La historia argentina, narrada con rigor y originalidad

En su último libro, Biografía de un país, Ezequiel Adamovsky plasma un trabajo donde la amenidad y la calidad no se contraponen. En diálogo con Cultura y Libros lanzó jugosas definiciones, remarcó la importancia de los sectores habitualmente postergados –pueblos originarios, afroamericanos y mujeres– y fustigó con dureza el "poder del mercado"
20 de diciembre 2020 · 05:00hs

Desde principios de este siglo, tras el desastre del 2001, en la Argentina comenzó a desatarse un insospechado interés por la historia nacional, como consecuencia del reverdecer político y los profundos remezones sociales que sacudieron al país en aquella época. El mercado editorial estuvo atento al fenómeno y empezó a destinar sus energías a la publicación de textos en los que se narraba e interpretaba el conflictivo pasado argentino, signado por las divisiones y los desencuentros. Más allá de las evaluaciones que puedan hacerse de la calidad de su producción–suelen ser negativas en el ámbito de los especialistas–, el caso Felipe Pigna es un síntoma nítido de lo que sucedía: ediciones agotadas y protagonismo mediático de su autor, al compás del renacimiento de debates que parecían haber quedado clausurados tras el frustrado “fin de la historia” anunciado por Francis Fukuyama. El fenómeno, por suerte, continúa: los libros de divulgación histórica siguen siendo un filón que los sellos más poderosos explotan de manera sistemática.

El último libro de Ezequiel Adamovsky se encarama en esa ola, pero lo hace con un rigor y una profundidad que resultan tan elogiables como inusuales. En Historia de la Argentina. Biografía de un país, desde la conquista española hasta nuestros días, editado por Crítica (sello del grupo Planeta), el reconocido autor de ese pequeño clásico que ya es Historia de la clase media argentina (2009) plasma un trabajo donde la necesaria amenidad se combina con el rigor y la profundidad de pensamiento. El resultado es un texto que se lee con placer, cumple con su propósito didáctico y estimula debates fundamentales.

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Correo electrónico de por medio –pauta pandémica–, Cultura y Libros mantuvo un jugoso diálogo con el historiador y escritor, que rescata a fondo a los tradicionales “postergados” del relato histórico, pueblos originarios, afroamericanos y mujeres.

En el comienzo del libro lanzás una frase de fuerte peso conceptual: “Cada paso en la historia del país se entiende como efecto de una relación fundamental entre poder y cooperación, entre opresión de clase y resistencia, entre violencia y afecto, entre jerarquía e igualdad, entre exclusión y comunidad”. Si tuvieras que ponerle un nombre propio a cada uno de los integrantes de esas antinomias, ¿cuáles elegirías?

–Es una pregunta que me sería imposible responder, porque no entiendo la pugna de esas fuerzas como si fuesen las de dos partidos contrapuestos, uno claramente delimitado y separado del otro. Cada impulso aparece históricamente entrelazado con su contrario. Por eso mismo, una misma persona puede representar ambos, aunque uno pudiese distinguir en ella un signo dominante. Un ejemplo: la formación del Estado involucra una relación específica entre poder y cooperación. El Estado construye un aparato de poder que es al mismo tiempo un aparato que permite expandir y potenciar la cooperación entre las personas que habitan este suelo. El Estado es la cárcel y la policía, pero también el telégrafo, las elecciones, la escuela y el ferrocarril. Casi todos los presidentes civiles que hemos tenido, por su función, encarnan ambos impulsos en proporciones diversas. Y lo mismo uno podría decir de la mayoría de los líderes sociales. Por dar otro ejemplo, la lucha por la igualdad que dieron sindicatos y organizaciones políticas a veces se organizó en torno de ciertas jerarquías y liderazgos. El sostenimiento de formas novedosas de afecto con frecuencia involucró el ejercicio de la violencia. Y toda comunidad construye sus límites exteriores a partir de lo que excluye: somos un “nosotros” argentino porque no somos un “ellos” extranjero. La relación entre esos polos que enumero es dialéctica y así trato de que se plasme en la narración de la historia que propongo.

