Lisy Smiles
Por Lisy Smiles
Ángel Amaya
Lisy Smiles
La Capital
—Venga, sigame por acá. Mire, este es mi lugar, acá trabajo yo.
Rubén Winkler se acomodó el delantal y se sentó en su banco. Antes, segundos antes, había buscado un trozo de arcilla húmeda y encendido una luz para iluminar su mesa de trabajo. Tomó un pequeño trozo de barro que apretó sobre un torno y sobre él pegó arcilla. Y empezó la sinfonía. Mojó sus manos, el torno comenzó a girar sin fin y sus manos... sus manos moldearon esa tierra que no es más ni menos que tierra rosarina y en tan sólo minutos creó tres piezas como si nada, como si fuera fácil, natural. Rubén Winkler, el alfarero, es un maestro.
Sus manos son el secreto, presionan lo justo para que esa porción de arcilla, que no deja de girar, se transforme en lo que él quiera. Su sonrisa hace el resto.
Rubén es un tipo amable, algo que hoy llama la atención. Le gusta contar lo que hace. Ni siquiera hay que pedírselo. Recibe a La Capital en su local y taller de Laprida 2051 y tras la bienvenida comienza a contar. Es que cuando relata las historias de antes y de ahora se cuenta a si mismo.
Ese lugar es un tesoro. Hay cientos de piezas que esperan por sus compradores. Cada una de ellas representan pequeñas historias que habitan el taller. Todas las tienen. Cazuelas, cacharros, macetas, pequeñas o grandes fuentes de agua, platos, braseros, hornos marroquíes, alcancías, instrumentos de percusión. El inventario es interminable.
Adelante, más sobre la calle, hay plantas que también se venden como complemento. "Mirá que extraña ésta", señala Rubén mientras junto a su hijo descarga una suerte de cala negra. "Ya empezamos", promete. El tiempo de espera permite una caminata mínima por el sitio.
El lugar es un antiguo galpón, muy antiguo. Los ladrillos que conforman las paredes así lo denotan. En el ingreso hay como una suerte de salón de venta y luego aparece la mesa de trabajo de Rubén que inaugura el taller, el más antiguo de la ciudad aún en pie. Es de 1855. Rubén cuenta que hubo 17 en Rosario, pero no siguieron funcionando.
En uno de los laterales del lugar descansan piezas ya moldeadas, que se están secando a la espera de alguna horneada. Es imposible no sentir curiosidad. "Ya estoy acá", sorprende el maestro. "Tenga cuidado, esas maderas están un poco flojas", advierte. Esas maderas, que parecen un piso desprolijo y algo inestable, esconden en realidad trozos de algarrobo, la materia prima que permitirá, cuando llegue el momento preciso, encender los hornos.
Hay tres hornos y uno, al menos, debería ser declarado monumento histórico de la ciudad. Es de 1855. Cuando esta tierra que pisamos todos los días aún no era ni siquiera ciudad. "Por entonces no existía nada de lo que uno ve por acá ahora, ni la plaza López. Nada", dice Rubén. Un cartel que voló un día ante el exceso de calor da cuenta de esa fecha. Es antíquisimo. En el interior del horno hay piezas que quedaron de la última horneada. Es inmenso.
Los tablones inestables son en realidad el techo de un depósito subterráneo donde los Winkler acopian el algarrobo que les permite hacer fuego y brasas para encender el horno, que llegará hasta casi los mil grados para poder cocer las piezas que antes moldeó Rubén. El tiempo es el tiempo de otro momento. De otra vida, podría decirse. Lleva las horas de un día lograr el fuego necesario para encender ese horno. Así funciona desde hace más de 160 años. Cuando Rosario aún no había sido declarada formalmente ciudad.
Cuando Rubén tenía seis años vio como los trabajadores del taller cavaron uno de los subsuelos. También se acuerda que el taller ocupaba el doble del terreno actual. Es decir, al lado del taller había un terreno de dimensiones similares. De ese predio sacaban la arcilla y ahí también tiraban las piezas rotas. Práctica que se había realizado desde siempre. Por eso recuerda que cada tanto aparecían cacerolas, placas de vehículos de la década del 20, reliquias. "Es como que la historia estuviera enterrada acá", comenta. Y sí, algo de eso hay. Los cimientos de este taller, podría decirse, son la propia historia de la ciudad.
Por ese horno y otro similar, que no está ahora en funcionamiento, pasaron caños que se usaron para dotar de desagües a Rosario, lavatorios, piletas, cacerolas. La horneada no es un momento que pase desapercibido. Bueno, a decir verdad, cada uno de los momentos que se encadenan para que una pieza tome la forma deseada son pura artesanía. Saber elegir la tierra para transformarla en arcilla, acondicionarla, estabilizarla para que pueda ser usada. Para que se torne casi líquida. Luego, seguir de cerca su paso por máquinas que la filtran y amasan es parte de la tarea que esconde una simple pieza.
