El hongo que se erige sobre los incendios frente a las costas de San Nicolás y Ramallo es una nube piroclástica que, según explica la observadora meteorológica, Vanessa Balchunas, es un factor que puede provocar la baja visibilidad. Se origina por el ascenso del aire caliente proveniente de las quemas constantes: “Tiene actividad eléctrica y puede provocar complicaciones en la zona de incendios. Se traslada con el viento y va transportando hollín y generando bruma, además de complicaciones de visibilidad”.
Por la autopista vinieron Fernanda y el Tero a la manifestación del Monumento a la Bandera, el 10 de agosto, cuando diez mil personas pidieron por el urgente tratamiento de la ley de humedales. Vieron los incendios que se iniciaban justo enfrente, casi a propósito, ni bien arrancó la concentración. Cuando volvieron a Villa, el viento llevó el humo al ambiente de la ciudad y Fernanda recuerda que a medida que se acercaba a su casa, empezó a “respirar cortito” porque sabe que la bocanada de aire contaminado es peor.
Tierra muerta
El primer panorama que se ve desde el río es un helicóptero con helibalde dando vueltas por el aire, mientras hay seis columnas de humo en todo el frente. El olor a río marrón, mientras se navega, queda tapado por el olor a quemado.
El territorio en la isla Irupé, a la vera del arroyo Los Laureles, es un desierto de cenizas, muerto e inanimado. “Esto no tiene nada que ver con lo que era”, asegura Fernanda, que conoce el terreno junto a su marido hace alrededor de 50 años. El combo entre el avance de la frontera agropecuaria y la sequía, afirma, son los principales causantes de esta situación.
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Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital
“Es un paisaje lunar”, dice el Tero ni bien pisa la isla. Tendrían que verse alisos, chilcas y carrizales, se debería sentir bajo el pie un piso casi acolchado, con pasto. Pero cruje, se desgrana. Es una combinación de tierra, ceniza y vegetación quemada. Cada pedazo de lo que quedó tiene olor a quemado.
El fuego, entre otras cosas, expulsa la resina de los árboles. El Tero trata de rascar una gota que quedó petrificada, como una lágrima, sobre el árbol. A este en particular, un sauce, no le queda mucho: tiene la base quemada.
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Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital
El viento norte es el doble de caluroso por la falta de vegetación, contrario al frescor agradable que se siente cuando se navega a la par de los alisos que quedaron en algunas islas. En tierra, nada ataja las ráfagas de viento caluroso, tierra y cenizas; ni siquiera un terraplén de 24 kilómetros que construyó la empresa holandesa Bema Agri hace casi 15 años y que se dedicaba a agricultura intensiva en ese territorio. La firma fue denunciada en reiteradas oportunidades, la Justicia falló en su contra y se fue. Pero esa construcción y otras irregularidades en un área que está protegida, que por entonces fueron denunciadas por la Multisectorial Humedales como “25 kilómetros de caminos internos, 45 kilómetros de canales de drenaje, silos, galpones y una pista de aterrizaje”, siguen ahí.
Pérdida de identidad
Uno de los principales argumentos de quienes están en contra de la ley de humedales, que busca regular el uso de estos territorios, es la supuesta prohibición de la producción. A esta altura hay que ver qué posibilidades puede dar ese suelo para producir, vivir o para cualquier actividad, después de ser castigado a fuego durante casi tres años.
Al respecto, Sergio Montico, investigador de la Plataforma de Estudios Ambientales y Sostenibilidad (Peas) de la UNR, señala: “El daño del fuego sobre el suelo es importante y se generan muchos limitantes que no tenía. Advertimos una pérdida importante de fósforo, nutriente fundamental para que se desarrollen las comunidades vegetales”.
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Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital
Una de las áreas de investigación del Peas es la isla De los Mástiles, frente a Granadero Baigorria. Sacaron muestras del suelo quemado en octubre del 2020 y en diciembre del 2021 para compararlas con suelos de territorios que no se quemaron. Detectaron un 15% menos de carbono, un 65% menos de fósforo y una tierra 37% más compactada.
Lo más “extraordinario”, agrega Guillermo Montero, también investigador del Peas, es el aumento de emisión de dióxido de carbono por la repetición de quemas en los mismos lugares: la contaminación no es solo por el humo porque, a esta altura, lo que se quema es el carbono propio de la materia orgánica. La estimación es que se producen unas 17 toneladas de dióxido de carbono por cada hectárea quemada.
El suelo quemado trae consigo impactos en la mineralogía y alteraciones en el funcionamiento del mismo, como filtración, porosidad y la vida misma que habita sobre él. “Este suelo tiene una combustión muy rápida, con temperaturas muy altas porque está más seco. Si tuviese humedad podría tener algún tipo de amortiguación, pero ahora el daño es mayor”, detalla Montico. Explica que en estas condiciones, animales, insectos y plantas pueden llegar a arder a más de 200 grados.
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Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital
Montero admite que esto es un “grave riesgo a futuro” y que no estiman tiempos de recuperación porque el problema urgente es la pérdida de identidad de los humedales: “Se forma otro ecosistema porque se da la «pampeanización» del humedal. Esto nunca pasó en la historia”. A eso, Montico aporta: “Hay una pérdida de identidad porque se desnaturaliza y le va a costar volver a encontrar niveles de equilibrio. El humano pierde servicios ecosistémicos muy especiales que los humedales prestaban”. Las islas, a la fuerza, están dejando de ser humedales.
Remolinos negros
La alteración del ecosistema es total en la isla Irupé. Incluso los olores: del fresco que transmite el verde a un quemado que penetra con fuerza y ardor en las fosas nasales.
Por momentos, se levantan columnas negras en el horizonte y se elevan hasta el cielo. De lejos parecen focos de incendios, pero sus bases se mueven: es la combinación de tierra y ceniza que, empujada por el viento norte, forman remolinos de varios metros de altura.
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Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital
Las vacas también son parte del paisaje. Con cada paso que dan levantan la mezcla de tierra y ceniza. A este ritmo, ni siquiera van a poder subsistir en el territorio arrasado. "Hace tres años, esto era monte" dice el Tero. "Era como eso", expresa al señalar la orilla de enfrente, una isla más chica llena de chilcas y alisos, donde el fuego no llegó.
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Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital
Las quemas no son solo para renovar pastura. El Tero comenta: "Si se te va la vaca, la ves. Con tanta vegetación, no. Antes se veía a no más de 40 metros, ahora podés ver a kilómetros”. Y agrega que los elementos de ganadería desplazaron a otras cosas que, hace unos años, eran moneda corriente: "Antes se veían redes y elementos de pesca. No había ganadería o cosas de ganadería".
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Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital
La vuelta, sobre la tardecita, va sumiendo al ambiente en la oscuridad. El panorama se rompe por un resplandor anaranjado hacia la zona de San Nicolás y Ramallo. Sobre el cielo, el hongo pasó a mostrar tonos que van del lila al rosado. “Estoy cansada de ver esos horizontes”, dice Fernanda, que pide “todos los días que el río crezca” para que la naturaleza vuelva a acomodar a todos en su lugar.