Un taller de pianos acústicos es un salvoconducto en el tiempo. Lleva hacia atrás, hacia un lugar de saberes sutiles como los sonidos que sacan de sus cálculos exactos, entre cuerdas y maderas nobles. Así es el sitio donde los Miele y Maranzana vienen haciendo oficio desde los años 70, aunque la famosa dupla se gestó una década antes, cuando Carmelo y Guido sellaron amistad y competencias, técnico y afinador, respectivamente.
En el oeste rosarino, cerca de la parroquia de San Francisquito, el taller es uno de tantos en la calle de vecinos con sillas afuera que indican el lugar con orgullo. No es para menos. Allí están los especialistas en pianos de marcas famosas, o de los que hacían las siete fábricas que supo tener la provincia de Santa Fe, única en el país en manufacturar tan distinguidos productos desde 1946 hasta el avatar económico anterior a 1983, con sus productos de importación más baratos que los de cuño local.
Allí están Juan Carlos y Germán Miele, hijo y nieto de Carmelo, que falleció hace tres años, y Guido Maranzana, un activo afinador de 80 años, rodeados de historia y de presente. Además de varios pianos cubiertos con fundas, hay varios en reparación.
Así de mágico es el famoso binomio que en los años 60 popularizó la publicidad de la televisión rosarina. ¿Quién no recuerda aquel aviso? Pero los tiempos cambian y hoy le cuentan al mundo a través de Facebook que son pioneros en la ciudad y llevan tres generaciones a lo largo de los años “al lado suyo y de su piano”.
Diapasón. El lugar luce impecable. Con su banco de trabajo y herramientas alineadas, además de cajas y repuestos clasificados, fotos y hasta un cuadro con las tarjetas de antiguos colegas. “Es una costumbre que el técnico pegue la tarjeta en el interior del piano, estas son las que encontraban Guido y mi padre, y que por supuesto reemplazaban por las propias cuando arreglaban”, cuenta Juan Carlos. Y dice que el cuadro es una especie de homenaje “a esa gente que tocó estos mismos pianos que estamos restaurando nosotros”. De ese tipo de nobleza son los Miele Maranzana. Y se nota.
Hablan de honrar el trabajo heredado, de lealtad y responsabilidades. Así, Guido evoca las casas Fisher y Romano en las que trabajó junto a Carmelo; épocas de cambios lentos en los que cabía la faena singular de producir pianos, mejor dicho, sonidos. “Hay que coordinar los movimientos de la tecla, con todas las piecitas que tiene el mecanismo para que el martillo vaya a la cuerda y en ese momento se levante el apagador?”, describe, casi corporiza el proceso, y fascina.
El resultado será una nota musical. Saldrá de una relación perfecta entre los mecanismos mientras la energía potencial aguanta una tensión que suele llegar a dos toneladas, el punto anterior a que se corten las cuerdas. Todo sobre una “tapa armónica de madera de pino abeto y haya que le dan un rico sonido”, como los pianos europeos, explica.
¿Y cuál es el sonido de referencia para afinar? Para empezar hay que saber que no es como dos más dos, aclara Guido mientras abre su maletín, saca un diapasón, lo agita y dice que la referencia es ese La 440 que se escucha suavecito. “Tampoco hay que escuchar la relación de los sonidos tan justitos, hay que saber darle un pequeño margen para que todos los sonidos queden escalonados”, ilustra.
¿Cuándo se enamoró de la música? Según Guido, cuando escuchaba a su madre dar clases de música, hasta ocho horas por día y aún hoy, después de años como docente en la Escuela Braille de piano, guitarra y acordeón a piano, recibe alumnos en su casa.
El legado. “Con Germán viajamos a Roma (Italia) para capacitarnos”, explica Juan Carlos, que además hace mantenimiento en la Escuela Provincial de Música y dice que eso los diferencia de los improvisados a la hora de reparar pianos acústicos y de cola. Pero además del oficio cuentan que también heredaron el gusto por la música, como los tangos que escuchaba Carmelo. Ese es justamente el primer rito por las mañanas cuando hacen sonar “un equipito”.
“Uno se crió entre los pianos y de curioso va preguntando”, relata Germán, que de pequeño tenía la misión de hacer las arandelas que van debajo del teclado. Al terminar la secundaria sumó otras tareas, pero cuando falleció Carmelo tomó el oficio como propio “más allá de que está el nombre que eso a uno lo enorgullece y por eso debe mostrar una buena imagen y seguir con el trabajo”.
Así, entre los mayores de la familia, se fue adentrando en el secreto de un rubro al que no le quedan muchos especializados, aunque haya cursos que enseñen la técnica, el alma del oficio es algo esquivo para quienes no tienen un legado en el ADN, como el que exhiben.
“Llego, prendo las luces, barremos, ponemos música y arrancamos hasta el mediodía para volver a la tarde”, enumera Germán para contar cómo es el día en el taller. Sin olvidar de alimentar a los canarios y un tordo chaqueño que no pasa desapercibido.
Maestro. Para el trío, los instrumentos que reparan están a años luz de los electrónicos, donde todo está pregrabado. “En cambio en el piano acústico es el ejecutor el que le pone el alma a las notas”. Y como botón de muestra, buscan hacer un cierre a toda orquesta. “Tóquese algo Guido”, piden. Uno de los pianos, hasta entonces mudo, cobra vida cuando las manos del afinador van y vienen en una magnífica versión de “Cada vez que me recuerdes”. Aplausos para el maestro y otra vez la calle, con sus sonidos de barrio, de vida, tan cercanos a los del taller de los Miele Maranzana.