Todo lo que te dice el mercado al oído es para acostarse contigo. La sociedad de consumo no es más que un capitalismo de seducción. Todo se hace para atraer al consumidor, llevarlo a la cama, cortejarlo, tentar sus debilidades, sus deseos. Esas dependencias masivas de las obsesiones que nos inyecta. El capitalismo clásico explotaba a los asalariados; el neocapitalismo explota a los consumidores: es preciso que las mayorías acumulen cosas para que las minorías acumulen capital. Ingenioso. En esta sumisión colectiva reside el núcleo de la Modernidad. En esta dependencia trepidante de convertir en necesario lo innecesario, de disponer de cosas que no necesitamos pero creemos necesitar. Hace tiempo que el sistema descubrió su poder de encantamiento, alienando a la sociedad con sus “golosinas”, ese gran contingente de necesidades falsas que solo se satisfacen mediante el consumo desmesurado, garantía inequívoca de la sostenibilidad del sistema. Estamos empecinados en fabricar seres enfermos para mantener una economía “sana”, nadando como náufragos en un océano neoliberal en el que hace tiempo que chapoteamos. En ese admirable ejercicio de ensimismamiento centrado en lo superfluo, en la autosatisfacción de deseos y en la mercadotecnia del yo. No somos lo que somos, somos lo que podemos ser.