"Tal vez restaure los bancos de la Catedral, eso me habían pedido antes de que pasara todo esto", dice el músico y luthier Jorge "Negro" Velázquez, quien vivió varios años en la calle con su mochila y guitarra a cuestas y ahora hace cien días que está en el refugio municipal de Grandoli y Ayolas.
Acaba de terminar de construir un bongó peruano (un instrumento de percusión más chico que su familiar, el cajón). Ya lo tiene vendido por 1.500 pesos y comenta que está dispuesto a replicarlos para quien quiera comprarlos y convertirlos en música. Pero no todo termina allí: se pone a arreglar una de las tres guitarras que le dejaron para reparar.
"Miren parece una yerbera -dice sobre el bongó-, pero escúchenlo". Lo hace sonar con sus dedos largos y rápidos y el frío de la mañana se disipa al calor de un son cubano, con letra de Nicolás Guillén.
Velázquez se presenta como un músico de las peatonales de distintas ciudades y de todos los escenarios rosarinos. "Canté con Melipal, Los Trovadores y el Negro Pino. Soy percusionista, toco la guitarra y registro de barítono. Me subí al escenario del Astengo, la Lavardén, el Anfiteatro y llegué a Chile y a Uruguay", cuenta el músico que asegura que "la noche mata", de soledad y violencia.
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Sin perder el buen ánimo casi se confiesa con buenas y malas. Dice que perdió la visión de un ojo y la mitad del otro, que le da clases de guitarra a un guardia de seguridad del refugio y que tiene una hija en Buenos Aires.
"Ella es artista como yo, pero hace danza y teatro". Como despedida agarra una de las guitarras y entona "algún día sabrás lo que ha sido vivir...". Y parece que cantara su propia historia.
Meros bultos
Una mañana helada y con neblina de esta semana, esta crónica se inicia desde el centro hacia zona sur de Rosario. A la gente que duerme y vive en la calle se la ve, una a una, acurrucada como meros bultos bajo los techos y dentro de las recovas.
Se acomodan como pueden en el microcentro, en las plazas San Martín, Sarmiento o Montenegro, y en la zona de la Terminal de Omnibus.
Son personas que deciden no ir a los refugios y que no se pueden llevar por la fuerza como pretenderían algunos vecinos. Los ampara el derecho a la libertad ambulatoria, según lo apunta el artículo 14 de la Constitución Nacional. Una de estas personas ya lleva meses en 3 de Febrero e Italia, bajo un edificio y a sólo un metro de la parada del 130. Es Juan, "el hombre de la escoba" y las versiones encontradas.
Cintia Díaz es una vecina de Juan. Una joven de pelo rojo y grandes auriculares verdes en los oídos que le regala unas galletitas o café caliente de vez en cuando. Dice que es un hombre "tranquilo y limpio" que no deja pasar un día sin barrer su rincón o dejar la cama hecha. Un relato que comparten desde la ferretería de enfrente, pero se contradice con algunos vecinos del edificio donde el hombre se cobija.
Hace dos semanas le marcaron la cancha a Juan. Instalaron una reja para que el hombre tome distancia de la puerta principal del edificio. "Es que no sólo se instaló a vivir acá, puso una caja y empezó a vender alcohol en gel, se adueñó de la esquina y creemos que es de Pérez y tiene antecedentes penales", dice un vecino que prefiere mantenerse en el anonimato.
Esta historia de la gente de la calle continúa en el Centro de Actividad Integral para Adultos Mayores y el Refugio Invernal Nocturno, dos espacios municipales y a cargo de la secretaría de Desarrollo Humano y Hábitat que dirige Nicolás Gianelloni.
El sitio acoge a 30 varones adultos que aceptaron resguardarse sin salir ni un solo día desde que comenzó la cuarentena. Otros 35 están repartidos entre los refugios que por primera vez este años abrieron jornada completa: Sol de Noche (Marconi 2040) y La Casona (Central Argentino 2850) que aloja a personas de ambos sexos.
El mapa se completa con las ofertas, sólo nocturnas, del club Rosario Central (Cruce Alberdi) donde duermen 25 personas de ambos sexos, y desde hace una semana pernoctan 60 varones más en un galpón de la Ex Rural (con entrada por Dante Alighieri y Oroño).
"Estamos trabajando estrategias posibles a futuro, caso por caso, pensamos mucho cómo será el día después para esta gente que ya no quiere volver a las condiciones terribles que vivieron en las calles pero no tienen un proyecto. A algunos pudimos encontrarles lugar en geriátricos, a otros los vinculamos con sus familias, los ayudamos a tramitar sus pensiones, o documentaciones personales o la IFE (Ingreso Familiar de Emergencia)", detalla el director general de intervenciones emergentes de la secretaría, Jose Luis Tabares.
El funcionario cuenta que llevan aplicadas 446 vacunas contra la gripe y se coloraron otras tantas a los empleados de los refugios.
