Matías Comisso recibió a La Capital en su casa de zona oeste y dijo: "Un día abrí los ojos y vi a Jesus al lado mío. Me decía, con una voz muy potente, que no era mi oportunidad. Y movía el dedo de un lado a otro, que no tenía que morirme, me decía". Eso sucedió en febrero de 2015 cuando Matías, por entonces de 23 años, se despertó de un estado de coma de dos meses en una sala del Hospital de Emergencias y con su cuerpo rígido como si una lanza lo hubiera atravesado verticalmente.
Todo empezó el 19 de diciembre de 2014 cuando Matías llegó a su casa de Montevideo al 6000 después de trabajar. En la puerta estaba su vecino Pablo Buscemi, de 41 años, quien apenas lo vio descargó viejos rencores y le gritó: "Me tenés podrido". Y sin más palabras le disparó cuatro tiros. Eran balas caladas calibre 38 que le destrozaron la médula. Por eso Matías estuvo cuatro meses internado y supo que nunca más volvería a caminar ni a sentir su cuerpo. Desde aquel día ya intentó matarse tres veces.
En el juicio oral que se realizó el mes pasado, Comisso llegó a Tribunales en su silla de ruedas: "Mirá como me dejaste hijo de puta. Perdí la vida, me cago encima, me meo", dijo mirando fijo a Buscemi. Y el acusado sólo le contestó: "Perdón Mati", con la confianza de quien se conoce desde siempre.
A la hora de defenderse, Buscemi dijo a los jueces que jamás pensó en matar, que es alcohólico y hace años que está en tratamiento. También contó que el 10 de diciembre de 2014 a su madre le robaron una importante suma de dinero en un secuestro virtual y que la cámara de seguridad de un vecino grabó el momento en que un joven buscó el botín. El vio la grabación y supo que ese muchacho era amigo de Matías, su vecino, al que acusó. Así que cuando lo vio quiso "asustarlo" con cuatro tiros.
Buscemi y Comisso viven en Montevideo al 6000. Un barrio donde los pibes con camisetas de Newell's pasean en motos de baja cilindrada. Y las familias del lugar son laburantes que poco a poco construyen en sus casas otro dormitorio, mejoran la terraza, levantan un baño nuevo.
Un lugar para siempre
La casa de Matías es una más de la cuadra. En su dormitorio hay una cama de madera, un televisor, una computadora, un placard desvencijado, una mesita de luz tapada de pastillas y un sillón con bolsas de pañales. Allí se sienta su madre, María del Carmen, para acompañarlo. Y le dice: "Te dejaron muerto en vida, pero tenés que salir adelante hijo". Es un día normal en una casa distinta a la que la familia acostumbraba vivir hasta hace dos años.
La paraplejia duele. Matías mide 1,80 y pesa unos 90 kilos. Sólo mueve la boca y los brazos. Es morocho y sus ojos están en una nube de lágrimas contenidas. La lesión medular cambió su cuerpo. Una parte de él desapareció pero incrementó el dolor. "Siento fuego en las piernas y un hormigueo permanente. Las piernas me tiemblan solas, la cabeza me estalla y con las pastillas quedo tarado", cuenta Matías. El joven sufre debilidad muscular, pérdida de los movimientos voluntarios, tiene problemas para respirar y no controla esfínteres. "Si pudiera pedir algo sería poder no hacerme encima", implora.
"No puedo pensar en el futuro, en No tener una familia, hijos, una mujer. Un tiro me cortó la médula, el otro fue al omóplato, otro al estómago y uno más al brazo. Sólo me sacaron dos balas, las otras no las pueden tocar. Una está a milímetros de una válvula del corazón. Durante estos dos años me fueron saliendo esquirlas", y muestra el hombro. Parece un camino de hormigas. "A veces se ve el plomo, otra vez encuentro pedacitos de bala en la cama".
De los tiros al odio
De su ultimo día como un hombre camún recuerda todo. "Me bajé del 120, fui al quiosco, compré cigarrillos y venía para casa cuando Pablo me gritó y me tiró. Me hicieron 35 puntos en el abdomen, una traqueotomía y ésto". Muestra su vientre voluminoso con cortes, su pierna derecha con cicatrices. "Me quise matar tres veces, me clavo tijeras, me corto las piernas, la panza, pero no puedo matarme".
"Cuando me desperté de terapia tuve sueños raros. Con un amigo que murió hace mucho y que me decía que íbamos a ir a jugar a la pelota en el cielo. Pero ahora no, que ahora tenía que vivir. Después se me apareció Jesús, igual: barba y vestido de blanco y me hablaba con una voz fuerte, profunda y me decía que no me iba a morir ahora". Cuando lo dice sus ojos se encienden, pero a la velocidad de la luz se apagan. "Más de una vez lo putié a Dios, me enojé mucho".
La paraplejia genera un odio que nace de las tripas y todo lo enloda. Quien baleó a Matías es su vecino. Y la familia Buscemi aún sigue viviendo al lado de los Comisso. Entonces el odio trepa la medianera. "A la hermana la conozco de chiquito, ahora viene y me carga: «Levantate paralítico de mierda», me grita. Me cuelgan pañales usados en mi puerta y el día antes de que dictaran la sentencia me vino a decir que su hermano salía en libertad, que por culpa mía él estaba preso. Queremos que se vayan del barrio", dice Matías.
Los Comisso podrían matar por dolor e impotencia. "Estos de acá al lado no saben lo que hicieron, me dejaron un hijo muerto en vida. Yo me ocupo todo el día de él, pero no puedo más", dice María del Carmen; y Marcos retruca: "Mi hijo está muy mal, tiene crisis y se quiere matar. Estos la van a tener que poner toda. Tengo que hacer un baño para él, necesito una silla de ruedas. ¿Los jueces que hicieron? ¿Los abogados van a apelar?", dice el hombre.
Marcos dice que ya condenado Buscemi por el ataque (ver aparte), comenzarán la causa civil. "Yo tengo que armar la casa para mi hijo y ¿cómo hago sin plata? Quiero juntar firmas para que esa familia se vaya del barrio. A mi hijo lo dejaron así", dice y señala la cama de madera, el colchón, la silla de ruedas rota.
La obra social le prometió a Matías una silla nueva, una atención distinta. Pero la burocracia no sabe de dolores y sólo entiende de papeles. Nada tiene la familia para encarar esta vida que les impuso un vecino.
Hace unos días Matías salió a pasear empujado en su silla de ruedas. Sin estabilidad, su cuello se va a un costado y otro. Los vecinos lo ayudan. "Les decía lo que me hizo este tipo, que estoy mal, y ellos entienden".
Matías iba a bailar a Mayonesa, a Bonita y a otros boliches del sur de la ciudad. Tenía una pareja y amigos, jugaba al fútbol y trabajaba. "Era repartidor en Naranpol y fletero". Después de los tiros tiene una vida inmóvil, es una estatua que llora y grita, un dolor cierto y un deseo
permanente "Quiero poder ir al baño solo".