La More salió con lo puesto, cargó a sus hijos y cerró rápido la puerta de su casa. Con la misma urgencia a la que obliga un desastre, la creciente de un río o el paso de un tornado, la mujer salió sin mirar atrás por el pasillo de tierra y abandonó el barrio Los Pumitas. No había pasado un día de la muerte de Máximo Jerez, el niño de 11 años de la comunidad qom asesinado por un grupo narco, y sentía que tenía que preservar a los chicos, llevarlos lejos. A un mes de todo eso, las calles del barrio se llenaron de efectivos de Gendarmería, pero aún se respira una tensa calma. Los vecinos y referentes de organizaciones sociales sólo aceptan hablar si se les garantiza anonimato, las escuelas cambiaron sus protocolos para la salida de los alumnos y algunas familias, como la de More, todavía no pudieron volver a sus casas.
El barrio Los Pumitas se recorta como un triángulo en el extremo noroeste de Empalme Graneros. Son unas 20 manzanas —trazadas de una forma tan irregular que cuesta contarlas, con pocas calles de pavimento y zanjas llenas de basura— que desde el 5 de marzo están en el centro de la atención del país. Esa madrugada, un Honda Civic llegó hasta la cuadra de Cabal al 1300 bis y roció de tiros el frente de varias casas. En el medio de las balas quedaron Máximo, quien falleció en el acto, y tres de sus primos que resultaron heridos.
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Foto: Celina Mutti Lovera / La Capital
En un extremo de la canchita casi desprovista de césped, el gobierno provincial montó uno de sus operativos territoriales, una serie de puestos donde se ofrece a los vecinos la posibilidad de tramitar el DNI, vacunarse o sacar el boleto educativo gratuito. Es media mañana, después de una noche de lluvia, y no hay mucha gente caminando por las calles de Los Pumitas.
El miedo
“Hace tiempo que vivimos encerrados. La inseguridad no es un problema de ahora, siempre pasó”, explica un vecino que lleva años en Los Pumitas. Mientras habla, el hombre sigue con los ojos el ir y venir de un grupo de efectivos de Gendarmería que recorre los alrededores de la cancha de fútbol, del club, de la escuela y de los varios pasillos que cruzan el barrio. En total, son unos 150 agentes que se reparten diariamente en dos turnos de 12 horas y cubren una veintena de puntos específicos, según indica uno de los uniformados.
En la esquina de calle Cabal y San José está el Centro Comunitario Qadhuoqte, donde funciona una radio comunitaria y talleres del programa Santa Fe Más para que los jóvenes aprendan electricidad, peluquería, operación de radio y locución. El lugar permaneció cerrado hasta la semana pasada, las actividades volvieron de a poco a medida de que “se fue volviendo a normalizar el barrio”, cuentan los vecinos y aseguran que la presencia de la fuerza de seguridad “ayuda” aunque tiene sabor a poco. “Se necesita una política de Estado para que los pibes salgan adelante”, advierten.
Las familias que no están
Maximiliano era alumno de la escuela bilingüe Cacique Taigoyé. Después de la muerte del nene, varias familias de la comunidad comunicaron a los maestros que sus hijos no iban a concurrir a la escuela por unos días, que los llevaban a casas de familiares o viajaban al Chaco por unos días, para preservarlos.
El secretario general de Amsafé Rosario, Juan Pablo Cassiello, dice que los maestros relevaron a unas 25 familias que habían dejado el barrio, amenazadas o con la intención de resguardarse. “Imaginate cómo es la vida de esas familias, la escolaridad de los chicos queda interrumpida, la atención de la salud, los trabajos de los padres. No es sólo precariedad educativa. Es la precariedad de la vida”, señala.
Una maestra de otra de las escuelas de Empalme, que queda a unas doce cuadras de los Pumitas, afirma que no registraron un mayor ausentismo entre los chicos que vienen del barrio. Sí, en cambio, en las últimas semanas notaron un excesivo celo de las familias para que, concluido el horario escolar, los alumnos no se retiren solos ni acompañados de cualquier adulto. Pidieron que los dejen salir si están de la mano del grupo familiar más cercano.
