El niño aquel, que jugaba en las calles y los jardines que miraban hacia las colinas de Surrey, nunca supo que sería él quien llegase a la Ciudad Final, nunca supo que sería él mismo quien contemplara los fosos, las barbacanas y los sagrados minaretes de la más espléndida de todas las ciudades conocidas. Lo imagino ahora como un pequeño con una cantimplora roja que brillaba con los rayos del sol en el cálido campo, mientras su imaginación se deleitaba con relatos de fantásticas aventuras, en tanto el destino tenía reservado para él un hito que maravillaría a todos los hombres.
Toda su infancia, a dondequiera que mirara más allá de las colinas de Surrey, veía el precipicio que, muro sobre muro y montaña sobre montaña, se alzaba en el extremo del Mundo, y que sostenía la inconcebible Ciudad de Nunca, sobre un fondo de perpetuo crepúsculo. La profecía sabía que este niño estaba destinado a caminar por sus calles. Porque el pequeño tenía la rienda mágica, que no era más que un trozo de tela que una vieja vagabunda le había dado; pero que tenía el poder de dominar a un animal de cualquier especie que nunca haya conocido el cautiverio, como el unicornio, el hipogrifo Pegaso, los dragones y los guivernos. Pero resultaría inútil con leones, jirafas o camellos.
¡Cuántas veces habremos mirado hacia la Ciudad de Nunca, esa maravilla de maravillas! Pero no cuando cae la noche en el Mundo, y en el firmamento no hay más que estrellas; tampoco cuando el sol brilla y nos enceguece con su resplandor. Pero sí cuando, en algunos días tormentosos, el sol se oculta repentinamente y nos permite apreciar esos brillantes peñascos que a simple vista parecen meras nubes, y ante nuestros ojos se dibuja el crepúsculo que está siempre presente allí, y podemos admirar entonces las cúpulas doradas que sobrepasan los límites del Mundo, y parecen bailar tranquila y dignamente en la tenue luz donde habita la Maravilla. Así, la lejana y jamás visitada Ciudad de Nunca contempla a su hermano, el Mundo.
Había sido profetizado que él llegaría un día. Allí, en la Ciudad, lo sabían desde que los guijarros recién comenzaban a crearse, y antes de que las islas de coral fueran entregadas al mar. Y la profecía se cumplió, pasó a la historia y de ahí al Olvido, allí de donde hoy la rescato, allí donde un día caeré. Los hipogrifos bailaban delante del ocaso, brillando con la luz del sol mucho antes de que llegara a iluminar nuestras praderas; y una vez que sus rayos bañaban la parte más alta de nuestros árboles, los hipogrifos aterrizaban, con un agitar de plumas, y plegaban sus alas y galopaban y retozaban por los campos de algún pueblo, próspero o detestable, y de tanto en tanto se alzaban con un salto y desaparecían tras una nube de humo, hasta elevarse nuevamente al más puro cielo azul.
Aquel que la profecía había dicho que visitaría la Ciudad de Nunca, tomó una noche su rienda mágica y se acercó a la vera de un arroyo, donde los hipogrifos habían bajado, visto que la tierra era suave y podían galopar a gusto. Y aguardó allí, cerca de las huellas que habían dejado sus herraduras. Las estrellas palidecieron un poco y se tornaron indiferentes; pero no había todavía otra señal del ocaso, cuando de repente aparecieron en la profundidad de la noche dos pequeñas máculas color azafrán; luego cuatro y cinco: eran los hipogrifos bailando y meciéndose alrededor del sol. En breve se unió otra manada, y fueron entonces doce las criaturas danzando, proyectando al sol sus colores, describiendo curvas al descender lentamente. Los árboles en la tierra recortaron sus siluetas contra el sol, hasta la más discreta rama. Una estrella desapareció de una constelación, luego otra; y, al cabo, el ocaso llegó como música, como una nueva melodía. Los patos se acercaron al lago desde maizales en penumbras; algunas voces se dejaron oír; el agua se tiñó de un color particular, y los hipogrifos todavía se embebían de luz, destacándose en el cielo. Pero en cuanto las palomas posadas en las ramas se desperezaron, y las gallaretas asomaron entre los juncos, súbitamente, como un trueno emplumado, los hipogrifos aterrizaron desde las alturas celestiales, impregnados de la primera luz del sol, y el muchacho que habría de visitar la Ciudad de Nunca se incorporó de un salto y atrapó el último de aquellos con su rienda mágica. La criatura se sacudió pero no pudo soltarse, porque los hipogrifos son una de las razas que no han conocido el cautiverio, y la rienda mágica tiene poder sobre todo lo que es mágico; por cuanto el muchacho montó y la criatura rápidamente escaló hasta las alturas de donde provenía, como una bestia herida que retorna a su hogar. Y, una vez en lo alto, el jinete pudo apreciar hacia la izquierda la predestinada Ciudad de Nunca, y contempló las torres de Lel y Lek, Neerib y Akathooma, y los acantilados de Toldenarba brillando en el crepúsculo, como una estatua de alabastro en la noche. El muchacho dirigió hacia allí su rienda, hacia Toldenarba y sus Bajos Fosos; las alas del hipogrifo batieron ruidosamente. ¿Quién pudiera hablar de los Bajos Fosos? El misterio de aquellos es secreto. Hay quien dice que son las fuentes de la noche, y que la oscuridad brota de ellos y se esparce sobre el mundo al final del día. Otros dicen que mucha información sobre los Fosos pondría en peligro nuestra civilización.
