Con mi hija de cinco años de la mano, camino por las calles del barrio donde vivimos. Despacio, sin pensarlo ni quererlo, llegamos por Alem hasta Gálvez y doblamos a la izquierda. Desde 27 de Febrero, la hermosa estación Central Córdoba parece mirarnos: es un emblema de tiempos idos. Igual que el Che.
Carmen me pide siempre que volvamos a la plaza. Descubrió el lugar un atardecer, cuando el sol ya se iba, y se enamoró con la pasión de la infancia. Se pone a jugar, corretea, sube y baja, se mete entre los arbustos. Lo hace solita y con barbijo, de acuerdo a la época que nos toca. Arriba, un hombre severo y barbudo la mira desde su efigie. Y ella pregunta por él, aunque yo ya le haya contado lo que a su edad puedo contarle: “¿Defendió a los pobres, papá?”, pregunta, como siempre. “Sí”, repito.
La estatua está descuidada, cubierta de inscripciones. Los pibes que escriben sobre ella no saben, tal vez, quién fue el hombre que ahora, desde su imagen de metal, contempla ceñudo el horizonte urbano. Y si acaso lograran identificar su cara, que es célebre en el mundo entero, lo más probable es que ignoren por qué razón está allí, en esa plaza humilde de un barrio popular del sur de una extraña ciudad argentina.
Ernesto Guevara nació en Rosario el 14 de junio de 1928.Fue una simple casualidad, pero no importa: el guerrillero eterno es nuestro. La ciudad, sin embargo, no lo siente así. Es que son demasiados, tristemente, quienes lo ven como a un simple asesino. Sin embargo, el Che es símbolo de la pelea por un mundo más justo. Mal que les pese a sus feroces enemigos, tiene dimensión universal.
El Che no fue un asesino, fue un militar y un hombre convencido de sus ideales. Hizo la guerra, y al hacerla, se jugó entero por los demás. Vehemente y sanguíneo, no soportaba la injusticia social. La desigualdad. De él es aquella frase que hoy, en este mundo narcisista y dedicado al consumo, resulta inconcebible: “Sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario”.
Después de su absurda muerte a manos del ejército boliviano, en 1967, muchos lo imitaron en su valiente abnegación y, como él, eligieron mal el camino. Estaban demasiado solos. Pagaron el error –ellos y el Che– con la vida, pero es muy fácil hablar cuando se está leyendo el diario del lunes. En aquella época ya lejana, las armas se convirtieron en una opción política habitual. No parecía haber otra salida para que el mundo fuera de todos, y no apenas de unos pocos.
Ahora, alrededor de la estatua del Che en Tablada, pasan los pobres. Son pobres que, como afirma en su último y excelente libro Ezequiel Adamovsky, “ya no culpan a nadie de su pobreza”. Casi sin esperanzas, hacen lo que pueden para tener algo. Pasan debajo del Che y siguen. Ninguno mira la estatua.
La lucha, sin embargo, no ha terminado, y la historia tampoco: lo mejor de los hombres aún está vivo. Y los nuevos Guevara —que ya vendrán— sabrán aprender de los errores del Che y a la vez conservarán su espíritu, que es de todos los hombres, para todos los tiempos.
Mientras tanto, el Che espera en Tablada.