Aquel grito desaforado con su cara desencajada del argentino más conocido en aquel mundo sin redes sociales estalló en la pantalla más cercana, esa que Diego eligió para celebrar el único gol triste de su carrera: el último con la camiseta amada. “Esa bandera con mangas”, diría el Negro Fontanarrosa. La selección bailaba a Grecia en Boston, en su primer partido del Mundial de Estados Unidos 1994. Tocaron por el medio frente al área Redondo, Balbo, Caniggia y Diego, quien enganchó por la izquierda y clavó un zurdazo seco, en el ángulo superior del primer palo, para sellar el 4 a 0. Era todo alegría, pero hubo algo –quizá una intuición futbolera, un presagio funesto de barrio o una macumba brasileña– en ese festejo desahogado de Diego que pareció la primera gota de la lluvia que al otro partido aguaría por siempre el vino del festejo.
En su segundo partido en Boston, Argentina venció 2-1 a Nigeria, cuando lo dio vuelta con goles de Caniggia, el segundo con una definición exquisita al ángulo del segundo palo, tras pedírsela a Diego en un tiro libre rápido por la izquierda. Empero, apenas consumada la segunda victoria que encaminaba a la selección a clasificarse primera en el grupo, una enfermera rubia estadounidense tomó a Diego de la mano derecha y se lo llevó al control antidopaje –como acompañaban los verdugos a los condenados a la pena capital por el puente de los suspiros–, en el comienzo de uno de los días más tristes del fútbol argentino.
“Parece que es el muñeco”, alcancé a contarle al Enano Cachari, que llamó desde la redacción del decano por el teléfono fijo del centro de prensa de Dallas, hasta donde viajaba la selección a jugar su tercer partido del grupo contra Bulgaria, y hasta donde la noticia había volado con la velocidad del fax, la tecnología de punta de los 90. “La selección repitió el camino de John Fitzgerald Kennedy: el presidente norteamericano que se hizo sabio en Boston y mataron en Dallas”, escribió ese día el periodista salteño Tucho Figueroa, que integraba el grupo de enviados de los diarios del interior de nuestro país.
“Yo no me drogué. Les digo a los argentinos que amo esta camiseta y todo lo que hice fue por amor y con el corazón, no por las drogas”, se defendió Diego, entre lágrimas, luego de recibir la suspensión por dopaje del tribunal de la Fifa. “Prohibirle jugar a un futbolista que tuvo un problema para ayudarlo es como si a un pianista le cortaran las manos”, comparó el Flaco Menotti. “Me cortaron las piernas”, resumió Diego, con esa elocuencia de arrabal.
La salida de la selección a jugar contra Bulgaria en Dallas, con la mirada clavada en el pasto o en la nada, era la imagen de la derrota y se erigió en el segundo presagio de mal augurio. Como las malas no vienen solas –como advierte la sabia letra del refrán– el equipo fue un alma en pena y perdió 2 a 0 sin rebeldía con un contraataque de Hristo Stoichkov que definió de zurda al primer palo de Islas y un cabezazo de manual de Sirakov en un córner, del primero al segundo palo.
La relativa buena noticia de evitar a Italia como tercero del grupo para jugar contra Rumania en el Rose Bowl de Pasadena, en Los Ángeles, duró un rato, hasta que los europeos latinos del este acertaron un tiro libre en el segundo palo de Dumitrescu y dos tantos de Hagi en el primero, en una tarde aciaga del arquero Luis Islas, a tono con la profecía autocumplida de la eliminación de la selección, en el calvario de Diego y sus muchachos, desde Boston hasta Los Ángeles, con escala en Dallas.
Y dale alegría a mi corazón...
Esa mano de Dios en el primer tanto a los ingleses en la victoria de México 86, luego de la guerra de Malvinas–que el juez de línea búlgaro de ese lado no pudo no haberlo visto– se erigió en una de las picardías de potrero más celebradas de Diego.
Su antológico gol a los ingleses se convirtió luego en una de las máximas alegrías ofrendadas por el mejor jugador del fútbol moderno, muy cercano a la mágica asistencia a Caniggia en el gol a Brasil, en Italia 90, el día que Dios fue argentino en el primer tiempo. Y, si no, recomiendo a los agnósticos mirar el cabezazo de Dunga en el palo. Ese partido y ese Mundial aparecen como unas de las mayores muestras del amor de Diego por la camiseta y por los trabajadores. “Diego tenía el tobillo hecho una pelota. Jugó infiltrado, pero la aguja no le entraba. Yo nunca vi un jugador que haga eso: un jugador normal no habría jugado, pero agarró la aguja y se la clavó él mismo en el tobillo, como si fuera un cortafierro”, confió su exrepresentante Guillermo Cóppola. La otra postal imborrable de Diego apareció cuando puteaba a los italianos del norte porque silbaban nuestro himno, antes de la final contra Alemania, en Roma. Los mismos nuevos o viejos ricos que lo odiaban por haber salido campeón con el humilde Napoli, al extremo de haber bautizado a esa región del sur con el despectivo “Maradonia”. Contra Brasil, Diego la recibió en tres cuartos, gambeteó a tres marcadores a pesar de estar en una pierna y la cruzó de derecha a Caniggia, quien gambeteó a Taffarel y definió de zurda, en uno de los goles más celebrados, con millones de hinchas llorando arrodillados delante del televisor.
Ojalá Diego, que nos ofrendó las alegrías de la mano de Dios, el gol del barrilete cósmico y la asistencia a Cani contra Brasil, se siente a mirar este Mundial Qatar 2022 a la izquierda del Padre y le pida que se ponga la celeste y blanca, como ya lo hizo en aquel partido con Brasil, y le ruegue con ese tono irreverente de Villa Fiorito: “Dale, Barba. No te cuesta nada. Te lo pido por Francisco. Aunque sea por un rato”.