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En tu libro se les brinda una inusual atención a los que podríamos llamar los “postergados” de la mirada histórica tradicional, como los aborígenes y los afroamericanos –y también las mujeres–. ¿Por qué razón se les suele otorgar tan escasa relevancia?

–En general la historia ha tendido a contarse desde perspectivas elitistas, prestando especial atención a lo que hace la “gente importante”, los políticos, los escritores, los empresarios, los militares. Y también desde una perspectiva masculina y patriarcal. Pero los historiadores sabemos bien que los sectores subalternos tienen una influencia enorme en el curso de los acontecimientos. Pasa que a veces es más difícil de visualizar, porque en general no se expresa a través de algún individuo sino de la acción colectiva, que siempre es más difícil de interpretar y documentar. A eso se suma un agravante propio de nuestro país: las élites argentinas, a diferencia de la mayoría de los países latinoamericanos, propusieron una peculiar visión del “nosotros” argentino, que lo imagina blanco y europeo. Esa visión requirió borrar del mapa, empujar a la invisibilidad, a los argentinos y argentinas cuyos cuerpos y orígenes étnicos no se correspondían con ese ideal. Todavía hoy mucha gente supone que en la Argentina hubo pocos negros y que desaparecieron pronto y que los pueblos originarios tienen un peso irrelevante, ambas cosas completamente falsas. Por eso en mi libro me esforcé en que cada período estuviese analizado desde una perspectiva de clase, de género y también étnico-racial, que devuelva a los sectores subalternos el protagonismo que merecen.

¿Queda alguna marca, en la Argentina actual, de la distante época de la colonia?

–Queda una marca profundísima justamente en ese último punto. La conquista española reordenó los vínculos entre las personas en esta región del mundo de una manera muy particular, que no existía en España. Los colonizadores asentaron las diferencias de clase sobre diferencias étnico-raciales: al llegar, trazaron una línea simple entre vencedores y vencidos, por la cual los segundos debían tributar y someterse a los primeros. Esa línea de clase –quién sirve a quién– quedó asentada así sobre una diferencia de linaje y de cuerpo. La gente de tez amarronada y ascendencia indígena (y luego también los esclavizados africanos) quedó al servicio de los blancos-europeos. Esa diferencia, que tenía rango legal en tiempos de la colonia, persiste hasta nuestros días. En teoría, desde la independencia somos todos iguales ante la ley. Pero las diferencias de clase se siguen reproduciendo sobre la base de las jerarquías de color que impuso la colonia. Si hoy tomáramos una muestra del diez por ciento más rico y del diez por ciento más pobre de la población, encontraríamos claras diferencias en la tez y en la ancestría. Como en la colonia, los más ricos y poderosos tienden a ser de piel más clara y de un linaje europeo más reciente.

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Mariano Moreno.

Mariano Moreno.

Otro de los rasgos de la obra que escribiste es que no se ciñe, según interpreto, al factor individual como disparador de los hechos. Me gustaría que definieras brevemente a tres integrantes clásicos del panteón de próceres escolares argentinos: Moreno, San Martín y Sarmiento.

–San Martín es obviamente el más indiscutible en su legado. Su genio militar y su obsesión por la independencia desempeñaron un papel central en la victoria del bando patriota. Mariano Moreno y su grupo representan el horizonte más radicalizado de la revolución. Moreno fue uno de los promotores fundamentales de lo que él llamaba el “sagrado dogma de la igualdad”, que dio a nuestra sociedad algunos de los rasgos democráticos que aún conserva. Sarmiento es el más polémico. Su status de figura venerada incuestionable se ha ido debilitando a través del tiempo, a medida que fue quedando claro que parte de su legado significa una pesada hipoteca sobre nuestro país. Sarmiento tuvo algunas virtudes descollantes entre sus contemporáneos. Fue gracias a su visión que la Argentina tuvo, junto con Uruguay, la política más enérgica y temprana de educación pública de nuestro subcontinente. Se destacó también por su visión comparativamente más igualitaria de las relaciones que debían mantener varones y mujeres. Y así uno podría detallar muchas de sus obras de gobierno, muy perdurables. Al mismo tiempo, fue de una intolerancia política y de un autoritarismo muy notorio, siempre listo a pasar a degüello a sus adversarios. Y en su desprecio a las clases bajas y a todo lo criollo pocos lo igualaban. Fue el autor del libro más influyente de nuestra historia, Facundo, que es el que nos enseñó a imaginar nuestra historia como la de una lucha entre dos países enemigos, el de la “civilización” –para él encarnado en las ciudades, en las clases letradas, en lo blanco y lo europeo– que debía abrirse camino erradicando al de la “barbarie”, representado básicamente por los habitantes del común, especialmente los pobres, los del interior, los criollos mestizados. Fue una visión tremendamente divisiva, autodenigratoria y estigmatizante que, lamentablemente, todavía nos acompaña.

