Celebración de sectores populares, instancia de liberación y rebelión de cuerpos, expresión emergente de identidades y tradiciones locales, el Carnaval se hace camino en el tiempo y sigue brillando con todo su esplendor de arte, risa y alegría las calles del país, en los feriados nacionales que se festejan por estos días en más de 400 municipios y provincias argentinas.
El Carnaval -de adiós a la carne- tiene una larga historia de resignificación que no pierde su esencia: ser una fiesta popular.
Sus antedecentes se remontan a la Grecia y Roma pagana, aunque fue recién en la Edad Media europea que apareció su nombre como tal, cuando la Iglesia Católica lo integró a las celebraciones litúrgicas, dotándole su significado en referencia a lo que después durante 40 días será la Cuaresma. De ahí, que sea una fecha móvil.
Y en América este rito de muerte y resurrección llega de la mano de la conquista europea.
"En los territorios de tradición grecolatina se asimila a los calendarios rituales que ya había y eso sucede porque es un tipo de celebración que festeja la renovación de la vida", explica en diálogo con Télam Alicia Martín, antropóloga del Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano y profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA.
En el caso de Argentina, hay crónicas de la época colonial que esbozan el Carnaval en esa época; su persistencia en el tiempo lejos está de ser una imposición del aquel legado sino que es el pueblo quien lo mantiene vivo. "Ya en el siglo XIX, que es la máxima expresión del racionalismo burgués moderno, todo aquello que no encuadrara en las reglas de su lógica utilitarista carecía de sentido. Entonces una fiesta que es simple despilfarro es solamente una exaltación de los sentidos, excederse en las comidas, bebidas, en los énfasis corporales, las danzas, en lo sexual, no tiene sentido", historiza la antropóloga.
Siempre en tensión con los sectores hegemónicos y en la búsqueda permanente de acercarse al espacio público como punto de encuentro, el Carnaval no perdió su razón, "la de ser una instancia de liberación, a través, como dice el teórico Mijaíl Bajtin, de la mascarada, de la risa, del juego de identidades que la gente no juega en la cotidianidad", explica la investigadora.
En estos días los festejos de Carnaval llenan de color cada rincón del país, algunos más en solitario y otros acompañados por los gobiernos municipales. Lugares como Corrientes con su espectacular despliegue de desfiles y comparsas nunca perdieron su magia carnavalesca. "Es la única sociedad en donde la fiesta sigue siendo una ocupación de toda la ciudad durante dos o tres meses", puntualiza.
Pero, por ejemplo, hoy Buenos Aires, sus corsos y murgas dan pelea continua para hacerse lugar.
"Las agrupaciones buscan que los barrios vuelvan a tener su propia vida, poder festejar en la calle y no en un pequeño lugar centralizado. Hay más de 40 corsos, eso implica que hay 40 cuadras donde la gente puede caminar, pasear, comerse un choripán y que los vecinos se encuentren, se sientan parte. Y eso, con todo centralizado no pasa".
El Carnaval nacional no es uno, son muchos, múltiples y heterogéneos. Sus características -algunos con carrozas, otros a pie, con vestuarios extravagantes o elementos regionales, en corsódromos, en calles o en clubes- responden "al emergente de la sociedad local, de manera que tiene que ver con cómo se ve la sociedad o cómo vive su vida", explica la investigadora.
Por ejemplo, en la Pampa Húmeda la tradición es más bien de origen africano; el Noroeste viene de una raíz prehispánica y celebra los frutos de la tierra; en Lincoln, provincia de Buenos Aires, se suceden un sinfin de recursos técnicos y teatrales con sus conocidos muñecos "cabezudos", mientras que en Gualeguaychú se ofrece una puesta en escena de comparsas y móviles con imponentes disfraces.
Cada carnaval es diferente. En el mundo, en América latina (Río de Janeiro, en Brasil, o Montevideo, en Uruguay) y en Argentina también. Son los sectores populares los que aseguran su continuidad.
El pueblo sabe y, como dice Martín, "un pueblo que festeja y ríe posiblemente sea más feliz para vivir". Y Romero redobla: "Un pueblo que se afina una vez no puede desafinarse nunca más".
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