Otro colegio tuvo que cambiar la puerta de acceso de los chicos para evitar que las familias tengan que transitar por enfrente de la cuadra donde se derribaron las construcciones donde se vendía droga.
Y así, a un mes del crimen de Máximo, en Los Pumitas se vive en una suerte de estado de sitio, con miedo, y muchas necesidades insatisfechas.
El monstruo
“El narcotráfico es un monstruo más grande que la pandemia. Con el Covid estábamos reorganizadas, nada nos paró como nos paró el tema del narcotráfico”, afirma una mujer que colabora con uno de los comedores que las organizaciones sociales sostienen con inestables porcentajes de ingenio y fondos públicos en el barrio Los Pumitas.
El lugar recibe por semana a unas 200 familias y recién retomó su actividad hace siete días. No es la primera vez que tienen que discontinuar su tarea, “a mediados de enero ya se veían cosas heavy. Había tiroteos en pleno mediodía y teníamos miedo”, cuenta.
Para la mujer, la presencia de la Gendarmería y del operativo provincial fue decisiva para que se pudieran retomar las actividades en el barrio. “Eso fue un poco lo que nos llevó a reorganizarnos, nos sentimos más acompañadas para hacer las ollas y los talleres”, cuenta. Mientras tanto, afirma, “seguimos pidiendo justicia por Máximo, porque no queremos que haya otro niño a quien le vuelva a suceder lo mismo”.
Aunque, reconoce, en el barrio aún hay miedo. “Apenas pasó todo esto muchas mujeres nos alojamos en otros lugares, en casas de familiares, algunas viajaron al Chaco, para cuidarnos y protegernos. Yo también me tuve que ir unos días. Ahora estamos volviendo, pero todavía con temor”, cuenta la mujer y afirma cómo ese breve exilio cambió su rutina.
“Al nene lo llevaba a la escuela, pero lo dejo y lo busco, cambié todos los turnos en el centro de salud para buscar los medicamentos y esas cosas, pero lo peor fue decirles a mis hijos que tenían que dejar el fútbol, decirles que tenían que dejar de hacer las cosas que les gustan para resguardarlos, para salvar la vida”, recuerda.
Otras violencias
Bernardo es maestro de la escuela María Madre de la Esperanza, trabajó durante mucho tiempo al lado de la monja María Jordán, la religiosa que acompañó el crecimiento del barrio desde los 90, cuando empezaron a asentarse las primeras familias de la comunidad qom corridas del Chaco por la falta de trabajo, entre otros derechos. El loteo creció —dice el docente— tanto como las necesidades del barrio.
Actualmente las calles están tan oscuras como hace 30 años y el agua potable llega a las casas a través de unas precarias mangueras negras que recorren las zanjas como si fueran venas.
“El Estado hace mucho tiempo que está ausente. Por acá no pasan los colectivos ni el camión recolector de residuos, no hay agua, no hay cloacas y las pocas luces que hay en las calles no funcionan”, enumera Bernardo mientras se acomoda para hablar sin perder de vista lo que pasa en el patio, porque le toca “cuidar el recreo”.
Y así, mientras los chicos aprovechan el sol de la media mañana para jugar en el patio de tierra aún mojada, el maestro recuerda que alguna vez un intendente de Rosario le dijo que Los Pumitas no estaba dentro del ejido de la ciudad. Esa negación de derechos, afirma, “también es una forma de violencia”.
La escuela queda menos de 200 metros del lugar donde asesinaron a Máximo. Pasó dos días cerrada y cuando retomaron la actividad las familias de los niños pidieron permiso para ingresar por otro portón. “Accedimos, porque seguimos pensando que la escuela tiene que ser un lugar seguro. No somos ingenuos. Sabemos que es una realidad difícil de abordar, pero también estamos convencidos de que las cosas pueden cambiar y que armar comunidad es la única forma de salir de todo esto”, dice.