (Adrián Abonizio)
“Salgo a la verja, parece que ha llovido. En la estación retumba el Estrella del Norte…”. ¿Cómo olvidar? Todas las disquerías de la ciudad difundían a alto volumen una canción melancólica, que sorprendía a quienes esperaban los habituales “hits” de edulcorada liviandad. Por el contrario, aquí había filo, contrafilo y punta. La historia del recluso que sale de la cárcel (“ya sabes, tres años a la sombra”) y se reencuentra con su pareja, que ya está con otro hombre, es desgarradora y le permite a Abonizio, con pinceladas típicas de su sello, componer un desolador paisaje de época, que relata de manera tan escueta como efectiva la transformación provocada por la dictadura: “La moda ha cambiado un poco, Mirta. / Ya no hay ni un pelo largo, / todos parecen soldados. / Me siento parado en un cementerio. / Me recibió el frío y un nuevo gobierno... / Mirta, no recuerdo ni tu cuerpo”. Pero el toque magistral de la letra es una imagen absolutamente visual, que funciona en el marco de la canción como un auténtico hallazgo: “Y ahora me voy, Mirta. / Para vos soy un extraño conocido. / Si no estoy llorando, no ves cómo me la aguanto. / Debajo de la cama asoman sus zapatos. / Mirta, gracias por todo...”.
Con este texto breve y sencillo, pero de intensa belleza, Abonizio –interpretación de Baglietto de por medio– logró el milagro de convertirse en bestseller sin apelar a ninguna de las herramientas típicas de la canción comercial. Un hecho que marca, también, la excepcionalidad de ese momento histórico de la Argentina, que más tarde se diluiría en aquel recordado “Felices pascuas” emitido en 1987 por el entonces presidente Raúl Alfonsín.
La vida es una moneda (Fito Páez)
El aún adolescente Fito Páez ya era capaz de parir grandes canciones. Pruebas al canto, el tema que cerraba el lado B de Tiempos difíciles, el long play (y qué lindo es escribir “long play”, si se me disculpa la digresión) que inauguró la Trova y se convirtió en un enorme e inesperado éxito de ventas. Fresca y simple, llena de una extraña sabiduría atípica en un pibe como era Fito por entonces, la canción se le pegaba a quien la escuchara: se trataba, por supuesto, de un hit instantáneo, digno de un melodista notable como Páez. La letra, además, era el complemento perfecto. “La vida es una moneda. / Quien la rebusca la tiene. / Ojo que hablo de monedas / y no de gruesos billetes”, arrancaba a pura sentencia el compositor y tecladista, para desembocar en la autorreferencialidad sin perder el encanto: “Mi vida es una hoja en blanco, / un piano desafinado, / diez dedos largos y flacos / y un manojo de palabras”. El estribillo, finalmente, ponía todo en negro sobre blanco, creando una modesta épica de lo cotidiano, en la que se eludía la solemnidad y no faltaba la autocrítica: “Solo se trata de vivir, / esa es la historia. / Con la sonrisa en el ojal, / con la idiotez / y la cordura de todos los días. / A lo mejor resulta bien”. Solo un poco después Páez levantará más alto las banderas: “Los días cantan la historia / del hombre al borde del hombre. / Los días cantan mañanas. / Los días no tienen miedo”.
Frases que muchos (me incluyo) tienen grabadas en la memoria para siempre.
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Fandermole en los años ochenta.
Río marrón (Jorge Fandermole)
Si se intentara definir los rasgos de cada uno de los principales integrantes de la Trova, a Jorge Fandermole habría que atribuirle en primer término los inconfundibles rasgos del esteta. Perfeccionista hasta el punto de la obsesión, delicado orfebre de una obra excepcional, sus canciones están trabajadas al máximo y esa característica, a veces, puede perjudicarlas, ya que tanto rigor es una amenaza para la frescura de un género que tanto la necesita. Este no es precisamente el caso de Río marrón, magistral transcripción metafísica del paisaje fluvial: “Río marrón, / animal de barro que huye, / que como la vida fluye / sin volver nunca a la altura. / Si pudiera remontarte tiempo atrás / para ver en la oscuridad de tu semblante / si no faltó un instante de ternura”.
