El quiasmo es una figura de la retórica un tanto especial en donde se invierte
la secuencia de una frase con el resultado de que en general dicha inversión arrastra también al
sentido del mensaje que deviene en su opuesto. Muchos dichos o chistes populares utilizan este
recurso como aquel que dice no es lo mismo el árbol de la vida que la vida del árbol.
Si aplicamos el quiasmo al título y tema del artículo de
hoy nos encontramos con una diferencia interesante ya que no es lo mismo el orden de las cosas que
las cosas en orden. El orden de las cosas tiene una dimensión y un sentido más general que la
expresión de las cosas en orden que se refiere a las cosas de cada uno, ya sean las cuentas
particulares, las cosas del querer o las del trabajo o las del dinero en el caso de aquellos que
están dentro del sistema. Es sabido que la preocupación por el orden está dentro del listado de
preocupaciones fundamentales del ser humano, con toda probabilidad de todos los tiempos tanto a
nivel general como individual. Incluso es un tema y una cuestión constante entre padres e hijos.
Una suerte de lucha, con predica y todo, donde los padres enarbolan la bandera del orden que los
hijos por lo general desatienden.
Se podría decir que alguien ha adquirido un nivel de
autonomía cuando ha construido su propio orden, en definitiva distinto al de sus padres. De lo
contrario si persiste anclado en un determinado desorden, si insiste demasiado en algo que se
podría llamar una especie de "hijez" crónica, entonces ese alguien, seguramente de un modo
inconsciente, circula suponiendo que los padres están siempre detrás ordenando lo desordenado.
En el fondo el orden de las cosas no es del todo controlable. Por lo eso
tenerlo controlado es seguramente uno de los sueños más caros para los humanos. Así lo prueba un
saludo que se ha vuelto habitual: ¿todo bajo control? El saludado por lo general responde con un
sí; y es de suponer que el saludador también tiene todo bajo control, con lo que la conclusión de
semejante armonía va directamente a una frase tristemente célebre de la historia política
argentina: la casa está en orden.
En semejante metáfora ¿cuál es la casa? Puede ser tanto el
país, como el mundo, la casa propia o el propio sujeto. En cualquiera de los casos nunca la casa
puede estar en orden, aunque luzca prolija, en tanto y en cuanto el orden soñado equivaldría a que
cada día y cada noche surgieran sólo las causas previstas y con sus efectos correspondientes. De
forma tal que el orden de las cosas se pudiera monitorear al instante con un resultado
escalofriante: sujetos equilibrados con la inteligencia y las emociones en estado de mesura, países
ordenados con sus habitantes sin cruzar ninguna amarilla, ni mucho menos pasar los semáforos en
rojo, todo con tanto orden que los tribunales y los jueces se quedaría sin trabajo.
Finalmente, un mundo verdaderamente en paz sin la
obscenidad de la riqueza, con las armas confinadas en museos que mostrarían el horror ya superado
pues en el nuevo mundo no habría lugar ni para los ejércitos, ni para las bandas armadas, ni para
tiradores solitarios. En suma, un mundo tan nuevo en el que el otro y todos los otros tuviesen
lugar, un mundo con límites pero sin fronteras, sin nacionalismos, ni religiones por las que haya
que morir o matar. Llegados a este punto el coro de voces exclama a los cuatro vientos que esa
imposible realidad es precisamente una utopía. Sin duda, pero también sin olvidar que la utopía es
el más extraño de los lugares, ya que es el lugar de lo que no tiene lugar, razón por la cual el
mundo tiene la mala costumbre de "domiciliar" ahí los ideales.
A lo largo del siglo pasado era casi normal en nuestro país
hablar de golpe de estado. Los analistas políticos hasta vaticinaban con bastante precisión la
fecha del próximo golpe, no tanto por la profundidad de sus análisis, sino por sus contactos con
los golpistas. La fórmula de los golpes era aproximadamente la misma: restablecer el orden. En el
último golpe el general Nicolaides quiso darle contundencia científica a su promesa de ordenamiento
cuando dijo "que las cosas iban a tener un giro de 360 grados". Como se sabe, algo que gire 360
grados vuelve al mismo lugar de donde se inició el giro. Las cosas no giraron los ridículos 360
grados, sino los 180 grados que hacen que en estos días Nicolaides reciba los 25 años de reclusión
que ningún punto final logró detener.
La máxima ambición de los autoritarios es regir el orden las cosas, pero
éstas más tarde o más temprano ponen las cosas en orden, sacan a los dictadores de circulación y
envían sus dictados a los museos.