"El Rey lloró". Esas tres palabras, que son apenas un pequeño extracto de una de las tantísimas letras de Litto Nebbia, le darían un marco ideal a lo que fue una nueva muestra de talento de parte de Roger Federer. Hay tantas palabras, ideas, referencias que aparecen de manera repentina que resulta complejo elegir algunas, o las que parecen más acordes, para explicar el recorrido del suizo por el mundo del tenis, su mundo. Tras un maratónico partido contra el croata Marin Cilic (6/2, 6/7 (5), 6/3, 3/6 y 6/1), al número dos del mundo le fue imposible contener las lágrimas. Debió esperar un par de segundos más para desatar la euforia, luego de que el Ojo de Halcón le diera la derecha, pero una vez que la imagen mostró que una pequeñísima parte de la pelota había dado sobre la línea lateral, sobre el revés de Cilic, la obra ya estaba consumada. El vigésimo Grand Slam del sin dudas mejor tenista de la historia dejaba de ser un sueño para convertirse en realidad. Hoy más que nunca, Federer, Su Majestad.
A esta altura no debiera sorprender que el suizo gane un Grand Slam. Pero cada consagración de aquí en más tendrá, inexorablemente, un valor agregado. Es que cuanto más grande (en edad, claro) sea el personaje en cuestión, mayor relevancia tendrá el alzamiento de un nuevo trofeo. A sus 36 años llama muchísimo más la atención su vigencia que su talento. Por eso, mientras el físico le responda, la otra parte mantendrá en vigencia su garantía.
Y para Roger el tema de los años que tiene encima no es un inconveniente, más bien todo lo contrario. "La edad no es un problema. Tengo momentos excitantes por vivir", fueron algunas de las palabras del suizo tras la consagración en el Melbourne Park.
Allá en el tiempo, en 2003, quizá ni el propio Federer imaginaba lo que el destino le iba a deparar. Ese purrete de apenas 21 años ganaba su primer Grand Slam. Fue en Wimbledon frente al australiano Mark Philippoussis. Lo mejor estaba por venir.
Ahí empezaron a caer a granel los Australia Open, los Wimbledon, los US Open. Su relación con Roland Garros fue distinta. Mucho más discreta, pero allí en París también se dio el gusto, aunque sea en una sola ocasión (2009), de alzar el trofeo.
Años como número uno del mundo y una catarata de títulos le fueron poniendo marco a una carrera sencillamente brillante. Una carrera sin estridencias, polémicas ni nada que se le parezca. Porque si hay algo que caracterizó a Roger a lo largo de su vida fue el bajo perfil, parecido, imaginariamente, al de ese humilde hombre al que "el Rey le ofreció sus lujos y placeres a cambio de que el campesino le enseñara a vivir feliz".
El Wimbledon de 2012, cuando venció en la final al escocés Andy Murray por 4/6, 7/5, 6/3 y 6/4 pareció ser el final de ese paso arrollador de un tenista que estaba más acostumbrado a codearse con el éxito que con las decepciones. Algunos contratiempos físicos que produjeron un lógico decaimiento en su nivel llevaron a Federer a tener que soportar un lustro sin consagraciones en los torneos de mayor trascendencia.
Su reaparición en el gran escenario fue lo que comenzó a poner su edad en boca de todos y a hacer que cada título grande que obtuviera cobrara una mayor relevancia. Cinco años tuvieron que pasar para que el suizo demostrara que el paso del tiempo lejos estaba de hacer mella en su tenis. A los 35 años, y cuando muchos auguraban el final de su carrera, metió otro Australia Open, el año pasado. Fue el impulso necesario para volver a coronarse en Wimbledon (sin dudas su lugar en el mundo) y para repetir ayer en el Melbourne Park. Así como suena, entre los 35 y los 36 años fueron tres Grand Slam. Todo en apenas en 12 meses.
Sólo Roger sabe hasta dónde llegará. Mientras sienta que tiene "momentos excitantes" por vivir hará lo que mejor sabe: jugar al tenis. Seguramente tendrá muchas más ocasiones para llorar. Porque a la condición de Rey nunca lo abandonará.