Terminé mi ciclo como diputado provincial. Lo hice antes, en el 2003, como diputado nacional. Dos
periodos, ocho años. Cuatro en la Nación y cuatro en la provincia. Me queda un sabor amargo. Porque
mi intención no era estar “ocasionalmente” como diputado, emplear asesores y que pase
el tiempo sin que cambien "a fondo" muchas cosas. Primero, la política me costó más de lo que
obtuve (monetariamente hablando). Segundo, sí, yo quería cambiar el país y no pude hacerlo. Por eso
esta sensación de frustración que siento. Para cambiar el país, tenés que ser presidente de la
Nación.
Todo el poder en tus manos y entonces podés concretar tus ideas. Siendo diputado estás muy
limitado. Te miden si sos bueno o malo por lo que trajiste a tu ciudad, o a las instituciones o las
ayudas que realizaste. Y un legislador debe legislar. No en cantidad, sino en calidad. Mejorando
las leyes, no superponiéndolas, haciendo todo más confuso. Es necesario revisar las leyes
existentes (el digesto) dejando bien en claro las que están vigentes, las que son útiles, para que
la Justicia pueda actuar limpiamente.
El Poder Legislativo, nacional y provincial, tiene que ser independiente, como lo dice la
Constitución. ¿Lo es en realidad? No. Si algo pude conocer en este tiempo es que las leyes que se
aprueban en la Nación y en las provincias, son las que pretende el Ejecutivo nacional o provincial,
según corresponda. Es una utopía para un legislador independiente conseguir que le traten en
comisiones y luego le aprueben en el recinto una ley por él concebida.
Si el Ejecutivo está en esa línea y advierte que le es útil, pícaramente deja de lado la tuya
y envía una propia para promulgarla.
Hace algunos meses salió un artículo en el diario La Capital cuyo título decía: "El mejor
legislador: el Estado", y coincidí con su contenido, que afirmaba que el mayor número de leyes
sancionadas eran las que enviaba el gobierno. Es verdad, la independencia no existe. Los
legisladores oficialistas y otros que se necesitan para obtener mayoría, cuando son llamados por el
presidente (o gobernador en las provincias) o por algún miembro influyente de su gabinete, son
convencidos rápidamente (el poder seduce absolutamente) y levantan la mano para aprobar lo que
quiere el Ejecutivo.
Hay discusiones interesantes, justificaciones largas y confusas, discursos elocuentes, horas
debatiendo, pero hoy en las cámaras ya se sabe de antemano, antes de la sesión, qué destino tienen
las leyes, si son aprobadas o no.
Una característica saliente: los legisladores en su gran mayoría estudian de qué manera se
puede recaudar más para el Estado.
Mi intención era otra: usar la energía, la imaginación, para que el Estado nacional,
provincial, ordene sus cuentas, no malgaste el dinero que es de todos, sólo por propósitos
políticos, personales o de grupos de poder y no exija, entonces, cada vez más a una actividad
privada, que cuando está exhausta o no “ve“ el negocio, no hace inversiones, no
promueve emprendimientos. En definitiva: si es verdad que la verdadera riqueza y los empleos
genuinos los provee la actividad privada (y lo contrario nunca podrá ser demostrado) deberíamos
cuidar que tenga campos de acción y no acosarla para que se achique.
Esto es lo que pasó en Argentina en los últimos sesenta años, esto es lo que yo estoy
plenamente seguro que ha ocurrido. Siempre existieron gobiernos excesivamente intervencionistas
(militares y democráticos). Pero lamentablemente no es lo que la gente en su mayoría hoy cree.
Tampoco la prensa y los dirigentes de peso, empresarios y políticos. Consecuencia, no lo sabe la
opinión pública. Se cree, equivocadamente, que la responsabilidad es por aplicar políticas
liberales. Sin embargo son estas ideas, simples, de sentido común, las que haría a nuestro país más
fuerte, más rico, con más trabajo, más justo.
Terrible dilema: seguir peleando casi en soledad, sin estructuras, con mucha gente que piensa
como yo pero que no se compromete. Niegan, como Pedro a Jesús, por temor del poder actual.
Y por mi parte, con una empresa que defender y llevar adelante, que temo por su suerte y por
su gente. Con 50 años de vida.
Son dos pasiones, política y empresa, que sé, no dejaré nunca.
El dilema del que hablo, referido a la política es: ¿para qué luchar más? Tiempo perdido, mis
ideas no están en la gente, Argentina no cambiará, no podré cambiarla.
Pero quizás, aunque sea para dejarme a mí mismo más satisfecho, quizás como mecanismo de
defensa, o para mantener la esperanza, pienso lo siguiente: así como veo que en mi empresa, Apache,
hemos desarrollado 84 implementos diversos en 50 años, con diseños propios pero que partían también
de ideas desarrolladas antes, aquí o en otros países y se avanzaba sobre eso y se mejoraba. Los
mecanismos que antes habían sido denostados, se reformulaban para mejorarlo y proponer; su tiempo
había llegado. También en política a estas ideas que defendí y defiendo, después de muchos más
fracasos, o medios fracasos, se las verá con un juicio distinto, con mejor onda y probablemente un
día, en nuestro país, como fue en otros que gracias a estos principios están desarrollados y nos
sacaron kilómetros de ventaja, se las utilice como lo que es: una herramienta para progresar más,
ser más confiables, contar con ahorro propio, generar más riqueza, más empleos. Más justicia,
certidumbre. Cumplir mejor con nosotros, con el mundo.
Es tiempo de dejar los lamentos de lado. De buscar en los demás a los culpables de nuestra
decadencia. Todo depende de nosotros. Lo importante es darse cuenta, encontrar el rumbo, no repetir
los mismos errores. Tampoco sirve ser ortodoxo, inflexible. Sí, tener la cabeza fría y sacarnos de
encima lo que no funciona. Entonces quizás, estos años de diputado, por lo menos para mí, habrán
tenido sentido.
Por nosotros; por Argentina.
(*) Diputado nacional 1999-2003 y diputado provincial 2003-2007