Por Rubén Echagüe
A cada una la riega el agua
del misterio…
hasta que sus temperamentos
florecen calladamente.
El malvón suburbano se abre
paso en el aire, ebrio
como un vecino
que acertó en la quiniela.
(Las hojas lanceoladas sueñan
todas las noches
una epopeya de entrecasa).
El “lazo de amor” vierte
su amor de folletín en cascada
copiosa… inconsolable.
El culantrillo vibra, perplejo…
Y el jazmín del Paraguay
(viejo taoísta), reverdece sin
decir una palabra.
Eché por la borda todos los florines
(todas las monedas de oro).
Cuando llegué a la esquina
el taxi había pasado.
Revelé el secreto a los espías del zar.
Segué el trigo a destiempo…
Pesqué en un lago en el que no había
peces.
Desperdicié el último fósforo
intentando encender una rama verde.
El Boeing volaba
a una altura inconmensurable.
El fármaco que solía aliviarme no se
fabricó más.
La cerveza se calentó en su jarra.
Y el cometa Halley cada 76 años…
Cuando aparezca de nuevo en el cielo
yo ya estaré muerto.
L. cree firmemente en el poder bienhechor
de las palabras, que hasta
suturan los labios de la herida abierta.
Por eso musita sus fórmulas secretas
(que solo ella conoce)
sobre todo lo que la rodea…
Sobre el puchero escaso y el corpiño roto,
sobre el recelo del médico auditor
y sobre el árbol que la tormenta desgajó.
L. recita sus mantras con unción
en la antesala del hospital público, y en el
desamparo de la horrenda comisaría.
En la farmacia para obtener descuento,
y en lo profundo de la noche para
que Alguien la perdone, nadie sabe por qué.