Creo que la última vez que nos vimos con Gustavo fue una semana antes del primer Aspo, “Aislamiento Social Preventivo Obligatorio”, sigla y concepto que dejo para futuros cronistas e historiadores de la pandemia, mientras transito el día a día de esta amenaza con la que no sabemos bien cómo lidiar. El encuentro fue en mi casa, junto a otros colegas del Departamento de Historia. Supongo que pasa en muchos trabajos, pero está exacerbado por las características del trabajo de los docentes de Educación Media: compartimos horas y horas durante años, pero los momentos de encuentro donde podemos saber un poco más de cada uno suelen ser en las horas libres, o durante una mesa de examen. Quizás por eso la pasamos tan bien. Nunca nos habíamos reunido tantos simplemente para tener una comida bien regada, para extender las horas de trabajo que compartíamos a las vidas de cada uno. Recuerdo que me hicieron chistes porque los obligué a lavarse las manos y ponerse alcohol antes de pasar a la cocina. Aún no había medidas rigurosas, y seguíamos haciendo bromas sobre los murciélagos de Wuhan. Reímos mucho.
Fue la última vez que nos vimos casi todos, y hablamos con expectativas de lo que se venía. Y lo que se vino, nos mantiene separados, unidos por el hilo de la virtualidad y el mensaje breve, el audio jocoso o no. La vida, para los que sobrevivimos a la pandemia, se ha reducido, en ocasiones, a breves mensajes en mitad de encuentros virtuales por zoom en distintas plataformas. Al menos, para quienes tratamos de ser responsables con el confinamiento, y salimos lo menos posible, no usamos el transporte público a menos que sea imprescindible y nos privamos –sí, nos privamos– de encontrarnos con nuestros afectos.
Cuando volvieron las clases presenciales, me tocó, como a otros colegas, volver a las aulas, pero Gustavo no estaba entre ellos, pues había presentado los papeles para la jubilación hacía poco y estaba dispensado. Los reencuentros, tapabocas de por medio y a distancia, fueron extraños. Los celebrábamos, pero era como si muchos más años que solo uno nos hubieran pasado por encima. Todos teníamos algún conocido o conocida muerto o contagiado; los encuentros en la sala de Profesores estaban ocupados casi por dos temas: las dificultades de dar clase en burbujas, con tapabocas y el calor durante dos y hasta tres turnos, la alegría pero a la vez la pasividad de nuestras chicas y chicos, y contarnos, sin nombrarla en voz muy alta, de qué modo la Peste nos había tocado (lo escribo así en mayúsculas, porque eso es lo que estamos atravesando, más allá de la negación de miles).
Volvimos a las clases sabiendo que al poco tiempo nos encerrarían otra vez, para asistir como espectadores pasivos y carne de contagio a la disputa política sobre las medidas sanitarias, lo que es bastante frustrante: nada es más desalentador para los que están en la primera línea que ver a sus comandantes entretenidos en otra cosa, como una lista interminable de buena literatura de guerra nos ha enseñado (la analogía con la guerra es tan adrede como escribir “peste” con mayúscula: en la guerra se vive y se muere, se toman buenas y malas decisiones, las guerras modernas afectan a toda la población). Y sin embargo, allí estuvimos, y acá estamos. Como ahora mismo, nuevamente confinados, dando clases, con la experiencia, el dolor y el cansancio del año pasado.
Un viernes crepuscular, hace pocos días, los compañeros de Gustavo y sé que muchos de sus estudiantes también recibimos un mensaje que aún me conmueve cuando lo leo, por todo lo que encierra en su parquedad afectuosa: “Amigos, amigas y colegas: les cuento que hoy 30 de abril, a las 19.40hs., finalicé una clase virtual sobre al paso de «la Primera fase de la Revolución industrial a la Segunda», en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Fue mi última clase en la Enseñanza Media preuniversitaria: llegó la jubilación. Les agradezco a la vida y a mi país haber podido formarme y trabajar en la Universidad de Buenos Aires, yo no «caí en la Pública», por el contrario la elegí. Fin de un largo ciclo. Lo voy a extrañar mucho”.
Unas líneas para sintetizar una vida. “Me enamoré de la media”, me dijo después, cuando le escribí para felicitarlo por la nueva etapa y también, para saber cómo se sentía. “¿Por qué te enamoraste”, pregunté. Me contestó dos cosas fundamentales, quizás porque las comparto como matriz para pensar mi trabajo: “por el desafío de contar conectados los procesos” y “por la relación humana con los chicos”, por verlos crecer. “Contar”, para Abelardo Castillo, estaba en el origen de la literatura y del conocimiento. Y tejer lazo con los más jóvenes, con los que crecen. Cuéntenme por favor si no hay tarea más esencial.
El intercambio de mensajes luego de su saludo de despedida fue una conversación reparadora para mí. Porque su breve texto fue un mazazo, más allá de prometernos vernos ni bien se pudiera para hacer la despedida como corresponde. Por todo lo que implica. Gustavo es uno de los últimos profesores que se formaron y educaron en un país donde socialmente, a pesar de las tensiones, habíamos logrado que la movilidad social ascendente fuera una realidad, y las escuelas su instrumento. Al leerlo, sentí que mucho de todo eso se jubilaba con él, con cada uno de los que terminan su trabajo de décadas.
“En fin Fede, aún estoy profundamente conmovido. Ya verás en unos años cuando te toque”. Pero el conmovido era yo. Sé que aún no lo dimensiono por completo, pero me lo puedo imaginar. Porque he padecido ese síndrome de abstinencia de las clases, del contacto del aula otras veces, ocupado en otras tareas. Ya llevo un cuarto de siglo de ser profesor. Y vi a otros profesores jubilarse, pero esta soledad multitudinaria de la virtualidad realza la profundidad de la despedida. Que no es solamente la de un profesor que se jubila, sino también de un sistema en el que creímos por generaciones y que formó a otras tantas. Un sistema que la pandemia se está ocupando de terminar de desmantelar, reforzando el trabajo de oportunistas electorales y pensadores cortoplacistas que no miden la magnitud del daño. No solo el de la pandemia, sino al tejido social.
En la pandemia, cada pequeña señal de vida y lazo cuenta. Para estar atentos y, en la necesidad de sobrevivir, pues de eso se trata, no dejar de ver un poco más allá de la trampa en la que hemos caído: la de asociar el futuro a dejar de tener restricciones como salir, las clases presenciales, dejar de usar el barbijo. La verdadera restricción es la de que nos roben el futuro.