Juan, ¿cómo llegaste a Rosario?
Vine a la ciudad un tiempo antes de entrar a la Universidad. A los diecisiete años. Fue un período muy intenso. Después, por razones de trabajo y estudio, debí irme.
¿Adónde?
Primero fui a trabajar al Instituto de Filología de la UBA. Y al poco tiempo una beca de posgrado del Ministerio de Relaciones Exteriores de España me llevó a Madrid. Fue una época muy especial. Estudiaba literatura en el CSIC –el Consejo Superior de Investigaciones de España–. Trabajaba en la Biblioteca Nacional y en la Biblioteca del CSIC –que tiene unos tres millones de ejemplares–. Me acuerdo de ir durante varias tardes seguidas a ver Las meninas de Velázquez al Museo del Prado o a ver el Guernica al Reina Sofía. Después de la experiencia europea me costó mucho volver a Rosario. Lo intenté, pero no pude.
¿Por qué?
Rosario es una ciudad muy vitalista, que reclama mucho de la presencia de los cuerpos en el territorio. Y los viajes me habían sacado el apego por mis antiguas rutinas. También adquirí cierta mirada extrañada sobre lo propio. Al ser de la provincia de Buenos Aires, yo también tenía algo no tan localista con Rosario. Convengamos que lo rosarino puede ser una energía muy fuerte. Además, quería continuar con la saga de trabajos de investigación en diferentes bibliotecas. Ya tenía algunos trabajos en Buenos Aires. Y al poco tiempo me fui a Estados Unidos, a estudiar a la Universidad de Pensilvania.
¿Cuándo y cómo surge tu pasión por la literatura? ¿Y cuáles son los primeros libros que recordás?
En el pueblo de mi infancia iba mucho a leer a un kiosco de diarios y revistas que quedaba enfrente de la plaza. Así, me acuerdo de haber conocido las Aguafuertes de Arlt. Como en el pueblo no había librerías, un familiar también me traía libros de Buenos Aires. Envueltos en celofán, eran como objetos que venían de otro mundo. Me traía Las aventuras de Tom Sawyer y esas cosas. Esos fueron mis primeros libros, que todavía conservo en mi biblioteca. Algún tiempo después –ya tendría unos 10 años– comienzo a escribir noticias en un diario de pueblo. Y tal es así que el director del diario un día viene a verme –era de otra localidad– y me ofrece dinero a cambio de notas. O sea que comencé a escribir y a ganar dinero con la escritura casi desde el comienzo (risas). Cuando me vine a estudiar a Rosario me acuerdo que envié mi CV a La Capital con una recomendación del director del diario del pueblo: me imaginaba estudiando Letras en la Universidad y escribiendo en el diario. Nunca nadie del diario respondió mi carta (risas).
La parte central de tu formación la hacés en Rosario, en la Facultad de Humanidades y Artes. Y escribiste nada menos que un libro sobre aquella época. ¿Qué encontraste allí, en ese lugar, que te resultó tan significativo?
Me encontré con el pensamiento de izquierda (risas). Y la biblioteca. La biblioteca de la Facultad me marcó mucho. Esto de leer de a tres libros a la vez, por ejemplo. También la Biblioteca Argentina. En aquel entonces, para quienes veníamos de otros lugares, las bibliotecas eran un lugar donde pasar el día. Me acuerdo de ir a leer allí y pasar muchas horas leyendo. Solía tomar apuntes en unas fichas. Hacía resúmenes de libros completos. Todavía conservo esas fichas en un fichero que guardo en mi biblioteca actual. Sonia Contardi, profesora de Literatura Iberoamericana, una vez me dijo que yo tenía una escritura de izquierda. Los profesores de la facultad les dieron un gran impulso a mis inquietudes de aquel entonces. Viniendo de un lugar en el que no había libros, los profesores de la Universidad fueron las primeras personas con las que yo podía conversar. En aquella época mucha gente venía a la facultad. Gente que venía y pasaba por diferentes motivos, no sólo se venía a estudiar. Humanidades es un libro que intenta hacer un homenaje a aquella época de la facultad: fines de los 90, comienzo de los 2000.
Volviendo a la ciudad, me gustaría que hicieras de ella una especie de breve retrato. Y me contaras qué lugares rosarinos recordás con afecto.