Aquellos ojos cuyo deber es observar, lo observaban incansablemente desde los Bajos Fosos; en lo más profundo, los murciélagos que allí descansaban se agitaron al ver la sorpresa en esos ojos; y los centinelas en sus bastiones alzaron las lanzas en pose defensiva al oír el estruendo de alas de los murciélagos. Sin embargo, cuando advirtieron que la guerra para la que estaban preparados todavía no había llegado, le permitieron ingresar, y el muchacho pasó zumbando por la entrada que mira hacia la Tierra.
Entonces entró él a la Ciudad de Nunca, que cuelga sobre Toldenarba, y contempló el crepúsculo bañando aquellas cumbres que no conocen otra luz. Todas las cúpulas eran de cobre, pero los capiteles eran dorados. Peldaños de ónix subían y bajaban aquí y allá. Las calles, emparchadas con ágatas, eran gloriosas. Los ciudadanos miraban desde sus casas a través de pequeñas ventanas de cuarzo rosa; desde allí, el lejano mundo les parecía un lugar feliz. Aunque la ciudad vistiera siempre una misma túnica, era una maravilla digna de admirar: la belleza de la ciudad y el crepúsculo no tenían equivalente excepto ellos mismos. Los bastiones eran de una piedra desconocida en el mundo que caminamos, extraída de quién sabe qué cantera, que los gnomos llamaban abyx. La piedra reflejaba todas las glorias de la ciudad al crepúsculo, color por color, de modo que nadie podía precisar dónde yacía el límite y qué era parte del crepúsculo y cuál, de la Ciudad de Nunca. Son dos gemelos, hijos de la Maravilla. El Tiempo había estado allí, pero no para provocar su destrucción: apenas había dado un tinte verde claro a las cúpulas cobrizas; el resto, producto de vaya uno a saber qué acuerdo, había quedado intacto incluso por Él, el destructor de ciudades. En cualquier caso, en Nunca solían llorar y lamentar tragedias de otros mundos, y cada tanto erigían templos a estrellas caídas que se habían desprendido de la Vía Láctea, rindiéndoles culto aun cuando para nosotros estuviesen largamente olvidadas. Y había otros templos, quién sabe en honor a qué divinidades.
Y a aquel que estaba destinado a visitar la Ciudad de Nunca se lo vio muy contento andando por sus calles emparchadas con ágata, con las alas del hipogrifo enrolladas, viendo por todos lados maravillas que hasta China ignora. Y cuando llegó por fin a la última de las murallas, allí donde ningún habitante de la Ciudad se aventuraba, y miró en la dirección hacia donde ninguna ventana de cuarzo rosa de ninguna casa mira, advirtió súbitamente, escondida entre las montañas, una ciudad todavía más grande. Si aquella también había sido erigida sobre el crepúsculo, o si asomaba desde las costas de otro mundo, no pudo saberlo. La observó a cierta distancia y procuró acercarse; pero ante aquel hogar de colosos desconocidos, el hipogrifo se resistió frenéticamente, y no hubo rienda mágica que lograra que la criatura avanzara. Al cabo, desde aquel extremo de la Ciudad de Nunca, por donde sus propios habitantes nunca caminaron, el jinete giró y encaró nuevamente hacia la Tierra. Entendió entonces por qué todas las ventanas apuntan en una misma dirección: los habitantes del crepúsculo prefieren contemplar el mundo y no algo más grande que ellos. Luego, el hombre a bordo del monstruo alado descendió hasta el último escalón de la escalera que baja hacia la Tierra, y desde allí se zambulló en los Bajos Fosos y más allá, por la dorada fachada de Toldenarba, desde las ensombrecidas glorias de la Ciudad de Nunca y, al cabo, más allá del crepúsculo perpetuo. El viento que por entonces dormía rugió y les dio un empujón. Abajo, era de mañana en el Mundo; la noche se había retirado, arrastrando su manto tras ella. A medida que avanzaba, la cortina de blancas neblinas se iba disipando para mostrar orbes grises aunque brillantes, y luces que pestañeaban tempranamente en las ventanas. En los húmedos campos, las vacas salían de los establos; y en aquel momento las patas del hipogrifo tocaron nuevamente tierra. En cosa de un instante el muchacho desmontó, soltó la rienda mágica, y la criatura partió volando con un relincho, otra vez a sus felices aposentos.
Y aquel que había conocido la brillante Toldenarba, y había sido el único de su especie en llegar a la Ciudad de Nunca, tiene su nombre y su fama consagrados a través de los países. Pero tanto él como los habitantes de Nunca saben dos cosas impensadas por el resto de los hombres: aquellos, que hay otra ciudad más allá de la suya; y él, que tiene una nueva misión por cumplir.
(Extraído de El libro de la maravilla).