"Hace 34 años que trato de saber por qué estoy vivo y quién lo ordenó", se ablandó Juan Carlos Clemente ante el Tribunal Oral Federal en lo Criminal de Tucumán. Lo leí en La Gaceta, en la nota sobre la audiencia del 10 de junio de 2010, durante el primer juicio por el centro clandestino de detención que funcionó en la Jefatura de Policía de esa provincia.
Pero no fue su incógnita atormentada lo que registraron los medios: después de declarar durante tres horas, el testigo había entregado dos biblioratos con documentación —formularios, sellos, membretes, escudos, firmas— que daba cuenta de secuestros, torturas y asesinatos cometidos por el militar y los policías sentados en el banquillo. Una de las carpetas se abría con una nómina prolijamente tipeada a máquina de 293 personas calificadas como "DS (Delincuentes Subversivos)". De esos nombres, 196 estaban marcados con las iniciales "DF", la "disposición final" que encubría su ejecución.
Se trataba de la primera lista de desaparecidos elaborada por los propios represores que se conocía en toda la Argentina. Y esas 259 hojas, las primeras constancias oficiales que emergían de los casi nueve años de terrorismo de Estado. En la insondable trascendencia de esos papeles amarillentos pusieron el acento los canales de noticias y los diarios; algunos incluso lo anunciaron en tapa.
Las crónicas dieron una síntesis del contenido: listado de cadáveres identificados; fotos de rostros; algunas actas de entrega de cuerpos; nombres de "subversivos en la clandestinidad" a quienes había que capturar. También cuadros con referencias de los oficiales y suboficiales que integraban el Servicio de Informaciones Confidenciales (SIC) de la Policía de Tucumán; manuscritos con datos de inteligencia; notas con sello y firma del comisario Roberto Heriberto Albornoz, entonces jefe del SIC y uno de los ocupantes del banquillo.
Por si había dudas después de cuatro meses de escuchar los doloridos relatos de sobrevivientes y de familiares que habían presenciado los secuestros, esos documentos remataban las pruebas de culpabilidad del Tuerto Albornoz y de los demás acusados: el ex jefe del Tercer Cuerpo del Ejército, general de división Luciano Benjamín Menéndez, y los ex oficiales de policía y hermanos Luis Armando y Carlos De Cándido. El ex general de división Antonio Domingo Bussi había quedado fuera del juicio por problemas de salud. A otros dos militares imputados, la muerte les había hecho un favor.
Poco se decía sobre Juan Carlos Clemente, más allá de que en sus tiempos de activista barrial de la Juventud Peronista lo llamaban "el Perro". Chupado en julio de 1976, lo habían paseado por varios centros clandestinos de detención y torturado en todos. El último día de ese año lo habían blanqueado y mandado a dormir a la casa de sus padres, pero todas las mañanas debía presentarse en el SIC; allí lo hacían dibujar carteles y diagramas, y archivar papeles. Unos meses después, contó, el teniente primero Félix González Naya, enlace entre el SIC y la Inteligencia del Ejército, le tiró un carné sobre el escritorio y lo convirtió en policía; se atrevió a renunciar recién a los tres meses de gobierno democrático, en marzo de 1984.
Para entonces ya habían pasado más de seis años del desmantelamiento del centro clandestino de la Jefatura. Poco antes el nuevo supervisor militar, teniente primero Luis Ocaranza, había ordenado revisar los archivos del SIC, trasladar una parte y quemar la mayoría. Fue entonces cuando Clemente empezó a llevarse los papeles que más de tres décadas después entregaría a los jueces. Hasta entonces, dijo, los había mantenido sepultados bajo un contrapiso. Tan encerrados en el terror como su boca: nunca había dejado de recibir aprietes de sus captores. El último, poco antes del juicio: "Ojo con lo que hablás, acordate de Julio López" (*).
Sólo Clarín daba un perfil del Perro Clemente. "Hijo de un suboficial cocinero del Ejército, comenzó su militancia en la parroquia de Montserrat del barrio Echeverría y en la Juventud Obrera Católica". Estaba por inscribirse en sexto año de Medicina cuando se desataron los allanamientos a su casa, en 1975; en el último se llevaron a su hermano y a su cuñada. Los liberaron cinco días después, pero Clemente decidió irse con su mujer a Salta; en esa ciudad nació el hijo de ambos. Esperó dos meses y regresó solo a Tucumán, donde lo levantaron. Poco después secuestraron a su compañera, quien permanece desaparecida.
"Durante mucho tiempo —apuntaba el corresponsal, Rubén Elsinger— los compañeros de Clemente sospecharon que fue un «traidor», incluso un «infiltrado de los servicios», en particular con la Policía de Tucumán, y llegaron a acusarlo no sólo de «colaborar con los represores» sino hasta de «participar en las torturas». Su caso es similar al de otro testigo clave del juicio, Juan Martín Martín, ex responsable local de la JUP. La diferencia es que cuando éste zafó de la Jefatura, fue a España y denunció en plena dictadura a sus captores; aunque nadie puede juzgar moralmente a quienes pasaron por estas situaciones extremas".
Sin embargo no fue esa ambigüedad lo que comenzó a rondarme desde ese mismo día, sino el enigma del después: ¿cómo había hecho Clemente para vivir treinta y tres años durmiendo sobre los cadáveres?
(*) Jorge Julio López, albañil y militante peronista, fue secuestrado el 27 de octubre de 1976 en Los Hornos (provincia de Buenos Aires) y mantenido en cuatro centros clandestinos de detención. Fue "blanqueado" el 4 de abril de 1977 y liberado el 25 de junio de 1979. Fue un testigo de cargo en el juicio contra el ex comisario Miguel Etchecolatz, quien fue director de Investigaciones de la Policía Bonaerense. El 18 de setiembre de 2006 EM_DASHla víspera de la condena a EtchecolatzEM_DASH, López desapareció sin dejar rastros. Los indicios apuntan a que fue secuestrado por miembros de las fuerzas de seguridad retirados y en actividad.
Donde vive el horror. Otra imagen de los restos del ingenio de Santa Lucía.