A veces, las mejores historias —y las más necesarias— son aquellas que menos se conocen. En la Argentina, donde la disputa por el sentido es tan antigua como crucial, durante la última dictadura se produjo una de las más espantosas masacres del siglo veinte. Los desaparecidos —ese extremo refinamiento del mal gestado por el régimen militar— no sólo ya no estaban, sino que tampoco se sabía dónde se hallaban. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos del régimen genocida, habían quedado rastros del brutal exterminio. Había huesos. Y los huesos hablan.
Cuando Clyde Snow bajó del avión y pisó por primera vez el país en 1983, enviado por una ONG estadounidense a partir de un pedido de las Abuelas de Plaza de Mayo, ignoraba la dimensión titánica de la tarea que iba a emprender. Este auténtico especialista en la muerte, que había trabajado en la ardua identificación de víctimas de accidentes aéreos, fue quien dio en aquellos remotos días el impulso inicial para la creación de una organización que debe ser motivo de profundo orgullo nacional: el Equipo Argentino de Antropología Forense (Eeaf).
Tan excéntrico como carismático y brillante, el texano Snow —de ojos muy claros, y con un eterno cigarrillo negro entre los labios— se convirtió en el líder de un grupo de jóvenes que descubrieron una vocación insospechada, de la mano de una honda convicción política: la necesidad de restituir la identidad de las víctimas de la barbarie. Y así, en circunstancias complejas y muchas veces dramáticas, comenzaron su trabajo: descubrir dónde estaban enterrados los desaparecidos, extraer sus restos y, finalmente, investigar hasta devolverles nombre y apellido. Ellos no lo sabían, pero en ese momento había comenzado una gesta que desembocaría en la identificación de más de ochocientos cuerpos a lo largo de los años, entre ellos el de Ernesto Che Guevara.
La tarea fue dura, por momentos terrible. En cierto momento, y mientras manipulaba huesos, uno de los jóvenes integrantes del grupo no pudo evitar el llanto cuando extraía siete proyectiles del cráneo de una chica. Entonces Snow se aproximó y le susurró una frase: "We are scientists during the day and we cry at night" (somos científicos durante el día y por la noche lloramos).
El tiempo irá pasando y los novatos se convertirán en expertos, auténticas eminencias mundiales en la materia: el Eaaf será convocado a trabajar en cincuenta y cinco países, y no sólo logrará identificar al célebre guerrillero argentino asesinado en Bolivia sino también a Azucena Villaflor y Luciano Arruga, además de los soldados argentinos muertos en Malvinas y los cuarenta y tres estudiantes masacrados en Iguala, México.
El libro que escribió Felipe Celesia resulta ejemplar, no sólo por el rigor de su investigación periodística sino por la calidad literaria de su relato. Habitual integrante de un dúo —junto a Pablo Waisberg— que ha dejado trabajos de gran valía como Firmenich (2010), La Tablada (2013) y La Noche de las Corbatas (2016), esta vez optó por trabajar en solitario.
El resultado no pudo ser mejor: aunque la lectura de este libro, literalmente, duela, la historia de Snow y su grupo resulta imprescindible. Su ejemplo de talento, ética y coraje merecería ser conocido —y aplaudido— por cada uno de los argentinos.