Como la mayoría de las reuniones internacionales entre los más poderosos, poco puede destacarse de la cumbre del G-20 que terminó hace unos días en Brisbane, Australia. Esos veinte países, entre ellos la Argentina, que concentran el 85 por ciento del PBI mundial se comprometieron a crear millones de puestos de trabajo, inyectar dos trillones de dólares a las economías y crecer un 2 por ciento para 2018. ¿Pero para quiénes?
La cumbre se vio parcialmente alterada porque uno de los grandes jugadores del club, Rusia, estaba molesta por las sanciones que le aplicaron por su rol en la crisis de Ucrania. Su presidente, Vladimir Putin, enojado, se retiró antes de que termine el encuentro y no estuvo en la foto tradicional final con todos los participantes.
Estados Unidos, Inglaterra, Canadá, Francia, Italia, Alemania y Japón forman el G-7 +Rusia, que reúne a las naciones más desarrolladas de planeta. Para llegar al club de los 20 se le suman Arabia Saudita, Argentina, Australia, Brasil, China, Corea del Sur, India, Indonesia, México, Sudáfrica, Turquía y la Unión Europea como bloque.
En el cónclave de Brisbane, sobre las playas del Pacífico sur, la canciller alemana Ángela Merkel se comprometió a mejorar los sistemas financieros internacionales para hacerlos más transparentes y en los anexos de las conclusiones finales hubo una suave mención a la reestructuración de las deudas soberanas, en alusión a los fondos buitre, que puso contenta a la delegación argentina.
Sin embargo, sobre el tema financiero no trascendió que se haya tratado, como alguna vez se propuso, la implementación de un impuesto internacional a las transacciones financieras con el que se podría crear un fondo para asistir a millones de personas que están casi afuera de este mundo en materia de desarrollo. Sería algo similar a lo propuesto en la década del 70, y promovido por los grupos antiglobalización, por el economista norteamericano James Tobin. En Europa recién en 2016 entraría en vigencia un impuesto de ese tipo dentro del continente, aunque algunos países ya aplican algo similar fronteras adentro.
Pero hasta ahora se entiende que esos fondos irán más a la regulación de los mercados financieros y a las arcas fiscales que a las necesidades de la población. En Argentina, por ejemplo, la renta financiera no paga impuestos a las ganancias, como tampoco el Poder Judicial, pero salarios brutos por encima de 15 mil pesos aportan al fisco como si se trataran de ingresos importantes cuando en realidad son de mera subsistencia.
Los 21 puntos de las conclusiones del G-20 y sus casi 40 documentos anexos (se pueden ver en www.g20.org) son un catálogo de buenas intenciones, que continuarán desarrollándose en las próximas reuniones de Turquía en 2015 y en la de China en 2016.
El mundo real. Mientras algunos de los 20 mandatarios o sus representantes distendieron las sesiones con la presencia de los simpáticos koalas australianos, que le sacaron una sonrisa hasta al inexpresivo Putin (los canguros son muy grandes y saltarines como para traerlos al recinto de la cumbre), nadie reparó en el último informe sobre Desarrollo Humano, titulado “Reducir vulnerabilidades y construir resiliencia” del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).
El trabajo, publicado en julio de este año en base a datos del 2013, establece tres tipos de poblaciones vulnerables: 1) los pobres, los trabajadores informales socialmente excluidos, 2) las mujeres, personas con discapacidad, migrantes, minorías, niños y jóvenes y 3) comunidades enteras. Los que viven en la extrema pobreza se encuentran entre los más vulnerables.
Las cifras que aporta el trabajo son elocuentes: más de 2.200 millones de personas se encuentran en el mundo en situación de pobreza multidimensional. También, casi el 80 por ciento de la población mundial no cuenta con una protección social integral y alrededor del 12 por ciento (842 millones de seres humanos) padece hambre crónica. Además, casi la mitad de los trabajadores (más de 1.500 millones) tienen empleos informales o precarios.
