–¿Cómo fue tu infancia?
–Tengo pequeñas imágenes. Hace poquito estuve pintando ahí y terminé plasmando esa fachada que veía de niño.
–¿Y cómo era?
–Una esquina antigua, que veía en blanco y negro. Mi primer dibujo en colores lo vi después, a los 11 años, por un artista. Esta es la ciudad de Antonio Berni. Yo me crié en la calle porque a partir de una desgracia que pasó en mi vida salí en búsqueda de ese ruido del tren, como el que pasó recién.
–¿Qué pasó en tu vida de niño?
–Esa noche del 31 de diciembre mataron a mi hermana. Yo vi todo, tenía siete años.
–¿Cómo se llamaba ella?
–No me acuerdo... Me acuerdo del amor que tenía conmigo. Era una reunión del 31 de diciembre, donde se juntaba toda la familia, y entre dormido escuché gritos, salí corriendo detrás de mi papá –que fue el único que salió corriendo–, lo seguí y cuando llegué encontré a mi papá gritando y a mi hermana de 18 en sus brazos, degollada por su marido celoso. Y en esa corrida escuché el ruido del tren. Después que pasó todo esto mis papás se fundieron, algo que entendí después, de grande. Me escapé a la calle y estuve casi 25 años escapando los 31 de diciembre. Durante 25 años no estuve en mi ciudad cada 31 de diciembre. Hasta que me curé cuando nació mi hija Frida, que ya tiene 12 años. Ese fue un click. Frida me sanó, como si fuera mi mamá en miniatura. Así empezó la historia de Kita. el niño de la calle.
–¿Cómo siguió tu vida?
–Me escapé y empecé a ver cosas. Todo el mundo jugaba a la pelota y cuando llovía, en la esquina de mi casa, que era una cuadra larga, el agua de la lluvia barría la calle –una calle sana, sin piedras– y se formaba como un lienzo marrón. Y me pasaba las tres cuadras dibujando con un hueso en el barro, que parecía un lienzo.
"Mi infancia era dibujar y dibujar"
–¿Cuándo dijiste lo mío es el arte?
–Creo que uno nace con eso. Mi infancia era dibujar y dibujar. En la escuela me ponían como el dibujante. Soy autodidacta y tengo el don de captar situaciones.
–¿Cuál fue tu primer dibujo?
–Mi primer dibujo que plasmé como artista fue una muñeca negra. Había un concurso en la escuela, organizado por el profesor de Dibujo, Juan Gabriel Rodríguez, que con el tiempo me dejó algo. El me decía que “todo era grande”, pero eso me traumó porque no había plata, habíamos vuelto a vivir todos en una pieza, en una casita improvisada por mi papá. El había tenido tres carnicerías y pasamos de tener gente que nos cuidara a vivir en una pieza, pero nunca nos faltó la comida, lo que pasaba es que éramos muchos. Mi mamá compraba el azúcar suelta, que envolvían en un papel de bolsa de harina, qué pobreza... A ese papel yo lo planchaba, me iba la escuela, lo cortaba con la tijera de triangulitos de la maestra y ahí dibujaba. Con eso dibujé una negra africana de ojos celestes, que era una muñeca que encontré en el patio de mi casa. Y salió tan perfecta que cuando la llevé para mostrarla el profesor la aplastó y me dijo: “Yo quiero todo grande”.
–¿Qué te pasó ahí?
–Fue duro. Mi mamá estaba renga y me había ido a buscar: le tiré el dibujo y le dije que no iba dibujar más.
–¿Qué le pasaba a tu mamá?
–Tenía un cáncer en las piernas y no aguantaba más del dolor.
–¿Cómo seguiste con tu carrera?
–Al otro día estuvo esa muestra en la escuela, sin mi dibujo. Pero lo aprendí y hoy hago todo gigante. ¿No viste mis trabajos? Fue un cachetazo que me dio a entender que nada era perfecto. Y hoy lo tomo así: hago lo que siento. Mi vida es música y arte.
–¿Cómo siguió tu vida?
–Mi vida siguió en la calle. Empecé a trabajar. Desde los tres años vine a vivir a Roldán, donde el cura Jorge Oldani era mi padrino. En la calle miraba a los pintores del 900 y tuve la posibilidad de trabajar como ayudante de varios: Martínez, Cachi Rigoli, el Topo Bertoldi, pintores de la alta escuela en Roldán. Teñían la cal con sangre para hacer un rosa viejo, el fijador era la penca de la tuna, usaban las chocleras con un hilo con ferrite para marcar la guarda y la contraguarda, hacían trabajos en madera, estucado, falso mármol.
–¿El alumno superó al maestro?
