Cuando un hombre piensa en algo, puede decirlo. Lo que no significa que lo que diga sea previo a un lenguaje verbal articulado sino que lo supone, debiendo él tener que sujetarse a una gramática y un léxico. Y puede escribirlo. Pudiendo experimentar, si lo logra, algún placer al dejar un rastro de sí en los soportes en que lo haga. La escritura le habrá proporcionado una segunda memoria reforzadora del habla y permitido reflexionar sobre lo pensado. Ello en virtud de una evolución social y económica de la sociedad en que vive, hacia un código, cuando la lengua oral o fónica resultara insuficiente.
Con una fase de transición: el pictograma, sea que se lo considere lengua o arte. Hace unos cinco mil años se habrían intentado estos primeros trazos en Sumeria y Egipto. Con sus primeras evidencias al sur de África en dibujos sobre piedra. Que curiosamente consistieron en trazos geométricos: ¿incipiente intención estética, más o menos consciente? Y en virtud de sus combinaciones y articulaciones, de estos signos lineales y geométricos se llegara a hablar de una escritura lineal “paleolítica”.
A esto no lo podemos afirmar, pero sí considerar el esfuerzo por hacer existir lo pensado de modo que sobreviva al hecho de pensarlo y hasta sin un estímulo presente. Así como la evolución de esas representaciones en dirección a sistemas más abstractos. En este sentido, la escritura ha sido dependiente de las lenguas naturales. Tanto que, para la tradición aristotélica, la escritura fuera considerada como conjunto de símbolos de otros símbolos.
¿O será que la vivencia, imaginada de alguna forma en el hombre, ya autoconsciente y una vez él en control de su cuerpo, desciende a sus cuerdas vocales donde se hace sonido, palabra, canto, que por último se registra en la materia? ¿Y qué es lo que expresaba? Pues al ser humano mismo, ya irreductible al animal pero todavía no manifiesto hasta no realizarse en el exterior. Que tales fueron su esencia y su existencia: su esencia, que requirió ser comunicada para existir.
Ello, en términos básicamente filosóficos. Pero ya era el lenguaje esa capacidad de comunicar los propios pensamientos a otros, por signos con ellos compartidos, necesarios en la interacción y en la construcción de una realidad común. Realidad vuelta humana requerida de ser interpretada por un conocimiento específico: la literatura.
Conocimiento literario entonces. Literatura de la literatura, Con un posible valor estético además. Tratado por el mismo Aristóteles en sus obras: “Metafísica”, “Ética”, “Sobre la poesía”. Tomando de las ciencias matemáticas el orden, la simetría y la precisión como atributos asimismo de belleza. Que es lo que al buen decir se le exige. Dijo de la belleza, en una expresión que es en sí misma bella, que “dota de resplandor a la verdad”; pero no como idea platónica sino como concepto que trasciende espacio y tiempo y muestra la esencia de los seres.
Habla del artista como “espejo de la belleza” y menciona también su “falta de sosiego”, que lo hace apuntar a lo que está siempre más arriba… sin que dejemos de señalar además y respecto del escritor, su pretensión y su vanidad: pretensión de querer hacer valer su pensamiento por el hecho de dejarlo escrito y vanidad de querer lucirse por su forma de hacerlo.
Y de la utilización de la palabra, decíamos, surgirá un conocimiento: tanto una teoría literaria como una práctica. De esta última, puedo describir la mía: el trazo del texto con sus vacilaciones; la relectura con sus correcciones; el surgimiento de ideas alternativas; la frecuente sensación de insatisfacción por su resultado… pero sobre todo, la conciencia de ser provisorio y de su carácter de indefinidamente inconcluso y revisable.
¿Y para qué sirve este arte de la palabra que nos ofrece sus obras de creación? La etimología nos ayuda a responder. Porque “aestesis” (de estética) significa sensibilidad; “poesía” (como así se llamó tradicionalmente a la literatura) significa creación y “teoría” según Aristóteles, es “poder ver” al pensamiento mismo. Entonces: es elevar nuestra sensibilidad con obras de creación para que nuestra autoconciencia (que es lo que somos) pueda reflexionar sobre sí mismo.
Comparemos si no, al Siglo de Oro español (s.1500 y 1600) en que florecieron el conocimiento, el arte y las letras, con la realidad que describe Machado más tarde (y poéticamente lo hace): “Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora”. Pobreza e ignorancia que son hoy las nuestras.
Es que habitamos tres dimensiones, que comienzan con la “s” de superación a la siguiente: sensualidad de los apetitos del cuerpo, sensorialidad de nuestras percepciones y sensibilidad para con las creaciones del espíritu. De contribuir a la elevación a esta última, mi propósito y vanidad de escritor puede que halle alguna justificación.
Benedetto Croce, un precursor en estos temas, fue conducido por ellos al desarrollo de toda una filosofía del espíritu. Guiado por un concepto fundamental: el de expresión. Que no es lógico sino afectivo, porque cada intuición debe objetivarse en una expresión para no quedar en simple sensación.
Que si Dios, como se ha dicho, se expresa en sus obras, los humanos lo imitemos con las nuestras. En tanto las expresemos con verdad y “voluntad de estilo”.
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