Las máquinas están ubicadas en el fondo del taller de Rubén. Son una reliquia, armadas muchas de ellas utilizando piezas de automóviles o de motores de otras máquinas. "Ésta es muy antigua, tiene la manija de un Ford T, la caja de cambio de un Ford A y un diferencial de un Dodge, una genialidad, la armó un señor italiano. Era así, siempre alguien te daba una mano", recuerda. Hoy casi no se usa, fabricaba macetas, el plástico ganó esa batalla.
Los recuerdos van y vienen. Cada vez que Rubén invoca alguna imagen que vivió cuando era niño su cara se ilumina. Tiene ojos celestes. Es hijo de un descendiente de austriacos y de una descendiente de sicilianos. Hace chistes al respecto. "Un día bailamos el vals y al otro nos mordemos el dedo, la vendetta", bromea. Y se para en un sitio cercano a las máquinas y relata sobre la existencia de un burro que movía una noria que facilitaba el proceso productivo de la arcilla. También recuerda cuánto trabajaban su padre y su madre en el lugar. Y cómo él aprendió el oficio. "Tenía y tengo una virtud, soy muy rápido", comenta.
A Rubén le interesa el arte. Por eso dice que el negocio sigue funcionando porque no se quedó con la fabricación a modo industrial. Siempre está dispuesto a aprender. Le gusta investigar. Por eso hace un horno hindú o un castillo que contiene una fuente adentro. Estudió con un maestro porcelanista de Casilda, Rogelio Cassini. Y cada vez que viaja, a donde sea, busca museos, se conecta con gente que trabaja en escultura. "Acá vienen de Bellas Artes y experimentamos con piezas y materiales", acota, y nombra artistas que visitaron y trabajaron en su taller.
Tiene sueños y se le cumplen. Dice que siempre que quiso hacer alguna pieza lo logró. "Una vez vino una conocida y me preguntó: «¿vos todo lo hacés en redondo?» y me la dejó picando. La vez siguiente que vino tenía una pieza con forma cuadrada". Y llega otra anécdota o deseo. "Siempre me ilusioné con conocer algún pueblo que estuviera lleno de alfareros y lo logré", sorprende en el diálogo. Un conocido paraguayo lo invitó. "Se llama Areguá, no se puede creer está lleno de artesanos que trabajan en cerámica", cuenta con una alegría que contagia.
También una conocida que armaba ferias en Nueva York le dijo que tenía que llegar a esa ciudad. "Yo lo veía imposible, pero un día con unos amigos lo logramos, viajamos. Y estuve en un taller de un maestro y di clases ahí", cuenta orgulloso pero a la vez con timidez. Cuando uno remarca algo que él cuenta, cambia de tema. El sólo lo cuenta, como al pasar.
Rubén enseña. Ha buscado transmitir el oficio. Uno de sus hijos se muestra interesado, eso lo alivia. Pero además dos veces por semana recibe decenas de escolares. Los lunes y los viernes ofrece visitas guiadas a su taller. Los chicos miran cómo trabaja la arcilla y quedan imantados en ese momento. "Hola José, ya estoy con vos", saluda el alfarero a un señor que le contesta que atienda tranquilo. Es un alumno. "Para mí venir acá es un cable a tierra, me hace muy bien, Rubén es un tipazo", dice el alumno.
"Yo tengo 75 años pero sigo con las mismas ganas. A mis alumnos siempre les digo «hacete amigo de la arcilla que ella te va a devolver el doble y mas», asegura el alfarero. Dice que pensó que cuando llegara a esta edad ya no estaría tan interesado pero hasta él se sorprende de cómo sigue trabajando. "La experiencia y seguridad en el oficio te da la ventaja de poder ser más creativo", dice y se muestra orgulloso de que aún le preocupen los porcentajes de rotura en las horneadas. "Yo tenía un 10 por ciento y lo he bajado al 2 por ciento", señala.
Cuando habla de sus padres expresa una mezcla de respeto y cariño. Por eso cuenta que cada tanto lo llaman del gremio de los ceramistas para contarle que recuerdan a su padre en reuniones. "Los muchachos que trabajaban acá no tenían gremio. Entonces mi papá los afilió al sindicato de los ceramistas. Les pagó todo. Hace muy poco me llamó el secretario general y me dijo: «Rubén no hay una vez que no hablemos de tu padre como ejemplo de gremialismo». Y era patrón. El no se olvidaba de su cuna", recuerda orgulloso.
Rubén, el maestro, aquel niño que miraba con curiosidad cada movimiento en el negocio de sus padres, el que ahora enseña a quien quiera aprender, el que disfruta con cada pieza que moldea como si fuera la primera, es rosarino como la tierra con la que sigue jugando, creando.
Visitas
Para visitas guiadas a escolares se puede llamar al 4817584, de lunes a viernes de 9 a 13 y de 15.30 a 19.30. Las visitas se realizan los lunes y viernes. También se pueden contactar a través de la página de la Alfarería Winkler en Facebook.