No sé si puedo hacer eso (risas). Me acuerdo que de mi primer viaje a Rosario me impactó el río. Si tuviéramos que hacer un retrato, el río y los contornos pobres de las periferias enmarcan toda la ciudad en su conjunto. Siempre me acuerdo del cine El Cairo. Yo tenía 18 años y Emilio Bellón me llevó a ver La cifra impar, una película de Manuel Antín basada en el cuento Cartas de mamá, de Julio Cortázar. Esa fue la primera vez que fui al cine –soy de la época en la que los cines de pueblo ya habían cerrado– y me acuerdo que no había nadie en la sala. Esa sensación de tener el cine para uno solo fue algo extraño. Por un lado, la emoción de ir por primera vez al cine; pero por otro, el desconcierto. Como que la época del cine ya había pasado, y a mí me tocaba entrar al cine cuando la época del cine se estaba cerrando. De hecho, al poco tiempo cerraron El Cairo. Hubo manifestaciones para que no lo hicieran. Pero siguiendo, Rosario era una ciudad que en aquella época siempre nos obsequiaba privilegios privados: el río enfrente de casa a la noche, viajar leyendo en la K con los vagones vacíos afuera de las horas pico. Me acuerdo mucho de los bares: La Máquina, La Sede. Pasaba muchas horas en el Centre Catalá leyendo y escribiendo. Todo aquello lo recuerdo como algo muy fuerte, le tengo mucho afecto. Rosario fue para mí una ciudad de pasiones fundantes. A veces, andando por alguna calle de Buenos Aires, me invaden recuerdos de Rosario. Como déjà vu: esto ya lo viví, pero en Rosario.
En los primeros años del siglo XXI, Mendoza mantuvo una relación intensa con la literatura. Podría decirse que aquellos fueron sus años “literarios” en Rosario. En aquel tiempo asistía a las ediciones del Festival de Poesía y al ciclo de Poesía en los Bares que coordinaba Hugo Diz en el bar La Sede y en el teatro El Círculo. Junto con Nicolás Manzi –actual director de UNR Ediciones– editó un sitio web de poesía rosarina denominado Espiralnetico.com.ar –que hoy ya no está en línea–. Y llevaron adelante un ciclo de poesía, también: las Tertulias Espiralnéticas, que se hacían en García Bar & Rock. Muchos años después, Mendoza vive en Buenos Aires y se desempeña como profesor de Poesía III, en la carrera Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes. Es autor de más de quince libros de ensayo y poesía.
El poeta y actor Fernando Noy dice que escribís un tipo de “poesía documental”. ¿De qué se trataría exactamente?
Humanidades sería un libro de “memoria documental”, en el sentido de que lo que se busca no es tanto una verdad de la historia sino una verdad de la memoria habitada por el lenguaje. El narrador trata de sacarle fotos al lenguaje. Al igual que lo hace un fotógrafo en relación con el paisaje, cuando busca hacer tomas únicas, del mismo modo hace el escritor con el lenguaje. Pero el lenguaje también se mueve, se está moviendo todo el tiempo. El trabajo de un artista o de un escritor es el trabajo opuesto al de los políticos. Porque los políticos deben convencer, conquistar voluntades, generar consensos. En cambio el escritor, el tipo de escritor o de literatura que me interesa, no cree tanto en la representación sino en la construcción de una mirada singular sobre el mundo. Un intelectual no vale por la cantidad de ideas que contagia, sino por la singularidad del pensamiento que construye.
La interpretación de las pesadillas es un libro de poesía muy particular, al punto de que lo firmás con el agregado de “(Comp.)” y de que al cierre incluís una atípica “Bibliografía”. ¿Se trata de una continuidad finamente disimulada de tu pasión ensayística?
La interpretación de las pesadillas parte de una escena rosarina. A fines de los años 90 era muy común en muchas casas encontrar ejemplares de La interpretación de los sueños de Freud. La famosa colección de la editorial Amorrortu, de tapas verdes. Y en casi todas las bibliotecas, por aquella época, también había ejemplares del Nunca más. A mí esa concurrencia en un mismo sitio de dos libros tan distintos me parecía extraordinaria. El Nunca más es como las Memorias del subsuelo de nuestra historia reciente. La interpretación de las pesadillas me parece que es una respuesta a esa experiencia biográfica: de encontrar siempre esos dos libros tan diferentes reunidos en bibliotecas rosarinas de los años 90.