"Nos queda tiempo de trabajo por delante, dependemos de la pandemia para seguir abordando esta problemática de manera social e inclusiva no sólo asistencial", señala Tabares quien agrega que los llamados de los vecinos al 147 son "un termómetro" y han aumentado.
El abordaje a la gente en situación de calle se inicia con la Guardia Urbana Municipal (GUM) que entrega frazadas, abrigos, gorros, cuelleras, guantes y medias más algo caliente, en combinación con la acci{on de ex Combatientes y a Universidad Nacional de Rosario. Y si están mal de salud se comunica el cuadro al Servicio Integrado de Emergencia Sanitaria (Sies). Si son adultos mayores se los intenta alojar en los refugios de 24 horas, aunque se hizo excepción con algunos jóvenes también.
"Por suerte no hubo ningún contagiado de covid-19, pero sí encontramos cuadros de neumonía, diabéticos, hipertensos y hasta con principio de gangrena".
Kit antipandemia
Un residente con barbijo abre la puerta de la entrada al refugio de jornada completa en zona sur. Rocía a las visitas con alcohol y las invita a lavarse y secarse las manos en una pileta dispuesta como parte del kit antipandemia. El lugar se ve espacioso, soleado y con mucho verde.
El recorrido empieza en una cocina equipadísima, donde empleados y residentes comparten tareas, mientras unos más desayunan unos amargos con sus propios equipos de termo y mate.
"Yo trabajaba de parrillero en avenida Pellegrini pero me quedé sin trabajo y dormí varias noches en la Terminal, antes de llegar acá", cuenta Alejandro Dagatti de 63 años, nacido en San Francisco (Córdoba), quien recibe las viandas de guiso de arroz, salsa y porotos y algunas con comida especial para diabéticos e hipertensos.
En el momento donde dos muchachas le sacan brillo al piso, la recorrida sigue por el roperito donde algunos guardan objetos personales y luego por un pabellón largo con camas de caño de colores: todas tendidas.
Un residente está sentado sobre su cama leyendo la biblia, unos pocos se despabilan, la mayoría ya está en actividad: en talleres, viendo televisión, caminando como actividad física en el parque, conversando al sol o trabajando en la huerta.
Puede parecer una postal romántica, la que tiene a cada uno en lo suyo pero no siempre es así. Lo explica de este modo el operador y profesor de teatro, Leonardo Pérez .
"No siempre el clima es tranquilo. Para estos hombres la llegada es dura. A veces se enojan, no se conectan entre sí, tienen mucho tiempo de andar afuera como quieren y quedarse adentro les cuesta tanto como no ingerir más alcohol o drogas. Algunos tomaban diez litros de alcohol por día y ahora nada. Ya llevan cien días y esa situación va mejorando con la ayuda del equipo médico. Hacen acá algunas cosas que venden para comprase cigarrillos", asegura Pérez.
Las personas alojadas allí cuentan con las cuatro comidas diarias, ropa de abrigo y de cama, cobertura médica. Hace poco les donaron una lavadora y secadora para mantener la ropa más limpia. También cuentan con duchas con agua caliente y talleres de educación física, teatro, huerta y trabajos en madera. La producción está disponibles para la venta y con lo recaudado los residentes cubren sus propios gastos: productos de higiene y cigarrillos. Unos pocos reciben visitas tras un acrílico y los operadores aclaran que se aceptan donaciones de libros, ropa, elementos de higiene y también guitarras para reparar.
Todos parecen muy callados y circunspectos pero cuando se les da charla responden y cuentan. Literalmente cuentan: apelan al dato detallado de las cifras como el que vive el encierro o afuera de todo. Precisan cuántos días, meses o años vivieron en la calle, cuánto tiempo llevan en el refugio, cuánto llevan "limpios" de droga o alcohol, cuánto tiempo estuvieron internados, encarcelados, cuánto hace que no ven a su familia o con cuñantos días nació un hijito prematuro. Cuentan.
Cruzando el parque, al final del predio está una de las dos huertas. Ese parece ser terreno de Hugo Alberto, de 41 años y barrio Las Delicias. Un tipo que sólo cursó la primaria y tiene varios hermanos. Supo trabajar en una zapatería, en una carnicería y como albañil y vivió en una casa. Pero en un momento, dice, no pudo pagar más los impuestos y tras una pelea familiar quedó en la calle.
"Viví dos años en el Parque de España, cuidaba coches dormía en la barranca. De día no pasa mucho, de noche pasa todo. Yo sobreviví gracias a lo que me daban los verduleros de la zona para un guiso. Consumí alcohol y cocaína, ahora acá estoy bien, me baño con agua caliente y desde que vine hace 106 días engordé como diez quilos, de a poco los estoy bajando", dice el hombre que muestra el boldo, la acelga y la radicheta de su huerta, una siembra disponible para la venta y que confiesa que extraña comerse un asado y tomarse "una cervecita".
