Pasábamos la noche en espera de algo, aunque al principio yo no lo supiera. Había llegado ahí por pura casualidad y sin saber muy bien cómo empecé a volver. Era habitual que tuviera problemas para dormir. De modo que a veces, a principios del verano, salía por las calles desoladas y bajaba por Perdriel hasta el río para caminar por la Rambla y disfrutar el viento y el rumor del agua que se imponía en el silencio de la madrugada. El viejo estaba ahí, casi al final de la playa pública, sentado cerca de la huella que dejaba el río al lamer la arena. Había hecho una fogata tímida y fumaba en silencio. No pescaba: solamente miraba el río y tomaba traguitos cortos de una petaca. Lo saludé y me ofreció un trago. Un whisky áspero, rugoso.
—Adormece las ideas —dijo.
Me senté a fumar. Tenía unos ojos acuosos que alguna vez habían sido azules en los que bailaban las llamas de la fogata. Su cara estaba apretada de arrugas y se cubría la cabeza con una boina gastada debajo de la cual se escapaban algunos mechones grises y revueltos como la barba que le cubría el mentón. Mirábamos el reflejo de la luna en el río. A veces se oía algo a lo lejos: una moto que pasaba por la costanera, el chirrido de unas gomas contra el asfalto, las voces de algunos que pescaban más lejos. A veces era puro silencio que fuimos desarmando poco a poco. De joven había trabajado en los talleres del ferrocarril y a veces pescaba de gusto. Se había casado hacía mucho tiempo y no resultó. Nunca tuvo hijos. Le gustaban la paz y el silencio y la noche cayendo en picada sobre el Paraná. Tenía una vida serena.
—¿Nunca se cansa de estar solo?
—Uno se acostumbra.
El viejo sabía conversar. Hablaba corto, pausado: te obligaba a estar atento para no perderte nada. A mí me gustaba escuchar. A veces, después, escribía: volvía a mi casa pensando en las cosas sobre las que había hablado el viejo, dándole vueltas a una idea, y me sentaba a escribir hasta que despuntaba el sol. Otras veces simplemente me tumbaba en la cama a leer o a esperar el sueño. Empecé a volver. Después de cenar y al filo de la medianoche, salía a caminar y siempre lo encontraba al viejo en el mismo lugar. Paciente y concentrado. Una noche le pregunté qué hacía cada noche ahí.
—Espero —contestó.
Le pregunté qué esperaba. Ya lo vas a saber, me contestó. Cuando ocurra, lo vas a saber.
El viejo encendió un cigarrillo. Era una agradable noche de enero; el bochorno de la tarde se había desvanecido para darle paso al alivio de una brisa que llegaba desde el río como una bendición. Un barco interminable atravesaba el río con parsimonia.
—¿Pensaste alguna vez en la eternidad? —dijo de pronto—. Lo que está llamado a perdurar, a permanecer para siempre. El concepto de lo eterno es ajeno al mundo que conocemos, ¿verdad? Incluso lo que hay sobre la tierra está condenado a cambiar, a modificarse, a morir y renacer. Las montañas que vemos no son las montañas de hace millones de años: son otras, son lo que resultó del tiempo. Los árboles, los ríos, los lagos. Nada es eterno, nada puede serlo. Y sin embargo hay cosas que resisten y permanecen. ¿Te preguntaste alguna vez cómo sería? ¿Ver al mundo transformándose y a las cosas que están en el mundo cambiar, desaparecer, extinguirse, dar lugar a otras nuevas y seguir ahí?
—Ver la eternidad transcurrir. No sé. A lo mejor Dios. Algún dios.
—¿Y si no fuera Dios?
Me quedé en silencio. El paso del barco había partido el reflejo de la luna en el río.
El viejo no dijo más nada por un rato. Después se levantó y miró a lo lejos, escudriñando la oscuridad que se tragaba el río allá adelante. De golpe se puso tenso o expectante. Algo se movía en el río: un camalote se acercaba a la orilla. Una figura emergió despacio. Algo en su aspecto evocaba a una mujer, pero no terminaba de parecerlo del todo. Como si se tratara de algo previo, más antiguo; una especie de ser diferente, primordial. El pelo era de tallos verdes con hojas; el cuerpo traslúcido; los ojos brillaban como habituados a profundidades impensables. Me incorporé, inquieto y maravillado: el viejo me contuvo con un gesto. Aquella figura se acercó lentamente y se sentó al otro lado de la fogata. Algo en ese ser convocaba de una forma difícil de resistir: creo que si me hubiera mirado una sola vez me hubiera rendido a sus pies. Pero nunca dejó de mirar al viejo. Se quedaron así, en silencio. Yo apenas lograba contener la respiración.
—Viene cada año —dijo, sin mirarme—. Una única vez, siempre alrededor de esta época. A lo mejor porque viene desde tan lejos, a través del río y más allá, hacia los mares y profundidades tan remotas, que ir y volver le demanda todo ese tiempo. Cómo saberlo. Cómo saber quién es, de dónde viene. De cuándo.
Movió las brasas con un palo, y algunas chispas treparon hacia la noche.
—¿Cuánto hace?
—Veinte años o más. La primera vez yo estaba pescando en un bote, vi el camalote que se acercaba. Noté algo extraño y quise huir hasta la orilla pero el bote se dio vuelta. Me sacó a rastras: como un cuento. Como la sirenita o algo así. No sé qué la había atraído, qué la habrá convocado. Qué secreto llamado se habrá abierto paso hasta allá, donde sea que esté ahora, para hacerla venir a la superficie, a este río lejano, a esta costa absurda. A veces pienso que, tal vez, hay otros como ella: que viven en algún mundo remoto, antiguo, enterrado en lo profundo del mar, a miles de kilómetros de acá. Ojalá sea así. Ojalá. Otras veces temo que sea la última. Una sobreviviente de una raza extinta que ronda las profundidades en la más absoluta soledad. Esa idea, en cambio, me da ganas de llorar. ¿Podés imaginarlo? ¿Tanto vacío allá abajo, tanta nada alrededor?
Lo miré sin hablar. La idea me hizo estremecer. Imaginé el abismo de una soledad así. La espera interminable a través de todas las eras del mundo. Después la criatura se incorporó y volvió al agua. Desde la orilla se giró para mirar una vez más. Había algo en sus ojos. ¿Un llamado? ¿Un ruego? ¿Una promesa?
Lo peor, me dijo el viejo —o lo dijo al aire, a la noche, al río— es que no sé, y nunca voy a saber, si de verdad me falta coraje para la eternidad o solamente para el amor.
En sus ojos acuosos apenas destellaban las llamas de la fogata. Vio a la criatura avanzar hacia el río y perderse otra vez en el agua. La superficie onduló levemente y hubo un rastro de burbujas que duró apenas un instante. Después el río, terso, volvió a reflejar la luna.