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Domingo Faustino Sarmiento.

Domingo Faustino Sarmiento.

¿Por qué se les concede tan escaso valor a los caudillos del interior en el marco de los esquemas tradicionales de la historia nacional, cuando directamente no se los demoniza?

–El tipo de visión sarmientina que acabo de comentar, en sintonía con la que presentó el primer historiador profesional que tuvimos, que fue Bartolomé Mitre, fue bien porteñocéntrica y elitista. Todo lo bueno que habíamos tenido en el pasado se lo debíamos a las élites porteñas (Mitre incluía aquí a la burguesía de Buenos Aires), que debió construir un país poco menos que remontando el peso muerto del interior, visualizado como mero factor de atraso. En la narrativa que planteó Mitre, que se enseñó durante décadas en las escuelas, todo encuadramiento político que no fuese el del sector porteño con el que él simpatizaba y que él mismo representaba –los unitarios, el grupo rivadaviano, los liberales porteños– aparecía demonizado o sencillamente desatendido. La palabra “caudillo” sirvió como modo de desacreditar cualquier otro liderazgo, tal como se la sigue usando hoy. Y claro que en esos liderazgos había de todo, pero también incluían los de referentes valiosos como Artigas, que representaba un horizonte igualitarista que podría haber contrapesado el sesgo más clasista que nuestro país terminó adquiriendo.

La historia argentina, ¿está escrita desde la visión porteña? Si fuera así, ¿cómo se construye una mirada más federal?

–Hemos avanzado mucho desde Mitre, sin dudas. Pero creo que nuestra mirada sobre el pasado sigue siendo porteñocéntrica. Yo traté de que mi libro fuese lo más federal posible, los lectores van a encontrar episodios que suceden en todas y cada una de nuestras provincias. Pero es sin dudas difícil encontrar un balance justo, porque nuestro país es él mismo porteñocéntrico. Más allá de cómo contemos la historia, vivimos en un país horriblemente centralista, incluso en lo demográfico. En algún momento tuve la fantasía de inventarme un dispositivo narrativo por el cual fuese contando nuestra historia intercalando un capítulo centrado en Buenos Aires y otro haciendo eje en una provincia –San Juan me encantaba como contrapunto–, pero eso habría dejado más en la sombra al resto de las provincias. Así que traté de ir y venir del escenario porteño al de cada región, para tratar de construir una mirada más federal.

¿Fracasó o triunfó la generación del 80 en su intento de construir un país a su medida?

–Mi respuesta rápida sería decir que fracasó en sus propios términos: el país que erigió no aguantó la prueba de la democracia en 1916 y no dejó una economía más o menos sustentable, lo que quedó claro ya en 1930. La propia trayectoria de la élite dirigente del 80 es ilustrativa de ese fracaso: de ser un grupo liberal bastante optimista, con sentido progresista, constructor de instituciones, con visión de futuro, luego de perder el poder en 1916 se volvió mucho más conservador, reaccionario y autoritario, con una mirada decadentista puesta en el pasado.

