Hace poco más de un mes la sociedad se estremecía con la muerte de 24 personas y decenas de internaciones causadas por el consumo de cocaína adulterada. Muertes evitables, cuyas consecuencias lógicamente ocuparon la atención de los medios de comunicación por varios días. La dinámica de las noticias hizo que la información sobre el tema se fuera diluyendo, y en general, tampoco sirviera para debatir con la rigurosidad que se requiere. ¿Qué hace el Estado con los consumos de sustancias?¿Qué políticas sostiene?¿Qué leyes la sustentan? Y sobre todo, ¿por qué seguimos dando una respuesta penal a una situación social, cultural y sanitaria?
“La guerra narco que devino en la adulteración de cocaína”. “Detectan sustancias para sedar elefantes”. “Horror y muerte por la cocaína envenenada”. Esos son solo algunos de los estridentes títulos periodísticos que prefirieron priorizar la espectacularidad de la información a la posibilidad de un debate constructivo. Los canales de televisión fueron escenario de una diversa cantidad (y calidad) de expositores que desfilaban por los programas sin profundizar el aspecto central de lo que había quedado expuesto: la total inutilidad de la actual ley de drogas.
El terrible y angustiante resultado de tantas muertes no sirvió ni siquiera para debatir en profundidad esta cuestión, y exigir al Congreso que –como mínimo– deje de penalizar a las consumidoras y consumidores. Esta realidad nos demostró con nombres y apellidos propios, cómo una persona consumidora evita acercarse a un efector de salud solo porque teme ser encarcelada o penalizada. Y lo esencial, cómo la actual ley aleja a los ciudadanos y ciudadanas, de las distintas esferas del Estado que debería acompañar en la búsqueda de soluciones a sus consumos problemáticos.
Ya se dijo muchísimas veces que la actual ley es estigmatizante y que la clandestinidad a la que empuja a las y los consumidores, impedía el acceso a políticas sanitarias esenciales. Ya se dijo que vulneraba los DDHH de las personas que consumen; y que era un fracaso porque solo ponía el acento en el aspecto represivo hacia el último eslabón de la problemática de drogas. Incluso que era fuerte con los débiles y débiles con los fuerte. La vida de 24 personas fue el enorme costo que pagamos como sociedad para que todas esas afirmaciones se confirmaban.
No obstante, a pesar de lo trágico de esta situación, no fue suficiente para impulsar un debate serio y sincero. Se gritó mucho y se dijo poco. No se profundizó en por qué el Congreso no acata el fallo Arriola, sancionado en 2009 y en el que se establece que la actual ley 23.737 es inconstitucional, ya que vulnera el artículo 19 de nuestra Constitución.
A esta altura es una vergüenza institucional que después de 13 años del fallo de la Corte Suprema, y habiéndose presentado decenas de proyectos de diversas fuerzas políticas para abordar esta problemática, no se haya cumplido con el mismo, y se siga penalizando la tenencia para consumo personal.
Tampoco se indagó en el por qué no se reglamentó la ley 26.934 que crea el Plan Integral para el Abordaje de los Consumos Problemáticos; ley sancionada en 2014 y que después de ocho años sigue siendo letra muerta. Una ley que establece, entre otros puntos, en su artículo 10º que se debe establecer el modelo de reducción de daño. Para que quede claro: se sanciona la ley, pasa un año y medio del gobierno de Cristina Fernández, los cuatro años de Mauricio Macri, y los dos años actuales de Alberto Fernández y la ley aún no se reglamentó. Lo que deja a las claras que no hubo decisión política para operativizar un mecanismo que atienda la temática de los consumos problemáticos desde las distintas áreas del Estado.
Tuvimos un debate, pero un debate adulterado. Adulterado por falacias, por hipocresías, por superficialidades y por irresponsabilidades. Las dolorosas muertes de hombres y mujeres en una barriada de Buenos Aires no produjo el debate y el consecuente impacto que debería haber tenido. Es difícil imaginar qué tiene que pasar para que el congreso se aboque a cumplir con el fallo Arriola. Es complejo pensar qué puede pasar, que sea más costoso en términos humanos para que la dirigencia tome el tema y humanice la políticas de drogas.
Necesitamos avanzar en otro modelo de contención. Es imprescindible cambiar la actual ley de drogas. En este caso la injusticia de la actual norma emergió con su peor cara, la muerte. Sin embargo todos los días hombres y mujeres son expuestos a extorsiones y abusos policiales, a desconocer qué es lo que consumen, y a persecuciones de distintas características sociales e institucionales.
Necesitamos dar un debate serio que construya la base de un nuevo paradigma de abordaje. Claramente el modelo represivo fracasó; y sostenerlo implica vulnerar derechos cada día.