Otro que se dedicó por años al cuidado de autos, sobre todo en la zona del Pami I, se drogó "toda la vida", no sabe leer ni escribir y supo ser mozo es Enrique Paniagua, de 47 años y barrio Acindar. Hincha de Newell's de pies a cabeza asegura que era "un goleador nato" y que jugaba de 11 en Tiro Suizo.
"Vine acá por propia voluntad, no tengo familia, pero muchos vecinos de allá me quieren. Soy limpio, no parezco un tipo de la calle, hasta un traje tengo allá en el centro", dice Paniagua mientras alardea con sus proezas futbolísticas y se ilusiona con salir y poder vivir en una pensión.
Se acercan a la exhibición de los jueguitos de Paniagua, Hernán Lezcano, de 28 años, de barrio La Granada, padre de una nena y vendedor ambulante. Dice que es su "amor" y posa con las fotos de ella. También está allí Norberto Rodríguez, de 50 años y mirada triste. Un vecino de Bella Vista, dos hijos y desocupado de una lonera.
"Quedé en la lona", se sonríe ante su ironía y cuenta que su trabajo consistía en colocar carpas a las piletas de los clubes o echar mano a las de circo. "Lo peor fue cuando me robaron la bici que me había comprado con la indemnización. Me cortaron las piernas", se lamentó.
Los ebanistas
José Altamirano en pocos días cumple 62 años, es padre, abuelo y está separado hace quince años. Declara con orgullo que es técnico electromecánico recibido en la ex Enet N°3. Junto a Ariel Barreto, de 38 años, de barrio de La Carne, casado y con un hijito de un año y cuatro meses, son dos de los "los ebanistas" de este refugio.
Aprendieron a hacer mesas de noche, portallaves, escudos futbolísticos y otros objetos de madera que venden a los empleados del refugio y a sus familiares. "Podemos hacer lo que nos pidan", se publicitan.
Altamirano recuerda que fue el hacedor de los muebles de su casa, "cuando la tenía". Y eso fue antes de lo que él llama "la debacle de 2012", la época en que sufrió un aneurisma y ya no pudo trabajar.
"El dolor más grande lo sentí a los 50 años cuando me dijeron que necesitaban gente más joven que yo. Después viví como pude, en una pensión, en la calle, en la estación de colectivos", dice antes de precisar, como todos, cuántos días lleva en el refugio. "Cientotres", remarca.
"Estoy bien, pero el encierro me mata, asegura, por eso hago cosas en madera, así el tiempo se me pasa".
Barretto de quien primero habla es de su hijito que "nació con 905 gramos" y estuvo 121 días internado. "Me van a hacer llorar", dice y se quiebra. Cuenta que el chiquito que tuvo con Sandra, su mujer, nació seismesino mientras él trabajaba en una empresa de caucho y en negro.
"Ganaba poco entonces no nos alcanzaba para alquilar y mi mujer y mi hijo se fueron a vivir con mis suegros". Pero él no pudo unirse por problemas familiares.
"Trabajaba doce horas, salía y me encontraba con ellos a tomar unos mates, luego hacía tiempo hasta las diez de la noche porque alquilaba una pieza en un hotel y a esa hora era más barato alojarme, y me iba a dormir solo hasta que me echaron del trabajo".
Dice con cierto pudor que "es la primera vez que está en un refugio", que no ve la hora que pase la pandemia. "Quiero encontrar un trabajo para poder irnos los tres a vivir a una casita". Ese es su sueño del después.
La recorrida termina en una sala de juegos con metegol y ajedrez, una tele prendida y una biblioteca medio desabastecida.
Gabriel Ortíz, de 48 años, está tallando el marco de un espejo y otro residente lo mira trabajar. Cuenta que su vida se la pasó entre la calle y la cárcel. El último tiempo estuvo en zona oeste, por Pellegrini y Alsina y dormía detrás del hospital Carrasco.
"Vendía limones, lavaba autos, barría veredas. Los vecinos llamaron para ayudarme y me vine para acá", dice este residente que también sueña con salir de allí y poder conseguir una cama en una pensión para no volver a dormir en la calle "con los ojos abiertos" por el temor.
Cerca de él, y metido en una capucha Guillermo Wolf, de 65 años, se hace llamar "el Lobo" porque eso significa su apellido en inglés. Es ex colocador de pisos y muestra un portamacetas de madera hecho con sus propias manos antes de ponerse a jugar una partida de ajedrez. Y Hugo González, de 63 años, un ex museólogo, se entretiene acomodando unos pocos libros en la biblioteca. Dice que no le gusta la televisión y que está leyendo Crimen y Castigo de Dostoievski. "Ojalá alguien nos done algunos libros, estar todo el día pegado a la tele nos va a volver idiotas", sentencia con ironía sobre el porvenir incierto de todos.
(Para donar libros, ropa, elementos de higiene o comprar plantas, objetos de madera o dejar instrumentos en arreglo dirigirse al Refugio de Grandoli y Ayolas o llamar al 0341.3953216). Y para alertar por la presencia de alguna persona en situación de calle llamar al 147.