Pero más allá de esta respuesta rápida, no me gusta pensar la historia a partir de la idea de fracaso. A la Argentina, como a todo país periférico, se la obliga a contar su historia como si fuese una larga justificación de por qué no es un “país normal”. La vara de esa normalidad sería la de los países ricos. Y es una noción muy complicada, porque supone que podríamos o deberíamos haber sido Estados Unidos o Francia. Y la verdad es que esa “normalidad” nunca estuvo al alcance de la mano, ni de nosotros ni de ningún país periférico. Hay que correrse de esa idea de la historia contada como progreso, eurocéntrica, que nos fuerza a convertir la narración del pasado en un largo pedido de disculpas. Se trata de entender lo que un país es, no de explicar por qué no es lo que no es. Porque además hoy está claro que el mundo se ha vuelto un lugar completamente desquiciado, ¿no? Ya no hay fiscalía de la normalidad ante la que haya que rendir cuentas.

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Juan Domingo Perón.

Juan Domingo Perón.

Vamos al presente: ¿por qué la dicotomía peronismo-antiperonismo continúa dibujando con precisión los rasgos del drama nacional?

–Yo creo que es una dicotomía muy poderosa, que más bien distorsiona los rasgos de nuestro trayecto histórico. Mi libro explica cómo esa dicotomía se convirtió en un verdadero sistema político, pone esfuerzo en visibilizar que el antiperonismo es una identidad tan compleja y tan poderosa como la del peronismo. Pero se corre de ese eje como clave de análisis. En los últimos años, como parte de ese embrutecimiento colectivo que hemos dado en llamar “la grieta”, se nos invita a pensar la historia como si pudiese leerse desde ese eje. Para la derecha, la culpa de todo serían los “setenta años de peronismo” (esa cuenta absurda que omite que en esas décadas gobernaron otros partidos e ideologías). Y el peronismo está cómodo con esa lectura, invirtiendo su valoración. Como si el peronismo hubiese sido una fuerza siempre popular y democrática perseguida por la derecha. En el libro propongo volver a leer la historia no partiendo de las camisetas partidarias, que han sido poco relevantes, sino del modo en que los partidos y los modelos de país que propusieron en cada momento se alinearon con los intereses de clase fundamentales. Hacia el final hago un recorrido por cada ministro de Economía que tuvimos desde 1955 hasta hoy, para ver quiénes aplicaron recetas ortodoxas y quiénes heterodoxas, que son las que explican los resultados económicos de cada momento. Y ahí queda claro que la camiseta partidaria es poco relevante para anticipar la orientación de la política pública. Salvo los gobiernos militares, que sí han tendido a ser más claramente ortodoxos en sus políticas económicas, el resto no obedece a las identidades partidarias. Los peronistas con Menem han sido responsables de uno de los períodos de reformas neoliberales más dañinos que se recuerden, tanto como de períodos heterodoxos. Los radicales también. Lo que importa para explicar nuestras dificultades ha sido menos el carnet de afiliación del que gobierna, que el modelo de país y los intereses de clase que intentó favorecer. Los períodos en los que el Estado se puso más al servicio del poder empresarial y financiero explican mucho mejor las debacles de nuestra economía que el resultado de las elecciones.

A un especialista en el pasado, le pregunto por el futuro: ¿por dónde pasa la esperanza para la Argentina?

–Aquí respondo como cualquier ciudadano, no desde mi especialidad sino desde mis ideas. Creo que el principal problema que tenemos en la Argentina y el mundo es el modo acelerado en que el capitalismo está generando cada vez mayor desigualdad y violencia entre nosotros y nosotras, corroyendo la democracia y destruyendo el medioambiente. El mundo se acomoda cada vez más a los intereses del uno por ciento más rico y se vuelve un lugar cada vez más invivible. Por todas partes los derechos y libertades elementales retroceden. La esperanza, para mí, viene de la posibilidad de que el restante noventa y nueve por ciento, los que vivimos de nuestro trabajo y no de privilegios de clase, encontremos el modo de frenar esa pendiente al desastre y proponer una sociedad más justa. Una sociedad en la que podamos decidir libremente cómo queremos vivir, en lugar de estar sometidos al poder del mercado.

Para cerrar, me gustaría que nos contaras a qué colegas leés con admiración y placer.

–Esta sería la parte de la entrevista en la que mis colegas me odian… En Argentina se escribe historia de altísima calidad, hay muchos historiadores e historiadoras haciendo cosas interesantísimas, no podría ser exhaustivo y si lo intentase aburriría a los lectores con una lista larga. De esta me escapo.

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