Así como Abonizio aporta el vínculo con el tango y la música urbana uruguaya, Páez la imprescindible cuota rockera de raíz beatlesca y Goldín la veta pop spinetteana, el aporte de Fandermole a la Trova es su hondo vínculo con el folklore, sobre todo en su vertiente litoraleña. Y como letrista, Fander (así le dicen todos) posee una impresionante facilidad para la síntesis filosófica, en la que incurre con naturalidad, a lo Yupanqui, sin perder un ápice de belleza: “El agua que baja nunca es la misma / y al recordar nos vamos al mar / porque el pasado yace en lo profundo. / Y como el amor dura una creciente / el dolor es caudal permanente, / la sangre su espejo / y la vida reflejos / del río marrón”.
El dato curioso es que este memorable tema, grabado por Baglietto e incluido en ese gran disco llamado Actuar para vivir (1982) fue también versionado (¿acaso disconforme con la versión de Baglietto?) por el propio Fander en su primer vinilo, Pájaros de fin de invierno (1983).
Rieles de San Pedro (Adrián Abonizio)
En aquellos años, signados por cautelosos reencuentros y la lenta reconstrucción de proyectos colectivos luego de una etapa dedicada a la mera supervivencia física, la militancia política se mezclaba en Rosario con la bohemia estudiantil e intelectual en un nutrido circuito de bares céntricos, donde se gestaban novedosas búsquedas y germinaban las semillas de la rebelión. En ese ambiente seminal había códigos y claves, y también símbolos.
Aunque Baglietto no la grabó nunca y así la dejó sumergida en un espacio de culto apenas recorrido por los enterados, Rieles de San Pedro (o San Pedro, como directamente se la llamaba y la llama) es una de las canciones cruciales de la Trova: funciona como una perfecta máquina metafórica que dispara tropos decisivos para el imaginario del grupo y la época. Incluida por su propio autor en Abonizio –disco de 1984 que fue un rotundo fracaso comercial–, con un arreglo de Claudio Cardone que incluye la participación de un bandoneón, San Pedro se planta de entrada como un tema rosarino hasta la médula, sin necesidad de apelar a previsibles lugares comunes, sino revelando y al mismo tiempo creando el paisaje urbano: “Qué me importaba el tiempo / que había entre tren y tren. / Una ciudad descascarada, ciudad / siempre lloviendo”.
Así queda planteado el escenario de la canción, que de inmediato emprende el vuelo hacia regiones más altas, sin olvidar por ello la ironía hacia una sociedad que había entregado muchos de sus mejores valores en el marco de la dictadura: “Pañuelo a lunares, / paraguas verde, / y el mundo / por detrás. / En los kioscos venden siluetas, / Irene, para ganar”. Y entonces surge el estribillo, definitorio y definitivo: “Tristeza de los rieles, / tristeza la de tu casa / y tu gente”. Sigamos con la cita, para asistir a la aparición de uno de los leitmotivs troveros, la insostenible tristeza de los domingos: “Canción lánguida de la tarde / por la radio / duele más. / Desde un pararrayos vecino / el mundo se vino / a romper acá. / El mate, dulzor amargo, / con el patio / y el malvón. / Desde una pieza contigua / continúa el domingo”.
Después de la repetición del estribillo, la melancolía tanguera que vertebra la letra empieza a golpear demasiado duro cuando la canción, de pronto, se dispara hacia una dirección inesperada, sin dejar de cavar hondo a partir de implacables definiciones: “Aprovecha ahora / que te vas. / Vas hacia el único, / vas hacia el único lugar. / La tristeza que ves / es la tristeza que traes. / Prende una luz mojada / que no es tarde”.
