“Me da vergüenza, no me saques fotos. Laburé toda la vida y ahora tengo que pedir algo para comer porque estoy cagado de hambre y sin trabajo”, admite Santiago, un hombre de 56 años que se desempeñó como cocinero durante muchos años y que por su edad ya no lo toma nadie, menos ahora. Esa realidad se replica en cientos de hogares. Personas que como él, en medio de la pandemia y la crisis económica, fueron arrastradas a situaciones casi de indigencia y por primera vez se ven en la puerta de un comedor comunitario pidiendo un plato de comida.
El cartel de madera escrito con aerosol no necesita demasiadas explicaciones. “Si necesitás al mediodía, almuerzo gratis“, reza en la puerta del comedor comunitario que se levanta en Pellegrini 6350. Unas 70 personas acuden a diario allí a buscar un plato de polenta con estofado para llevar a la mesa familiar.
Santiago llega en bicicleta sobre el filo de las 13, cuando en la enorme olla donde se cocinan las raciones apenas se pueden raspar no más de cuatro o cinco porciones. Se baja, pregunta si queda algo, saca tímidamente una olla de aluminio quemada y se la extiende al pastor Ramón, que lo tranquiliza. “Si, algo queda”.
El hombre había salido de su casa de barrio Godoy a las 7 de la mañana. Pedaleó por todos lados buscando una changa que le permitiera hacer unos pesos para comprar comida. No tuvo suerte. El ruido en el estómago por el hambre lo tenía contra los palos y, con mucho pudor, se arrimó al comedor comunitario.
“Esto me da vergüenza. Trabajé 25 años como cocinero en el sector gastronómico, en bares, restaurantes. Pero hoy, con 56 años, estoy fuera del sistema, soy viejo, nadie me toma”, admite mientras intercala críticas a políticos y funcionarios.
“Tengo vergüenza de venir a pedir, pero estoy con dos mates desde la siete de la mañana. Mirá como son las cosas. Mientras pedaleaba el primer día que pasé por acá y vi el cartel, le preguntaba a Dios: «En 55 años nunca hice mal a nadie, siempre laburé, ¿por qué me tenés así? Es indigno”. Paradójicamente, en la cabeza lleva una gorra con la inscripción “#se fuerte”.
Recibe la porción de polenta con estofado, la pone dentro de una bolsa y agradece. “Te dejo mi teléfono por si te enterás de algún laburo. Las cosas pasan por algo. Hay causalidades, no casualidades”, dice. Saluda, se sube a la bicicleta y se pierde por Pellegrini rombo al oeste.
Unos minutos después llega una mujer, también en bicicleta. Le dan unas torta fritas y la última ración de comida. “No me saques fotos”, pide enojada. Es lógico, jamás imaginaron verse protagonistas de una situación que carcome el amor propio.
En plena pandemia, quieren trabajar, buscan, pero no hay empleo, y si no hay trabajo no hay comida. Y si no hay comida, no hay dignidad.
El refugio que le da pelea al hambre
Ramón Ramos tiene 59 años y es pastor de “Manantial de Vida”, el salón parroquial que funciona en Pellegrini y Campbell. El lugar depende de la Federación de Iglesias Pentecostales Autónomas (Fipa). Contó que hace 57 días exactos que entrega raciones de comida a personas fagocitadas por las secuelas de la pandemia.
“Antes lo hacíamos todos los días, pero nos quedamos sin recursos. Y como no tenemos ayuda de nadie, ahora entregamos las porciones los lunes, miércoles y viernes al mediodía. También entregamos desayuno a algunos personas que viven en la calle”, detalló.
Una olla grande, un quemador con una garrafa de 15 kilos, un tablón sostenido por dos caballetes y algunas bolsas de víveres de alimentos no perecederos (harina, arroz, lentejas, no mucho más, es lo que tienen en el lugar para tender una mano a los que buscan comida, que se multiplican todos los días.