El camión arribó al barrio sin veredas ni calles. Sólo un sendero con yuyos domados por idas y venidas de pies descalzos. Y una zanja poco profunda para escurrir aguas servidas que se abre paso como una serpiente hacia un maloliente manchón de lodo. El sitio, dejado de la mano de Dios, es refugio escondido de pobres de toda pobreza. Están dispuestos a que del caserío miserable de cartones y chapas nazca un barrio. O, como van las cosas, un cementerio privado. Por ahora, el paraje de la Virgen Negra como lo llaman, es más o menos conocido por los tiroteos que casi a diario cobran una o dos vidas casi siempre jóvenes. Muy jóvenes. Para ellos el futuro es hoy. Y vendiendo droga degradada se obtiene plata rápida y poder. Presienten que son una especie en extinción, condenados antes de nacer. Seres no renovables, no reciclables. Las pesadillas les impiden soñar con un futuro. Para qué, si no lo conocerán. Los sabiondos hablan de que la estructura social de la Argentina mantiene un fuerte rasgo característico de propiedad privada de la riqueza en un limitado número de personas. Palabras. El neoliberalismo los sentenció a ser pobres, esclavos sin grilletes si agachan la cabeza. Y mientras menos lleguen a la vejez, habrá menos pensionados. Otra molestia menos. La única ayuda que reciben los jóvenes son consejos y lástima, una inmensa pena por una historia que parece sin fin. El rezo del Santo Rosario por parte de un grupo de mujeres más avejentadas que ancianas y que se juntan a rezar los domingos junto a una cruz de hierro clavada en el descampado no alcanza para rescatarlos. No faltan los que justifican la tragedia de ese infierno que no figura en ningún mapa repitiendo una macabra frase de los años de plomo, cuando en oscuros operativos desaparecía gente como en el truco de un mago siniestro: "Algo habrán hecho." Del camión comienzan a bajar equipos para una transmisión de televisión en vivo. Políticos en tren de campaña no. Esos no llegan hasta ahí ni arrastrados por el viento. Un vecino con una camiseta en estado lastimoso y pala en mano se aproxima a al vigilante recién llegado y pertrechado con ametralladora para disuadir, como aconseja el manual de una ministra siempre a la defensiva, y le susurra: "Vinieron. Pensamos que se habían arrepentido." Todo está listo para la salida al aire. El presentador carilindo devenido periodista refiere el compromiso que representa para los medios mostrar la pobreza extrema, la miseria y necesidades insatisfechas de tanta gente. Las llama así, gente. Ni conciudadanos ni hermanos porque en una de esas hay refugiados de países vecinos. Y no sería lo mismo. El Gurú o Chamán de la villa que había pactado el encuentro llega con personas de distintas edades y dice que están listos para el sacrificio. Y con un pequeño cuchillo filoso como un bisturí les arranca los ojos a más de una docena de pobladores. Nadie grita. Sólo hay sollozos. Aclara que no sienten dolor porque emplea una técnica ancestral. Y que ha sido voluntad de ellos elegir la ceguera y dejar de ver la degradación a la que han sido llevados por la indiferencia y avidez de los poderosos. El productor de la nota agradece y en voz baja comenta con un colega el bajo costo de la producción. "Cuánta locura. ¿Cómo acabará esto?", dice sin mencionar ni una vez la palabra atrocidad. El camión se aleja despacio. Y sobre el piso de tierra ensangrentado, en iracundo silencio, se amontonan como trofeo de la desgracia un puñado de ojos negros.