Pero después de este ramalazo de esperanza y rebeldía, la melancolía retorna: “Cómo se levanta el polvo / en la vieja terminal. / A eso de la medianoche, / sin tomar ni una copa, Irene. / Vengo de un país vecino, / allí nada anda bien. / A qué lugar de esta provincia / me iré, Irene”. Porque, claro, y acaso para siempre: “Tristeza de los rieles, / tristeza la de tu casa / y tu gente”.
Auténtica obra maestra, canción que abre caminos que lamentablemente pocos han continuado, San Pedro es una de las cotas compositivas más altas que haya alcanzado la Trova.
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Abonizio y Fander, en primer plano. Detrás, entre otros, Fito Páez.
Tiempos difíciles (Fito Páez)
Para quien firma estas líneas, Actuar para vivir es el mejor disco de Juan Carlos Baglietto. Y la canción que lo cierra, una de las más bellas y profundas que haya escrito Fito Páez. Sin embargo, curiosamente, parece rodearla un halo de indiferencia u olvido. Acaso se deba a que encarna un espíritu que fue barrido del país por los siniestros años noventa.
La letra arranca con una descripción desoladora: “Tiempo de relojes / que no pueden más. / Tiempo de sofismas, / qué es la libertad. / Tiempo de somníferos casuales, / privilegios acordados de negreros de salón”. Y en ese momento irrumpe un Páez al que no resulta sencillo reconocer, pasadas cuatro décadas bajo el puente: “Los sepultureros trabajaron mal. / Los profanadores olvidaron que / la carne se entierra y no produce / pero hay ramificaciones / que están vivas y es peor: / están alerta”.
Los muertos y desaparecidos de los aún tan cercanos setenta dan pie a una continuidad intensa, y también a una predicción que incluye un concepto ajeno al presente, el de venganza. Todo termina, sin embargo, con un anuncio luminoso: “Brindo por eso, canto por eso. / Los cementerios de esta ciudad / se iluminarán de infiernos para vengar / las almas en cuestión. / Y llegarán trocitos de primavera. / Luego vendrán veranos para el que quiera”.
¿Estamos en presencia de un Páez revolucionario? Sin dudas: “Madres que le lloran a una tierra gris, / hijos que se entrenan para no morir. / Cómo atestiguar tanto vacío ante la historia / y que nos crea y que le duela, como al hombre. / Los equilibristas piensan en tensión (¿en tensión?). / Los conspiradores miran por detrás (por detrás). / Cuando la cornisa se termina / declaramos los peligros / y medimos el temor. Estoy alerta. / Brindo por eso, canto por eso. / Los cementerios de esta ciudad / se iluminarán de infiernos para vengar / las almas en cuestión. / Y llegarán trocitos de primavera. / Luego vendrán veranos para el que quiera. / Limpia tus labios de tanto vino, querido país”.
Tiempos difíciles es una canción atípica en la obra de Fito, aunque su lucidez, su furia y su fidelidad al momento histórico en que fue creada la convierten en inolvidable.
Candombe de la azotea (Jorge Fandermole)
Esta maravillosa canción resulta atípica en la obra de Fandermole. Desenfadada y chispeante, juguetona y saltarina, escapa tanto a la melancolía con que se suele identificar habitualmente a la Trova como de los parámetros reflexivos y de resonancias metafísicas que tiñen el universo del cantautor de Andino. De lírica exquisita y audaz resolución melódica, el Candombe se planta en un territorio bien urbano, nada menos que el misterio que habita las terrazas: “La luna nupcial y vieja / chorrea por las hendijas / con luz de papel de lija / para estos ojos que lloran. / Y un estilete de sombra / escapado de algún viento / como un colmillo sangriento / me atravesó con tu nombre. / Rumor de cascos oscuros / de los caballos en danza / azulando los tambores por arte de magia blanca. / El gato de la escalera, en un sopor de ginebra / bate la puerta de lata por arte de magia negra”.