Y lo de la bibliografía al final del libro… todos mis libros son sobre otros libros. O siempre hay alguien pensando en otros libros mientras escribe. Literatura sobre literatura: esa sería una forma de nombrar lo que hago. A veces me pregunto cómo puede ser, en un país en que lo tuvimos a Borges, que a menudo se haga apología de lo anti-intelectual. Uno siempre parte de la base de que los lectores son más inteligentes que uno. Ahora se habla de un regreso al ensayo. El mundo está cambiando y el ensayo ofrece pistas, herramientas de interpretación para la comprensión de un nuevo orden.
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Intentando separar lo inseparable, el libro no apunta al parecer a generar emoción, sino a estimular el intelecto del lector. Y lo logra plena y placenteramente, claro. Pero los sentimientos… ¿han huido? ¿O se han refugiado en los sueños?
Soy yo el que huye de los sentimientos. En un momento en el libro se habla de un hermano muerto. Creo que ese es uno de los momentos más emotivos. Pero trato de no aparecer mucho en lo que escribo. Quisiera que mis libros sean importantes por lo que son, y no por lo que de uno aparezca en ellos. En Diario de un bebedor de petróleo, por ejemplo, hay una nota donde se cuenta que Shell e YPF fueron las dos primeras palabras que aprendí a leer. Mi padre me llevaba en auto a cargar nafta y yo desde lejos, antes de llegar, le decía el nombre de las estaciones de servicio. Esa escena está al final del libro y entonces, Tamara Kamenszain me reclamaba algo, algo parecido a lo que vos también me señalás ahora. Ella me preguntaba por qué no contaba más sobre lo de las estaciones de servicio.
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Néstor Juncos / La Capital
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Silvina Salinas / La Capital
Hablemos de poetas. Citando una frase de Deleuze que “el Compilador” inserta en el libro, “es preciso que, en última instancia, sólo tengas relación con lo que amas”, ¿a qué poetas amás? ¿Y qué pensás de la poesía de Rosario?
Osvaldo Baigorria me dijo una vez que mis libros están escritos por un sujeto que ama el lenguaje. No sé si realmente se puede amar a un poeta. Quien ha mantenido, como uno ha mantenido, relaciones de amistad con escritores, también ha aprendido a mantener cierta distancia con ellos. Amo por ejemplo la primera edición de Muy muy que digamos de Eduardo D’Anna, con la cúpula de la Bolsa de Comercio dada vuelta. Me gusta mucho Secuencias de mayo, aquel poema de Hugo Diz sobre el Rosariazo: “Contra los bastones policiales vuelan zanahorias”. En medio de acontecimientos vertiginosos, Diz escribe un poema que no es poesía: es cine filmado en cámara lenta. Si tuviera que decir de dónde me viene lo de “poesía documental” le diría a Fernando Noy que puede que venga de ahí: de Hugo Diz.
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Como sostenés en el libro, ¿la literatura ya pasó por su período de apogeo?
Hoy hay mucha literatura dépassé: de otros tiempos. Roland Barthes decía que si tuviera que salvar una sola cosa de este mundo, salvaría la literatura. Los libros son la única cosa que, si los salvamos, pueden reconstruir el mundo del cual han sido arrancados. Joyce decía que había escrito el Ulysses para que Dublín pudiera ser reconstruida en caso de que la ciudad desapareciera. Por ese tipo de cosas yo creo que existe la llamada “literatura rosarina”: por el terror que provoca la sola idea de que alguna vez Rosario desaparezca.
Y la última, siempre volviendo a lo que escribiste en La interpretación...: lo que pasa en los sueños, ¿queda siempre en los sueños?
No siempre. Y las pesadillas tampoco. Lo que pasa en las pesadillas, a veces se vuelve real. Por eso, cuando algo terrible nos sucede, nos preguntamos si eso de verdad está ocurriendo. Y no vemos la hora de despertar. La realidad también tiene algo de increíble e inverosímil. Desde el punto de vista del arte –y desde otros puntos de vista también–, no sé si podemos creer tanto en la oposición entre fantasía y realidad.