–Sí, porque hacía cosas que no estaban en el esquema. Acá estaban acostumbrados a pintar las casas de blanco, verde o barniz hasta que cuando se largó Kita empezaron a aparecer los colores en la ciudad.
"Empezaron a aparecer los colores en Roldán"
–¿Vos le pusiste colores a Roldán?
–Sí, empezaron a aparecer los colores. Hoy donde vayas hay obras de Kita desparramadas por la ciudad.
–¿Hay obras tuyas en Roldán?
–Sí. Roldán es la ciudad de los artistas. Donde vayas hay obras. Hay más de 200 y pico de artistas. Los artistas no nacen todos los días. De tanto crear en el pueblo soy rico y millonario por todo lo que hice. Ando en una bicicleta que dos por tres se le sale la cadena. Es más; nunca compré una bicicleta, siempre me las regalan. Ahora hay bicicletas gigantes por todos lados. Soy un millonario en bicicleta.
–¿Por qué exponés tus cuadros en el Bar 25?
–Yo tenía 10 años y esperaba a mi papá en el Bar 25 de Mayo, que era el bodegón de la ciudad y fue el primer hotel, que luego se fue modificando. Por ahí pasaron Cafrune, Horacio Guaraní, Palito Ortega y otros artistas. Bajaban del tren, que cargaba agua, y comían ahí. Aprendía y miraba a los inmigrantes Y ahí están mis obras y empieza mi historia como artista.
-¿Quién era el hombre de la tarjeta de colores?
-Con el tiempo supe que era Pedro Giacaglia, un pintor rosarino, que vivía en Roldán y tenía el Taller del Sol. Era un pintor abstracto y pude conocer parte de su obra.
-¿A Berni lo conociste?
-No, pero lo vi sentado en la esquina del 25 tomando un café y con el tiempo supe que era Antonio Berni. Lo vi y recordé que él había retratado a Las Pascualitas, que eran cuatro hermanas alemanas que vivían en Roldán y que iban a misa en un triciclo gigante. Berni se paraba frente a la iglesia y las dibujaba, pero lo acusaron de pornografía y estuvo preso por eso.
-¿Esa obra está en Roldán?
-No se sabe. Acá nace el cuadro “Desocupados”.
-¿Por qué?
-Por la situación que había en la década del 40.
-¿Hay una obra de Berni en el cementerio de Roldán?
-Sí, acá están enterrados sus abuelos, y hay una obra de Berni, que es un retrato hecho en metal, pero no digo dónde está y cada vez que voy la tapo con barro.
>> Leer más: El Messi del dibujo es de Funes y trabaja para editoriales de Francia
-¿Qué significó el 25 en tu carrera?
-El 25 fue como una escuela porque tenía la posibilidad de retratar a todos los personajes que paraban en el lugar. Entonces los hacía y me daba vergüenza mostrarlos, pero cuando se los mostraba se sorprendían y me dejaban propina. Los cigarrillos eran mi lienzo porque me encargaba de reponer cigarrillos. Venían envueltos en papel, entonces con el cuchillo los deshojaba y hacía la plancha. Desarmaba 20 cajas de cigarrillos por día y ahí hacía mis dibujos con la carbonilla. Agarraba el carbón, lo picaba con una botella. Ahí empecé a sobrevivir con los retratos y así ayudaba a mi mamá.
-¿Cómo eran tus retratos?
-Caras largas, caras entrerrianas, caras sufridas, de personajes que venían a trabajar en la ciudad. Hay uno que se llama “Mano a mano” porque eran dos personas que trabajaban en los silos, recorrían los bodegones y teminaban siempre mal, que era cuando yo los retraté. Caían a las dos de la mañana, se plantaban y hasta las cinco no se querían ir, y yo quería ir al baile. Me quería ir al boliche. Yo era cafetero y estudiaba en el Paul Harris, que era privado y podía después seguir Medicina para curar a mi mamá.
>> Leer más: La apasionante historia del artista que embellece los accesos de Funes
-¿Sos un trabajador del arte?
-Sí y soy un amante del arte. Hay dos personalidades: Kita y el trabajador. Las dos se juntan. Kita es un niño y su obra es la de un niño que se divierte entre la gente, que sigue jugando con su niñez y que está solo, aunque nunca está solo porque su obra sigue apareciendo entre la gente. Es un niño travieso jugando, que hace cosas para ser feliz, como robar una mirada o una sonrisa o llamar la atención.
¿Es aquel niño que quería tener un triciclo y que ahora hace uno de tres metros?