Veloz y filoso, Fander dispara una imagen tras otra en el marco de un tema gobernado por el ritmo, casi diabólico: “Adónde te vas ahora, me gritan de la azotea / escondidos en las flautas para que nadie los vea. / Los alientos que te guardan como adentro de un pañuelo / y me cruzan con los filos de la entrepierna hasta el cielo. / El cuarto de madrugada / se cubre de flores muertas / y en algún rincón despierta una abeja encandilada / zumbando un recuerdo tierno, cruzó este cuerpo maltrecho / Desde el muelle de tus pechos hasta un fanal del infierno”.
En este tema queda bien claro que, así como el territorio que recorren Abonizio y Páez suele vincularse con la narrativa, el de Fandermole es hijo de la poesía. En el caso del Candombe, esa mirada de Fander que ve siempre más allá se combina con la mención directa de los objetos cotidianos, en un virtuoso entrecruzamiento de mundos: “En la memoria difusa / me cuenta un gato de loza / de las muchas dulces cosas que quedaron inconclusas. / Y no te cuento la pena que tienen los encordados / de ver mis dedos armados para matar la tristeza. / Me voy y me llevo todo en una cuenca vacía. / No es nada, de todos modos, perder la piel ya perdida. / Ya cuelgo un sueño en el muro como otra mancha verdosa / y dejo el corazón desnudo debajo de una baldosa”.
El témpano (Adrián Abonizio)
Esta es una canción muy especial. Recuerdo cuando la escuché por primera vez: me quedé quieto, inmóvil, asimilando el golpe. El témpano tiene una dimensión existencial, y por momentos recuerda al gran peruano César Vallejo. El arranque es un cross a la mandíbula: “A veces cuando pienso que todo está perdido / voy hacia alguna de las formas de la muerte. / Me pego un tiro con una palabra / que alguna vez me fue tan transparente”.
Después de semejante comienzo, Abonizio convierte el puño en caricia: “La ternura del agua que corre, / me recuerdo en la llegada de unos trenes. / Sales de los mares, curvas de los puertos / con mujeres descalzas en el verde”. Pero de inmediato golpea de nuevo: “Voy hacia el fuego como la mariposa / y no hay rima que rime con vivir. / No te pares, no te mates, / solo es una forma más de demorarte”.
A ese nivel de intensidad poética son pocos quienes llegan. El tema, de pronto, se corre a una extraña forma del optimismo y la afirmación vital: “En las tardes tranquilas cuando extraño todo / pienso que todo no es lo que perdí. / Una rosa de fe y aun a costa de perder, / se pierde pero se gana. / La lucha es de igual a igual contra uno mismo / y eso es ganarla. / No te pares, no te mates. / Solo es una forma de más de demorarse”.
Y de pronto, el tono existencial y metafísico suma un inesperado matiz social: “Recuerdo la quietud de la tierra. /
La quietud estaba adentro. / Se cree más en los milagros / a la hora del entierro… / Este hombre trabajó… / ¿Quién escribirá su historia? / La cal reseca, la viuda que sueña, / los amigos que siguen igual. / La gloria en zapatillas, el florero vacío, / quién sabe si se puso a pensar / para qué vivo. / Vivo para no perder”.
Entonces, el estribillo se repite para terminar de moldear una de las mejores canciones escritas en lengua castellana en el siglo veinte.
Epílogo
La breve lista de temas que el lector acaba de recorrer lejos está de agotar, por supuesto, tan rico universo creativo como el que dio a luz la Trova. A modo de pequeña compensación ante las ausencias, va a continuación otra nómina de canciones que bien podrían haber estado entre las siete precedentes: Una vuelta más y En la cruz de los días (Goldín), Actuar para vivir, Las cosas tienen movimiento, De plenilunio, Somos la ciudad y Viejo mundo (Páez), Los locos y los niños, Tema del vino y Pedazos de cielo que se caen (Fandermole), Dios y el diablo en el taller e Historia de Mate Cosido (Abonizio). Y más, muchas más… El lector podrá agregar las que quiera.