Transito mis últimos días en la escuela primaria e intento plasmar en esta página algo de toda esta vorágine de ideas y sentimientos que me atraviesan. ¿Qué elegir para ser volcado al papel? Un verdadero dilema. Sé que será mucho lo que se escapará de este teclado. Aún así, elijo arriesgarme una vez más.
En las últimas semanas surgió en mí con fuerza un pensamiento que encierra aparentemente una paradoja. Supuestamente un maestro es alguien que enseña. Pero hace un tiempo comprendí que los y las docentes debemos permitirnos aprender. Y para eso, necesitamos tener siempre la cabeza atenta y el corazón abierto.
Desde que salí del profesorado, allá por febrero de 1987 hasta hoy, fueron muchos los aprendizajes que viví. Claro que no siempre me di cuenta, en mis comienzos creía que yo era la que enseñaba y ellos los que aprendían. Por algo yo había estudiado, era más alta, usaba portafolios y los aventajaba en edad. Afortunadamente siempre estuvo allí la realidad para susurrarme en la oreja: “No seas necia”. En Villa Gobernador Gálvez, el primer grado “C” me esperaba, y ya los nervios comenzaban a instalarse bajo la forma de dolor de panza. Tan inexperta y con tantas dudas, fueron las manos seguras de mis compañeras y compañeros quienes me sostuvieron y me transmitieron los gajes del oficio, a través del debate de ideas y la lectura de textos críticos. En las visitas domiciliarias, entre mates y torta asada aprendí a estrechar vínculos con las familias obreras, quienes me enseñaron a mirar y a respetar sin juzgar. Al año siguiente me esperaría la gran Marcha Blanca. Desde el ochenta y ocho en adelante, descubrí que cada marzo planchamos el guardapolvo para asistir a las movilizaciones. La Ley Federal se gestaba, grandes vendavales sacudirían a los niños, las niñas, sus familias, a los trabajadores y trabajadoras. La desocupación, el hambre, la disgregación se metían en nuestras aulas. Aún así, como pudimos, resistimos y juntamos los pedacitos que aquel huracán dejó en los barrios, en las escuelas, en las fábricas, en la universidad.
En el año 2006 asumí la vicedirección de la Escuela Nº 150. Me pareció siempre el mejor lugar para estar cerquita, acompañar, asesorar, intervenir. Entré ilusionada, nerviosa y con mi dolor de panza a cuestas. Después de estudiar unos enormes libros violetas había aprobado el concurso, tenía antigüedad como docente, y además sumaba un título de licenciada y profesora en ciencias de la educación. Entonces pensé: —Ahora sí: ya lo sé todo. Yo enseño y ellos aprenden. Afortunadamente, otra vez la realidad me golpeó: “No seas necia, abrí bien grande las orejas, los ojos, la cabeza”. En abril de 2007 las tizas se mancharon de sangre y el dolor atravesó todas las aulas del país: mataban, en medio de una gran huelga, al maestro Carlos Fuentealba. Aprendí que frente al dolor, necesitamos abrazarnos fuerte con los compañeros y compañeras, y estrechar aún más los vínculos con la comunidad.
Allí estaban los chicos y las chicas, tenían tantas cosas para enseñarme: a escuchar, a mirar con los ojos desacostumbrados, a no resignarme, a desterrar para siempre la palabra fracaso. Y como si todo esto fuera poco, con esa vitalidad contagiosa que tienen, encendieron las ganas de desarrollar una de mis grandes pasiones: la de escribir historias.
También aprendí de las familias que los acompañan cada día. Fueron muy difíciles las situaciones que nos atravesaron en estos últimos años, y sin embargo estuvieron presentes, apostando a la educación pública, acudiendo a nuestros llamados, compartiendo en la medida de sus posibilidades los mejores momentos que la escuela les ofrecía.
Aprendí muchísimo de las seños y de los profes, de mis supervisoras, de mis compañeras de equipo directivo, de las asistentes escolares, con quienes he podido armar un gran grupo para intercambiar ideas, pensar en voz alta para diseñar estrategias e intervenciones, y desafiar el calor y el frío de nuestro querido patio, para construir un armonioso clima de trabajo, donde nos sintiéramos alojados. Aprendí a integrar un colectivo, a generar acuerdos, a compartir inquietudes, a respetar el disenso. Porque la escuela no era mía, entre todos y todas debíamos construirla y hacer de ella un lugar mejor.
Los años se sucedieron vertiginosos. Pero ninguno fue igual a otro, porque cada ciclo lectivo tuvo su impronta, sus lecciones, sus anécdotas. El año pasado nuestra escuela cumplió cien años, momentos fuertes y emotivos nos atravesaron. Desde la intendencia de nuestra ciudad nos regalaron dos hermosos metegoles. La alegría fue inmensa, y le cambió el color al recreo. Sin importar si estaba contemplada entre las funciones que determina el decreto 456, asumí la custodia indiscutida de las pelotitas de metegol: fui y vine con ellas todos los días, de mi casa a la escuela. Si se perdían sería difícil conseguir otras iguales... y ¿con qué jugarían los niños y las niñas? Así fue como, sin darme cuenta, me transformé en “la seño pelotita”. Apenas entraba, ya aparecían sus vocecitas diciéndome: seño... ¿la pelotita? Esta semana entendí que las pelotitas del metegol se transformaron en todo un símbolo. Porque con orgullo les digo que ¡duraron todo el año! Y jugaron con ellas al metegol durante 664 recreos ¡Qué gran proeza! Eso significa que todos y cada uno de los 260 chicos y chicas entendieron el valor de la palabra compartir. Por ejemplo, a nadie se le ocurrió guardarlas en su mochila para llevárselas a la casa. Pudieron jugar las nenas y los nenes, de primero a séptimo, desterrando viejos estereotipos. Y si se perdía alguna ahí estaban buscándolas solidariamente. Cuando la encontraban, la devolvían a mis enormes bolsillos, donde guardo muchas cosas valiosas, como cartitas, dibujitos y certificados para el ratón Pérez por si a alguno se le cae un diente. Frente a las inclemencias de un tiempo despiadado y voraz, custodiar las pelotitas significó sostener bien en alto los valores por los que siempre pensé que valía la pena luchar: la solidaridad, el compañerismo, la igualdad. Desarrollarlos y cuidarlos entre todos y todas, para que algo del orden de la ternura imperara en nuestro patio. Para que, como dice Ulloa, pudiéramos abrigarnos “frente a los rigores de la intemperie y hacer del buen trato un escudo protector ante las violencias inevitables del vivir”.
El viernes en el acto, rodeada del afecto de los niños y de las niñas, y de toda la comunidad, hice entrega de las pelotitas a las seños, convencida de que seguirán custodiándolas con la pasión y la entrega necesarias para defender celosamente aquello que supimos construir ¿Qué más puedo pedir? Me jubilo agradecida por haber recibido tantas enseñanzas y muestras de amor, con una profunda alegría y las ganas intactas de seguir luchando por la defensa de la educación pública, la mejor forma de construir futuros más justos y solidarios.