Corren tiempos de incomodidad para la Iglesia Católica argentina. A fin del año pasado, la Corte Suprema prohibió la educación religiosa en las escuelas públicas de la provincia de Salta. Si bien la decisión sólo tiene efectos sobre esa jurisdicción, es lógico que se haga extensiva a otras provincias que cuentan con reglamentaciones semejantes.
Durante el proceso judicial se conoció que las familias de los alumnos de las escuelas de Salta eran obligadas a revelar sus creencias religiosas en un formulario que debían completar al inicio de cada año. En la práctica, la mayoría de los alumnos recibía catequesis en horario escolar, a partir de los programas aprobados por el Arzobispado católico de Salta, lo que inevitablemente contaminaba los contenidos curriculares con los dogmas propios de la religión. Los creyentes de cultos minoritarios y los no creyentes debían participar de esas clases o, de lo contrario, eran marginados de sus compañeros sin recibir ninguna otra formación en su lugar. La política era a todas luces discriminatoria y segregaba a quienes no deseaban recibir formación católica.
El fallo representa un triunfo para quienes creemos que el futuro del país —y de cualquier sociedad democrática— es cosmopolita y multicultural. No alcanza simplemente con tolerar la diversidad de credos, estos deben ser tratados de forma igualitaria y el Estado no puede perder su neutralidad beneficiando a un culto por sobre los demás.
Así las cosas, cuando en marzo de este año se divulgó que el Estado destina 130 millones de pesos por año para mantener a los obispos de la Iglesia Católica, parte de la opinión pública estalló en indignación. Francamente, la suma es insignificante dentro del presupuesto, y es cierto que obedece a una carga impuesta por la Constitución nacional, pero aun así constituye un privilegio inaceptable, herencia de los Estados confesionales en los que el poder político está unido a la religión.
El problema va más allá de la partida presupuestaria. Por debajo subyace el debate sobre el rol de la Iglesia en la sociedad. Quienes pugnan por una nítida separación entre la Iglesia y el Estado no tratan de hacer desaparecer a la religión. Nadie puede negar su función como sostén espiritual de muchos individuos y, sobre todo, que la promesa oscilante entre una eternidad en el paraíso o el infierno es más efectiva que cualquier política criminal para la prevención del delito. Pero es indiscutido que la secularización jugó un papel determinante en la consolidación de las democracias modernas y por eso el fastidio de quienes ven que la religión se resiste a quedar relegada a la esfera de lo privado y busca incesantemente recuperar su participación en los procesos políticos.
No es menos cierto que, hoy en día, es difícil reconocerle autoridad moral a la Iglesia Católica. Cuesta no poner en tela de juicio su rol durante los períodos más oscuros de la historia de la humanidad, cuesta ignorar los abusos sexuales y su encubrimiento sistemático, cuesta aceptar los dogmas y enarbolar las banderas del conservadurismo. Mientras el mundo atraviesa cambios culturales y sociales a un ritmo vertiginoso, la Iglesia Católica permanece estática en su intransigencia moral. El rechazo a la Iglesia no necesariamente implica un alejamiento de Dios o una merma en la fe, sino que refleja un franco desencanto con las instituciones religiosas. La gente no ha dejado de creer, pero hoy prefiere hacerlo sin intermediarios.
Con la llegada de Francisco, algunos vaticinaron un renacer de la religiosidad en la Argentina e incluso en el resto del mundo católico. El nuevo Papa prometía una revolución que rescataría a la Iglesia de su ocaso y la transformaría en una institución moderna, tolerante, accesible, austera, popular, plural. Los primeros gestos del Pontífice llenaban de esperanza a los fieles. Había llegado la hora de colgar las túnicas con bordados de oro y de ponerse el calzado con suela de goma, para ensuciarlo con la tierra de las calles. Era el momento de la religión al servicio del pueblo.
Pero con el paso del tiempo, poco a poco, la ilusión se fue apagando. La transformación quedó en promesas. Francisco terminó siendo un exponente de esa demagogia tan propia de los líderes latinoamericanos; fumata blanca, nada más.
Pienso en dos temas de actualidad: igualdad de género y diversidad sexual. Francisco anunció hace dos años que debía estudiarse la posibilidad de permitir el diaconado femenino, es decir, que las mujeres pudieran acceder al grado inferior de la jerarquía eclesiástica, privilegio exclusivo de los hombres. Hasta la fecha, el cambio sigue haciéndose esperar.
Hace algunas semanas se le atribuyó haberle dicho: "Dios te hizo gay y te quiere así", a una víctima de los abusos sexuales cometidos por sacerdotes chilenos. La frase no fue respaldada ni desmentida por ninguna fuente oficial. Para tratarse de una institución que históricamente ha perseguido a la homosexualidad, esa supuesta concesión es, sin dudas, insuficiente.
Tal vez sea que las buenas intenciones del Papa no logran sobreponerse a la presión del lobby conservador o tal vez sea Francisco quien se deja vencer por sus propias convicciones. A fin de cuentas, antes de convertirse en Su Santidad, el hombre fue simplemente Jorge Mario Bergoglio: argentino, cuervo y peronista; tan humano como cualquier otro.
Cuando todavía era arzobispo de Buenos Aires y en el país se debatía la ley de matrimonio igualitario, Bergoglio afirmó en una carta que la unión entre personas del mismo sexo era "la pretensión destructiva del plan de Dios", impulsada por el demonio mismo. Tiempo después, ya en su cargo en Roma, matizó su posición y dijo: "Si una persona es gay y busca a Dios, y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?".
Conociendo sus antecedentes, la buena voluntad a la que refiere el Papa no puede ser otra que la represión del deseo. Francisco exige voluntad de cambiar o, por lo menos, de disimular. A los homosexuales los prefiere sin pluma ni brillo, en lo posible colgados de una percha, con naftalina en los bolsillos, buscando a Dios adentro de un armario.
Los pequeños guiños no alcanzan. En una pésima época para mantenerse en la homofobia y el machismo, la Iglesia sigue fiel a sus principios y hace poco por desagraviar a quienes han padecido toda una historia de injusticias.
Pero las demandas sociales no se detienen a esperar a que la Iglesia asuma que los tiempos han cambiado. Por eso, no extraña que el Papa haya perdido su popularidad inicial y ya ni siquiera logre ser profeta en su propia tierra. El último golpe: el debate por la legalización del aborto. La ilusión es que pueda darse una discusión democrática despojada de las verdades absolutas que pregona la religión. Toda una prueba de carácter para nuestra sociedad.