-Que lo hace gigante para que todos se suban, el niño que no tiene acceso a eso. Yo de chico miraba detrás de un alambrado cómo jugaban con el triciclo porque no me lo prestaban hasta que después, de grande, me hice uno gigante para mí, pero en realidad no era para mí sino para que suban todos. El arte es un momento de inspiración. Tengo musas que me ayudan y me inspiran, hoy tengo una musa que me cuida y que me inspira. Estoy siempre agradecido a la musa, que me cuida, que está todo el tiempo en la cabeza y que me ama a cambio de nada.
-¿Hubo un momento que supiste que querías ser artista?
-No, porque primero hubo que romper estructuras en la ciudad, cuando había una pared gris y vino Kita y empezó a salpicarla y pasó a ser otra cosa. Hoy viene todo el mundo y me dice: “Vení a pintar, por favor, o a armar algo”.
-¿Cómo fue la historia de la estación de servicio donde trabajabas y exponías tus cuadros?
-Yo empecé con la historia del tren y ahora te cuento cómo entró el color sepia a mi vida. Ya de grande, yo tenía el tallercito, y mi papá necesitaba pintura negra, que me sacó y me la cambió por brea. Cuando tiré la pintura en el cuadro me di cuenta de que no era negra. Y cuando la quise limpiar con nafta se me puso marrón y me gustó porque cambiaba de color, se iba y me gustaba, y hoy es sepia.
-¿Cómo fue la historia de la estación de servicio?
-Marcelo Valderrey es como un padre, un amigo o un hermano y un consejero. Hoy es un empresario de la basura, pero me acuerdo de cuando todo el mundo jugaba a la pelota y él cargaba viruta en pantalones cortos y me mandaba a la esquina del barrio a comprar un alfajor y una coca, sacaba un vaso y me daba coca. Con el tiempo me convocó para pintar una oficina. Yo armaba una oficina por semana y después una estación de servicio. Vivía en ahí y de noche pintaba. Venían los cerámicos blancos para los baños. Les dije si podía usar dos cerámicos, me dijeron que sí, pero cuando me di cuenta usé como 20 cajas de cerámicos y cuando fueron a colocar los cerámicos no estaban. De noche era mi atelier: me llevaba los cerámicos, la brea y el algodón con nafta y pintaba. Venían los camioneros: “Y quiero uno, y quiero uno”. Pintaba hasta las cuatro de la mañana y a las seis me tenía que levantar, pero lo disfrutaba: fue mi mejor etapa porque tenía ahí mi taller y decoraba la estación de servicio con mis cuadros. Era la estación de servicio más artística del país y se cambiaban todas las semanas porque se vendían.
-¿Conociste la casa de Amalita de Fortabat en Buenos Aires?
-Sí, llegué por una pareja que pasó por la estación del cruce donde yo trabajaba y exponía mis obras, a la que le regalé un cuadro que le gustó a la mujer, nos hicimos amigos, los llevé a conocer la obra oculta de Berni en el cementerio y terminamos en la casa de Amalita, en Buenos Aires, donde estaba el cuadro “Desocupados”, de Berni, un Spilimbergo, un Quinquella y otro de Gorriarena, entonces sacaron la obra de Gorriarena y pusieron el mío.
-¿Cuántas obras hiciste?
-Más de 10 mil cuadros. Hay obras en el museo de Amalita, en Roldán y alrededor del mundo.
-¿Cómo ganaste un premio en Mendoza?
-Yo venía mal. En el arte hay mucha promiscuidad. Era un gigoló en bicicleta hasta que me agarró uno de dos metros y casi me mata. En mi primer simposio internacional en Mendoza, Mendoza Pinta, había llovido y ví una hoja de plátano en un charco, sobre una baldosa española, pinté eso, fui el último en entregar y gané el segundo premio nacional. Eso me cambió la vida y me abrió la cabeza.
-¿Le regalaste un cuadro a Cristina?
-38.
-¿Cómo surgió la idea?
-En Mendoza, los pintores españoles me contaron que en su país les pagaban para que fueran a hacer arte por el mundo: iban a pintar en 13 simposios en Europa y yo quería ir, pero acá no me daban bolilla. Entonces, el 20 de junio de 2011 me enteré de que venía Cristina Fernández de Kirchner y preparé un cuadro esa misma noche. Pinté una fachada de Roldán en sepia y me fui con el colectivo al Monumento. Yo estaba con el cuadro subido a la valla haciéndole señas a ella cuando pasaba con el auto. El chofer paró, le abrieron la puerta, ella bajó con un trajecito a cuadros y me dijo: “¿Esto es para mí? ¡Qué hemosura! Cuidado no te vas golpear”. Y le di la carta y le dije: “Quiero viajar y no tengo plata. ¿Me la lee?”. “Yo la voy a leer”. Y se fue. Y uno de los cuadros ella se lo regaló al Papa. Así que la jefa tiene 37 cuadros míos y hay otro en el Vaticano.