“En suma, si, como Menipo en otro tiempo, pudierais contemplar desde lo alto de la Luna la inenarrable confusión del género humano, creeríais estar viendo un enjambre de moscardones o mosquitos que riñen, luchan, se tienden asechanzas, se roban, se burlan, se huelgan, nacen, enferman y mueren. Son increíbles los trastornos y las catástrofes que suscita un animalito tan ruin, de tan corta vida, porque a veces basta una batalla, o el azote de una epidemia, para arrebatar y aniquilar en un instante a millares de ellos”.
Recordemos que Menipo fue un filósofo griego al que Luciano de Samosata convirtió en personaje de una de sus sátiras, haciéndolo trepar hasta la Luna, y en cuanto al fragmento que se transcribe, está tomado del Elogio de la locura que el humanista Erasmo de Rotterdam escribiera a comienzos del siglo XVI.
El texto de Erasmo –considerado uno de los pilares del humanismo renacentista, y en el que la necedad hace un largo y pormenorizado elogio de sí misma– se publicó en París en el año 1511, y no es un dato menor que era ese un momento en el que el arte y la cultura europeos tocaban cimas superlativas, como lo demuestra el hecho de que, por la misma época, Miguel Ángel pintaba La creación de Adán en la bóveda de la Capilla Sixtina.
No pocos son los pensadores que han usado el recurso de confrontar la inimaginable magnitud del cosmos con la insignificancia de la escala humana –en el siglo XVIII también lo hará Voltaire, en su divertidísimo cuento Micromegas–, y el procedimiento, naturalmente, nunca perderá eficacia, ya que si adoptamos ese punto de vista “cósmico” nuestro pequeño planeta queda reducido a una mota de polvo poco menos que inexistente, mientras que hombres y mujeres –para decirlo con las mismas palabras que Voltaire–, son equiparables a “insectos invisibles que la mano del Creador se ha complacido en hacer nacer en el abismo de lo infinitamente pequeño”.
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Voltaire, por Nicolas de Largillière.
No obstante, el pasaje de Erasmo cobra hoy una inesperada vigencia, porque entre las calamidades capaces de aniquilar a los seres humanos cita “el azote de una epidemia”, algo con lo que hace más de un año, abrumadoramente largo y funesto, el mundo entero se halla más que familiarizado.
¿Y qué hay de todas esas otras lacras que el gran humanista holandés considera inherentes al “animalito ruin” –o sea, al engreído Homo sapiens–, como lo son reñir, luchar, tenderse asechanzas, robarse, burlarse y holgarse, además de cumplir con el ineludible mandato de nacer, enfermarse y fatalmente morir? La durísima prueba de la pandemia que sufrimos, ¿bastará para imprimirles un nuevo sesgo a esas inveteradas conductas que venimos repitiendo desde-la-noche-de-los-tiempos, y desde la punta de sílex prehistórica hasta la lluvia de sofisticadas bombas abatiéndose, a la manera de otro diluvio exterminador, sobre la desventurada Franja de Gaza?
Existen intelectuales como Jacques Attali, que han acuñado sobre el particular teorías “optimistas” –¡palabra que, curiosamente, nos remite de nuevo a Voltaire, quien la esgrimió con saña contra Leibniz! –, puesto que en un reportaje reciente el pensador francés puntualiza: “Esta crisis es muy cara en número de vidas, pero acelera la toma de conciencia de la importancia de lo que yo llamo «una sociedad positiva». Un concepto fundamental en esa sociedad es el altruismo, es decir, ocuparse del bienestar de todos, incluso de las generaciones futuras; y otro es la economía de la vida, que alude a los sectores de la economía útiles a esa sociedad positiva”.
¡El fabuloso reino de “la empatía” instalado por la mano dura de la peste, en medio del egoísmo más feroz, y de la puja de intereses más fría y más descarnada! (Elijo la palabra empatía en lugar de altruismo, aunque etimológicamente esta última provenga del latín alter, es decir “otro”, porque empatía es uno de esos términos que un buen día copan sorpresivamente el discurso y que la peste puso de moda).
Ahora bien, lo que todavía no tengo muy en claro, es si ese “ocuparse del bienestar de todos” profetizado por Attali llegará lentamente –¡y muy lentamente! – a impregnar el comportamiento de las naciones y de los vulgares hombres y mujeres de a pie, o bien se manifestará de golpe –etéreo y musical como una nueva Edad de Oro–, sin que hasta la fecha ningún indicio alentador haya presagiado su feliz advenimiento.
Muy por el contrario: hoy por hoy, mientras los países ricos acaparan millones de vacunas, y hasta recompensan a los que acceden a vacunarse con descuentos en las entradas a los teatros y tickets para viajar gratis en el metro, los países pobres aguardan recibir el remanente del desigual reparto –léase: las migajas del festín–, algo que tiene su correlato a nivel individual, cuando el bolsillo marca la diferencia entre los muchos que deben esperar su turno para ser vacunados gratuitamente, y los pocos que pueden regalarse un tour principesco con vacunación incluida.
Las medidas sanitarias que se adopten no serán evaluadas por su oportunidad, sino que serán aplaudidas o combatidas furiosamente según el color político de quien las juzgue, y las fiestas clandestinas han terminado por legitimar el odioso método de la delación, como el único expediente a mano para contener el desmadre.
Y si por un instante, nada más, pudiéramos sustraernos al tema excluyente de la pandemia, y reparar en la guerra sin cuartel que el narcotráfico libra a diario en los barrios periféricos de la ciudad –el eufemismo para nombrarla sin nombrarla es “la inseguridad” –, comprobaríamos que fuimos mucho más sensibles a los estragos de los incendios intencionales, en la flora y la fauna de los humedales, que a la cacería de esta otra “fauna humana” que, cuando logra sobrevivir milagrosamente a las balaceras, les disputa las camas críticas a los pacientes afectados por el Covid.
En fin, todo indicaría que el animalito ruin de Erasmo y el insecto invisible de Voltaire, más allá de los slogans de amor y solidaridad –almibarados– con que inunda las redes sociales, seguirá haciendo de las suyas sobre la corteza del planeta minúsculo, tan irresponsable y desaprensivo como siempre, aferrado con uñas y dientes a sus intereses personales y a la vieja y nunca bien ponderada premisa del “sálvese quien pueda”, y sin importarle un ápice el destino de su semejante… Empatía… ¿Qué empatía?