Sobre la pobreza y el desarrollo de la infancia, el reporte del organismo de Naciones Unidas, entidad internacional a la que pertenecen todos los integrantes del G-20, concluye que de cada 100 niños en los países en desarrollo (donde viven el 92 % de los niños) 7 de ellos no superarán los cinco años de edad, 68 no recibirán educación, 30 sufrirán retrasos de crecimiento y 25 vivirán en la pobreza. Según los datos del informe, 156 millones de niños sufren actualmente retrasos del crecimiento como consecuencia de la desnutrición y las infecciones. La desnutrición contribuye al 35 por ciento de las muertes ocasionadas por el sarampión, la malaria, neumonía y diarrea.
En este marco de contrastes entre el mundo desarrollado o en camino a serlo y las dramáticas cifras del reporte de la Naciones Unidas, se logró hace unos días un éxito espacial histórico al colocarse en un lejano cometa un robot que podrá estudiar y develar los misterios del sistema solar, nuestro planeta incluido. ¿Tiene algún sentido ese éxito cuando millones de niños mueren aquí de hambre y de enfermedades evitables todos los días? Se estudiará y se podrá saber, tal vez, con rigor científico el origen del universo después de una misión de diez años en el espacio, pero no se puede terminar con la desigualdad extrema en la Tierra. Un absurdo.
Ranking mundial. Según la escala de desarrollo humano entre más de 187 países que elabora las Naciones Unidas, las primeras 49 naciones del mundo de esa lista son de desarrollo “muy elevado”. La encabeza Noruega y la última, de ese grupo de privilegiados, es la Argentina. Australia es la segunda, Chile la 41 y Cuba la 44.
Sólo apelando al sentido común, si Argentina, aunque última, se ubica entre los países con desarrollo humano muy elevado, ¿cómo serán los de niveles medio o bajo? Los autores del informe, ¿sabrán de la existencia de decenas de miles de argentinos que viven en villas miseria? Seguramente sí, de lo que se desprenden las paupérrimas condiciones de vida en otras naciones africanas o asiáticas.
El segundo grupo del ranking de desarrollo humano es el “elevado” y arranca en el puesto 50 con Uruguay. Lo cierra República Dominicana en el 102. En el medio se ubican México en el 71, Brasil en el 79 y Colombia en el 98, bastante por detrás de la Argentina.
El tercer grupo de desarrollo es el de nivel “medio”, que comienza con Maldivas en el puesto 103 y lo cierra Guinea Ecuatorial en el 144. Paraguay es el 111, Nicaragua el 132 e India el 135.
El último segmento, de desarrollo “bajo”, lo encabeza Nepal en el puesto 145 y culmina con Níger en el 187, el peor de todos. Nigeria se ubica 152, Uganda 164 y Haití 168.
¿Entonces? Mientras los presidentes de los países más poderosos juegan con los simpáticos koalas en Australia y los niños siguen muriendo de desnutrición y enfermedades, ¿qué se debe hacer para cambiar este abyecto paradigma?
En una entrevista con la televisión alemana, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, que no integra el G-20 y que tiene como objetivo acordar la paz con las guerrillas de las FARC, dio hace un par de días su receta para la mejora lograda en su país. “A la derecha en términos económicos y a la izquierda en acción social”, reveló al contar su política de gobierno. Es decir, que un sector genere riquezas y que con esos dividendos se asista a los pobres, que seguirán siendo pobres toda la vida. Suena a una práctica que no ha dado resultados, al menos en estas latitudes latinoamericanas.
No hace falta lanzar una sonda que viaje por el universo diez años para darse cuenta de las profundas inequidades, aquí en la Tierra, entre los seres humanos: algunos obesos, otros desnutridos. Algunos multimillonarios, otros en la extrema pobreza.
Muchas podrían ser las explicaciones teóricas para este fenómeno de desigualdad, pero el lector seguramente intentará sacar sus propias conclusiones.